PD
Dos airadas, inmediatas y diversas respuestas a la carta al “joven gay” publicada la semana pasada.
Que me hablen a mí de brecha generacional, que con poco menos de 30 años (digámoslo así para dejarle margen al vanidoso tópico del “¿cuántos años me das?”) ya me siento desfasado si me comparo con esos adolescentes que no han salido del closet por la sencilla razón de que nunca han estado dentro. Pero el problema mayor parecen tenerlo quienes como Alejandro Modarelli, autor de la carta publicada en el número anterior de Soy, se dicen pertenecientes a un “antiguo régimen” en el que se cogía “mujer contra varón” y para quienes la palabra “chongo” es una especie de “rosebud”, de eslabón perdido en la cadena evolutiva que derivó en “esa cosa igualitaria que es el modelo gay” (las palabras son de él): “Los bigotes que se refriegan, el hombre contra el hombre, pornografía yanqui soporífera donde la ideología ordena que no haya activo ni pasivo en estado puro”. Ejemplos de lo que las locas —especie en peligro de extinción en la que se inscribe el susodicho— ven como amenaza a su hábitat sexual, conscientes de que ser homosexuales y amar como mujeres se ha vuelto más difícil desde que los chongos usan aros de strass y van a la peluquería a retocarse los claritos.
Nada peor, entonces, que una momia con nostalgia de su cuerpo antes del embalsamamiento. Lo que no implica caer aquí en el gesto discriminatorio del joven que incita a sus amigos a darse vuelta en un boliche, señalando la presencia intrusiva de un viejo, o que cree advertir en su mirada deseante el signo de una lubricidad patética. Es odioso el puritanismo sexual contra la vejez como cliché de una sociedad fijada en la juventud como valor absoluto. Reverso del cliché que piensa a la vejez gay como el constante desasosiego de desear a jóvenes esquivos. ¿Que tenía otro gustito? ¿Que el sabor de lo prohibido? ¿Que chongos eran los de antes? ¿Que no hay como la carne joven? Vale. Pero que después no vengan con la cantilena de que “es época de desmontar una excesiva confianza en el orgullo de ser gay” (como dice Modarelli, y lo apoyamos en esto), mirándose en el espejito del envejecimiento postergado a base de masajes faciales que por las noches soban arrugas como lámpara de Aladino en rostros curtidos por la cama solar y el esfuerzo renovado por levantar cinco kilos más en el gimnasio.
Sin ánimo de empecinarnos, digamos también que Modarelli toma en su carta como interlocutor a un joven que se piensa queer y para quien lo gay es una categoría pasada de moda. Y le recrimina, entre otras cosas, que en su indagación de “nuevas prácticas sexuales” (que incluirían a varones, mujeres y transgéneros) los practicantes no inviten “ni a los viejos, ni a las viejas”. Pero, ¿acaso cuando ellxs eran jóvenes no gustaban de otrxs jóvenes del mismo modo en que hay jóvenes que no gustan de los viejxs? Al margen del fatídico malentendido que piensa a la sexualidad como base de la existencia gay y que no termina de hallar consuelo cuando, junto con las nieves de la edad, llega el retaceo de los contactos eróticos o la necesidad de pagar por ellos, en esa brecha generacional que separa a quienes hoy somos jóvenes de quienes vivieron su juventud en la época de la dictadura hay una distancia mucho mayor que la que podría darse, en las mismas condiciones, entre dos heterosexuales. Pretender acortarla, si bien podría ser un acto de reconocimiento hacia aquellos que nos abrieron las puertas a una mayor libertad, acaso sea también la expresión de lo difícil que se ha vuelto envejecer en un mundo que, ante las contorsiones de pendeja de Madonna, nos quiere hacer creer que sólo envejece el que quiere.
Hace una semana, Alejandro Modarelli le dirigía una carta a un “joven gay” en este mismo suplemento. A nadie ha de extrañarle —creo yo— que de toda esa carta aquello que capturó de inmediato mi atención fuera una palabra, un colectivo: intersexuales. Una enumeración, en realidad, que casi terminaba en “intersexuales”, para tal vez concluir con “la mar en coche”.
A lo largo de la última década, las distintas identidades políticas que configuran el mapa de la diversidad sexual en la Argentina han disputado en torno de su raigambre comunitaria y su sentido histórico, su carácter autóctono y su extranjería, su oportunidad y su despropósito, las jerarquías de la agenda y también, claro está, las del financiamiento; su alianza y su diálogo imposible, la cuenta de lo existente y también la cuenta de lo porvenir. En la topología diversa de ese mapa la intersexualidad la viene jugando, desde hace años, de Ultima Thule. A partir de allí se termina el mundo de lo conocido y se extiende la mar y el acecho tenebroso de todos sus monstruos marinos (1).
La filósofa norteamericana Ellen Feder señala que uno de los problemas más severos que enfrentamos quienes luchamos por la integridad corporal y la autonomía decisional de los niños y las niñas intersex es la comprensión académica y política de la intersexualidad a la luz de la homosexualidad. Esta comprensión se traduce, habitualmente, como la reducción colonizada del “intersexual” a una modalidad monstruosa del “homosexual”. Es así como la intersexualidad parece pertenecer por derecho propio pero disminuido a la diversidad sexual (como una sexualidad más, entre todas aquellas devenidas identidad). Todas aquellas que se reducen, en última instancia, a la lógica del closet. De un modo u otro, al final, pareciera que todos somos homosexuales. Y, de hecho, algunos hasta lo somos.
Cuando se añade de modo azaroso al listado sustantivo y autocelebratorio de las “diversidades”, cuando se agrega como signo de exotismo o de desborde, cuando sólo viene a cuento como exceso políticamente correcto en las economías del homoerotismo, la intersexualidad se produce como una experiencia esencialmente ajena, algo que les ocurre a otros y a otras, pero nunca a gays, lesbianas, travestis, transexuales, transgéneros y bisexuales (cuando en realidad le ocurre a todo el mundo, le puede ocurrir a cualquiera). En la imaginación dominante, las variaciones corporales y la violencia médico-jurídica en las que consiste básicamente la intersexualidad son como la vejez. Algo que no nos pasa hasta que nos pasa, y cuando nos pasa nos transforma en otro caso. O en otra cosa.
Una de mis pasiones es el tiempo, y por eso también la carta de Modarelli me resultó apasionante. Es cierto que entre locas, homosexuales, chongos, gays y queers el tiempo se retuerce. Y el pasado, dejado tan atrás, es justo lo que la carta anuncia: un futuro amenazante que siempre puede volver. Es cierto también que la novedad en expansión en la que pareciera consistir la intersexualidad se parece muy poco a la lógica de nuestro tiempo: las intervenciones que mutilan a niños y niñas intersex, así como el estigma que rodea nuestra vida como adultos siguen igual, sin variación alguna.
La mar en coche invoca el todo: esto, eso, aquello, y también la mar en coche. Criatura mediterránea, yo me conformo con algo bastante más modesto: una apertura, por mínima que sea, a las posibilidades gozosas de la variación.
Mauro Cabral
[email protected]
(1) Cualquier referencia a XXY es...¿pura coincidencia?
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