Viernes, 15 de mayo de 2009 | Hoy
El retrato postal de la Antigua Grecia como paraíso de la diversidad sexual acaba de inundarse hasta desaparecer: la distribución en Argentina de Homofobia: Una historia, de Byrne Fone, devela cómo la pasividad sexual, el afeminamiento (y las mujeres en sí) y hasta el deseo desatado eran considerados monstruos escatológicos capaces de corromper no a la naturaleza sino a la misma idea de sociedad: la corrupción empezaba en el cuerpo y seguía en el cuerpo político. Así germinó el odio en la cultura occidental, más de veinte siglos antes de la invención de la palabra homofobia.
”Mi suposición es que cuando la mayoría de los homófobos imaginan que la homofobia es un nombre intelectualizado para una antipatía innata hacia los homosexuales, ésta, no obstante, es un producto de la educación y la socialización”, explica Byrne Fone en la introducción a su libro Homofobia: Una historia, que se acaba de distribuir en Buenos Aires por estos días, pero que originalmente fue publicado hace una década en EE.UU. Así, la estrategia de Fone tiene que ver con la mejor parte de los estudios gay-lésbicos y con todo el movimiento queer: desnaturalizar los procesos que soportan las ideas monolíticas de la sexualidad. Y una historia desnaturalizada implica, claro, encontrar el punto de vista para deshacer el arbitrio, la construcción de los prejuicios que congelan el pensamiento o, lo que es lo mismo, que obturan la diferencia. Y por eso, Fone, en lugar de trazar virtudes de la homosexualidad, de buscar la belleza homoerótica y enfrascarla en prosa estética, cuenta una historia de la homofobia, es decir, se ubica en un revés de la trama; un revés erudito y con todo el orgullo de su pasión invertida. Y la desnaturalización es una estrategia genial, porque justamente la homofobia se construye mayormente sobre el efecto de sentido del discurso sobre “lo natural”.
Si bien la palabra “homosexualidad” apareció en 1868, recién en la segunda mitad del siglo XX se comenzó a usar la palabra “homofobia” para referirse a la antipatía hacia los homosexuales. Presumiblemente fue publicada por primera vez en un artículo científico de K. T. Smith de 1971 titulado “Homofobia: una caracterización tentativa de la personalidad”. Esa particular antipatía, lejos de ser un mero sentimiento, se expresó a través de condena, aversión, temor, proscripción y el exterminio de homosexuales a lo largo de la historia. Fone enuncia dos causas ideológicas, dos prejuicios de ese temor: 1) la homosexualidad y los homosexuales perturban el orden sexual y de los géneros que supuestamente creó la ley natural; es, en definitiva, el desagrado frente a la diferencia sexual; 2) la conducta social de los homosexuales perturba el orden social, legal, político, ético y moral de la sociedad. Estos prejuicios desperdigados en la cronología de la homofobia que realiza Fone, desde la antigüedad hasta fin del siglo XX, permiten hacer un recorrido transversal del libro: por un lado, uno puede leerlo como una teratología, es decir, un catálogo de discursos monstruosos para construir monstruos; y por otro, una descripción de las prácticas higienistas para limpiar el impacto social de esos monstruos: la lucha contra la exposición pública, la notoriedad, la supervivencia y la herencia de los homosexuales. Y con su punto de vista original, y recopilando varios estudios previos, Fone logra hacer una radiografía del germen, de la idea que tenemos de la cultura griega. Su hallazgo es refundar los orígenes.
Si bien los estudios gay-lésbicos repiten el retrato postal de la antigüedad como paraíso de la diversidad, cargando tintas sobre la democracia griega como ideal, en el libro de Fone se puede leer la idea de que en la Grecia antigua, como se señaló muchas veces, no existía una palabra que diferenciara la homosexualidad. Sí existieron formas del discurso que produjeron monstruos sexuales: antes del acto de nombrar lo diverso, se lo insultó directamente. La degradación homofóbica a partir del lenguaje es de inventiva griega. Porque si bien existía la tan idealizada paiderastia, ritual iniciático de un adulto mayor a un discípulo púber, donde se difuminaban los roles de maestro y discípulo y de amado y amante, la homosexualidad no era un problema siempre que fuese viril, exclusivamente activa y controlada. Pero el control era, principalmente, un control de esfínter: los que gozaban del sexo anal, aclara Fone, “no eran hombres verdaderos en absoluto sino monstruos afeminados, quienes recibirían a cualquier hombre que los quisiera por el ano”. La pasividad sexual, la insaciabilidad y el afeminamiento no se consideraban naturales o aceptables en Grecia, eran actos de freaks escatológicos, que abandonaban el ideal viril: así nacieron los malakos, palabra peyorativa que designaba a hombres suaves, afeminados, y que también sugería debilidad moral. Esa idea de virilidad como forma suprema del cuerpo amoroso está bien representada en El banquete, texto bendecido por tantas décadas de homoerotismo neoplatónico, pero que Fone pone en crisis al advertir que Platón, a través de ese encuentro para definir la lógica del Eros, construye un “reino donde ni las mujeres ni el afeminamiento tienen lugar alguno”. Y así lo declara uno de los asistentes a El banquete: “El amor entre varones no sólo es diferente del amor entre hombres y mujeres, sino superior a éste, porque es discriminador, fiel y permanente, y porque los hombres son superiores a las mujeres en inteligencia y fuerza”. El sexismo en toda potencia, la misoginia desatada que extirpa todo valor social a lo femenino en la sociedad, no puede representar en ninguna cultura un estadio de ideal democrático diverso.
Sobre ese monstruo afeminado descargó su risa el comediógrafo Aristófanes, con sus personajes de hombres mujeriles o travestidos, como el Agatón de Tesmoforiazusas, a quien se llama una “paradoja” por vestir ropas de mujer, fundando con esa palabra el chiste como burla homófoba, el antecedente de todo teatro de revistas machista. En esta obra, el argumento de Aristófanes sostiene que “hombres como Agatón –que no son ni varones ni hembras– perturban el orden de la sociedad, el cuerpo masculino corrupto introduce caos y corrupción en el cuerpo político”. Y, justamente, según los ideales de Platón, el problema era el cuerpo, porque siempre implicaba corrupción: lo platónico tenía menos que ver con el deseo sublime como relación física entre amantes que como amistad viril para la contemplación de lo bello y lo bueno. Estas ideas filosóficas, más bien abstractas, fueron recuperadas siglos después por los que sentaron las bases del pensamiento judeocristiano, fundando una corriente neoplatónica para justificar un ascetismo antisexual, acentuando la dichosa dicotomía entre carne y espíritu con la intención de promover el celibato, la vergüenza del cuerpo sensual, que finalmente corregiría con la moral de la Inquisición: la carne homosexual, desviada, perversa, sería quemada en las hogueras.
Si a la sátira se le puede atribuir cierta ironía y a la filosofía una suerte de uso de la metáfora, ambos procedimientos que dan cierta ambigüedad en su condena a lo homosexual, a lo femenino y al travestismo, el alegato de Esquines contra Timarco, según sostiene Fone, aporta más cabalmente la ideología griega, sobre todo porque es el único documento que se conserva que trata exclusiva y seriamente de una argumentación sobre la homosexualidad. Y Esquines, para defenderse de una acusación de traición en un juicio, argumenta que Timarco no tiene autoridad por ser homosexual. O mejor dicho: por ser “una criatura con el cuerpo de un hombre deshonrado con los pecados de una mujer”. No sólo se acusa a Timarco de haber usado el culo para gozar, sino de otras mariconadas como maquillarse para aparentar menos edad de la que tiene con el fin de seducir, además de usar telas “suaves y hermosas”. Eso le valió otro insulto en perfecto griego: kinaidos, débil, lujurioso. Hoy lo llamaríamos simplemente marica, o cualquiera de sus sinónimos despectivos. El afeite amanerado, la estilización juvenil en el cuerpo adulto construidos como forma de lo monstruoso es un tic de la homofobia que se extendió hasta nuestros días. Es natural que un hombre maduro tenga canas, pero Timarco se las teñía: la tintura lo pintaba como puto. Toda esta argumentación posibilitó la sanción para que Timarco no pudiese seguir hablando en la asamblea pública y que se le denegaran sus derechos como ciudadano. Lo que los Estados modernos hacen con los homosexuales hasta el día de hoy, la Grecia antigua lo instauró en ese dictamen: al gay se lo invisibiliza negándoles los derechos como cualquier actor social pleno y se lo reduce a un ser despolitizado. La homosexualidad, ahora, ya no sólo es un crimen contra la naturaleza, sino contra las leyes sociales. Evidentemente, ésas son dictadas por la lógica estrictamente patriarcal, el ideal griego que se trataba de perpetuar.
Si faltaba alguna institución, la ciencia griega también decía lo suyo, que fue cruel y no mucho, pero suficiente para que también la homosexualidad fuese una enfermedad. Y para eso bastó un tratado, el Physiognomonics, del siglo IV a.C., que usualmente se compila dentro de los tomos de obras de Aristóteles, pero no fue escrito por él. Ahí, al marica, al kinaidos que comenzó a describir Timarco, se lo caracteriza fisonómicamente: “Ojos inconstantes y es patizambo; inclina la cabeza hacia la derecha; gesticula con las palmas de las manos hacia arriba y las muñecas fláccidas; y tiene dos estilos de caminar: menear las caderas o mantenerlas bajo control”. Para una anatomía de la inversión, para identificar al enemigo de la naturaleza, los fisonomistas pusieron al trolo bajo el microscopio para agigantar sus rasgos, para congelar su gesto bajo la lupa, y así dibujar la primera caricatura homófoba de la historia, una que se repite hasta en las películas del siglo XX.
Y si se trataba de detectar la diferencia sexual, era para después administrar el lugar que le correspondía en la escala social. Porque si esto no bastaba para que el cuerpo, el género y el ano se pensaran contra natura, aunque sobre todo se los creara como un atentado contra el orden político, en el 350 a.C. el mismísimo Platón, el supuesto adalid del homoerotismo, puso negro sobre blanco en Las leyes, que versa sobre la creación de Magnesia, un Estado utópico en la isla de Creta, y donde, justamente, decreta que el sexo homosexual y el lesbianismo son “crímenes antinaturales de primer rango”. Y, por fin, aparecen las lesbianas en el discurso platónico, para eliminarlas de la lógica del Estado ideal. Ahí tienen su democracia paradisíaca griega: Platón envió a los heterosexuales a una isla, para alejarlos de los afeminaditos y las machonas. La grotesca geografía imaginaria ya estaba trazada: era la isla de la fantasía homófoba, lugar desde donde se comienza a erigir el pensamiento y las prácticas contra la diversidad sexual que primaran en el resto de la historia.
Además de releer algunas ideas sobre la historia de la homosexualidad, Homofobia: Una historia también es un libro sobre las formas de los discursos literarios en su lucha por el sentido social y la representación de lo diverso. Por eso, con entusiasmo bibliófilo, Byrne Fone usa como fuentes de su cronología exhaustiva los libros que buscan afanosamente las formas literarias más aventuradas para expresar la diferencia sexual, en tanto de manera positiva como aberrante. Desde la literalidad a la traducción, desde la metáfora a la etimología, el libro multiplica el deseo en mil palabras que tratan de hacer de la diferencia una sublime experiencia literaria. Y así Fone expone cada detalle de obras fundadoras, pero también de muchas desconocidas, para que surjan los matices de la diversidad sexual en su búsqueda de las palabras justas. Fone parece más identificado con la investigación estética austera de Walt Whitman, tal vez el poeta homoerótico que inaugura una nueva voz cuando se apagaba el siglo XIX. En un afán preciosista, Whitman denuncia que existen “pocas palabras o nombres para los sentimientos amistosos” y se encarga de buscar las “palabras específicas” para que la poesía pueda expresar el cuerpo y el sexo. Cuando la pluma refinada de Fone vuela alto sigue los designios del poeta y se encamina en la investigación más elocuente para marcar el conflicto homofóbico a través de la cita expresiva y la invención justa. Dentro de esa línea, el libro alcanza su plenitud en las lecturas críticas de novelas, teatro y cuento en el Estados Unidos de principio de siglo XX. Ahí, logra recuperar una literatura panfletaria poco célebre y se adentra en su corazón oscuro para destapar las voces perdidas en medio del desconcierto, de la experiencia casi secreta. En esas páginas hay desafío político, inventiva, algo de humor y hasta ridiculez, por ejemplo, cuando se cita a un tal Dr. John F. W. Meagher que enuncia cosas estrafalarias como que a los homosexuales “les gustan las cosas artísticas agradables y casi todos ellos son aficionados a la música. También les agradan los elogios y la admiración. No saben silbar bien. Su color favorito es el verde”.
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