OUT
› Por Juan Valentini
Idealista de los que dan risa, romántico arrebolado, con la sensación de ser mucho más viejo de lo que era, llegué a Venecia a los veintidós años en junio de 1969. Había soñado diez años con los canales y los palacios decrépitos, había leído mil libros, tenía guías francesas de 1830, italianas de 1870, nicaragüenses de agosto de 1927: todo un intelectual de provincias. La hora en tren desde Vicenza fue como un viaje en ácido lisérgico. En Venecia se acabó. Fueron diez días horribles, de no ser por las derivas que me llevaban caminando a las zonas más modestas y aromáticas de la Vieja Hundida en Mierda para Siempre. Y por un europeo al que seguí una tarde en vaporetto, y después por un montón de calles y dos plazas, hasta que entró en un hotel. Yo ya estudiaba medicina, e Italia y Alemania, en ese momento más que Francia, estaban que ardían de movimientos estudiantiles. En Mestre encontré habitación. Me levantaba temprano, esperaba el tren, cruzaba el puente, me deprimía ni bien pisaba Venecia... Hasta que al noveno día entré al baño de la estación y salí con un teléfono y dos puntos de encuentro escritos en las palmas de ambas manos. No tenía miedo, ni vergüenza: estaba desesperado por acostarme con un chico. La suerte me puso a Enrico del otro lado del teléfono y del mostrador de una pensión espantosa que había a cincuenta metros de San Marcos. Como era la una de la mañana y en Venecia no hay noche y la gente se acuesta después de cenar por más que sea verano, hicimos el amor ahí mismo. Con decir que la campanilla del mostrador sonó dos veces por causa nuestra. Enrico: pelado, de ojos verdes, de mi edad o uno o dos años más grande, tenía esa suavidad de los italianos que lo hacía todavía más hermoso. Al día siguiente salía mi avión desde Milán. Una vez que le hice este relato a alguien la primera vez, no pude dejar de mentir. Año y medio antes de aquel viaje, martirizado católicamente, pero más todavía desbordado por las fuerzas mecánico-alquímicas que crepitaban como carne de bruja en la hoguera y bullían como alma de cristiano en el aceite infame de mi cuerpecito, decidí tener sexo con el primero del rubro 59 que me sedujese. El taxi boy no me gustó y yo, mártir entrenado, no dije que prefería escapar. Me fui halagado: no hubo manera de que me creyese que ésa era mi primera vez. Yo creo que porque puse mucho sentimiento en la cama. Y cómo no, si había crecido con la idea de que no tenía deseo y ese era el primer chico al que le podía decir que yo, a pesar de todo, sentía. Listo, ya está. Ahora todos van a enterarse.
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