Viernes, 12 de junio de 2009 | Hoy
Longeva como muchas otras escritoras lesbianas de la época de entre guerras, Natalie Clifford Barney supo conjugar vida y obra en una performance constante que tuvo por escenario un salón en París en el que Safo gozó de su traducción más lésbica y feminista y donde el dinero circulaba entre la comunidad de mujeres como una de las tantas llaves de la creatividad y el placer. Norteamericana voraz –de eso la acusaron alguna vez sus amantes despechadas– en una Europa herida, cuenta la historia que después de muerta su lengua siguió retozando.
A miss Natalie Clifford Barney no le gustaban los hombres. A su padre, el fabricante de máquinas de ferrocarriles Albert Clifford Barney no le gustaba que a su hija no le gustaran los hombres, pero al enviarla a la escuela Les Ruches de París no hizo más que bendecirla en el descubrimiento de que le gustaban las mujeres. Era un lugar en donde lo que nuestro educador Víctor Mercante llamaba “el imperio de la anomalía” se expandía entre ovejas negras de buena familia, algunas de las cuales saldrían de sus dormitorios con un verdadero manual de estrategias para eludir la heterosexualidad obligatoria. Allí estudiaría también la autora del libro Olivia por Olivia, historia de amor de una alumna por su maestra que aún circula en las librerías de viejo de Buenos Aires, editado por Sur. De Les Ruches, Natalie salió con Eva Palmer, heredera de la fábrica de galletitas Huntley and Palmer que al saber griego la puso en el camino de Safo en más de un sentido.
Había nacido en Ohio el 31 de octubre de 1876 para convertirse en una precursora del lesbofeminismo con el arma casi exclusiva de un salón en París (calle Jacob, Nº 22), unas cuantas bandejas de sandwiches de pepino, otras tantas de tarta de fresas y una botella de oporto (era avara). Fugada de la heterosexualidad a pesar de alguna duda ocasional generada por un industrial de Pittsburg llamado Max –quien llegó a decirle temerariamente (terminó llorando tras un cortinado): “A mí me gustan las mujeres. Ambos las amaremos”–, tuvo amantes célebres como la cortesana Liane De Pougy –perdida finalmente para la causa lésbica al casarse con el príncipe Ghika–, Dolly Wilde, sobrina de Oscar y autobautizada Oscaria –tenía la misma cabeza de huevo de su tío, aunque era menos femenina que él para hacer de Salomé– y Renée Vivien, esa poetisa inglesa cuyos abismos de opereta y su baudelerismo fatal aún esperan una tapa del Soy. Los títulos de sus libros (Cinq Petits Dialogues grecs, Je me souviens, Eparpillements, Actes et entreactes, Poems et poèmes, autres alliances, Pensée d’une amazone, Aventures de l’esprit suenan a declaraciones arrancadas de un secretaire, a archivos póstumos de métricas vencidas.
Heroína íntima de lectoras heterodoxas, gusto menor de amantes de paladar negro, curiosidad de académicos refinados en la nota al pie, Natalie Clifford Barney necesitó el rescate feminista de los años setenta para ser releída en toda su radicalidad. Si la serie de su obra no entra con soltura en los cánones modernistas es menos por su insistencia en el aforismo de póster y el fragmento autobiográfico con vocación de billetito amoroso ocasional que porque pone en cuestión la idea misma de “obra”. Miss Barney fundó una utopía feminista de puertas adentro, desinteresada por el “producto” y la filiación en el mercado patriarcal y en donde arte, vida y sexualidad se funden sin yugo de una zona sobre las otras, mientras que la cultura oral y el amateurismo convierten la fiesta y la performance en práctica proteica de pertenencia.
La relación con sus amigas amantes era una puesta en acción de una filosofía compleja en donde ella excluía de la idea de fidelidad el aspecto erótico en nombre de una ética de la belleza. Como autodidacta y en compañía de su primera amiga íntima Eva Palmer, asistió como oyente a las clases universitarias de la feminista Mary Gwynn. Estudió griego para traducir y reinterpretar a Safo, hecho capital en la genealogía literaria de las escritoras venideras. En Mujeres de la rive gauche, París 1900, 1940, la Shari Benstock consigna esta importancia: “Virgina Woolf y Natalie Barney tenían razones similares para desear aprender griego: querían rescatar a Safo de los profesores que la presentaban como una seductora de jovencitas, o que negaban que existía una sexualidad sáfica. Los escritores del siglo XlX, homosexuales muchos de ellos, se había apropiado de Safo, identificándola con una imagen de la concupiscencia, y equiparaban el amor sáfico a la decadencia femenina. En Inglaterra, la Safo de Swinburne invitaba al repudio; y en Francia la de Baudelaire exigía un correctivo. Rescatar a Safo como poeta, cuya obra celebra el amor y la amistad entre mujeres, constituía una importante tarea lésbico feminista hacia finales del siglo XlX”.
Para Miss Barney la política de las mujeres se oponía a la gran política. Durante la Primera Guerra Mundial, mientras muchas amigas lesbianas se abalanzaban sobre los volantes de las ambulancias, ella insistió en seguir organizando reuniones de túnica rigurosa en su casa de la calle Jacob, en París, que poseía un templete llamado “de la amistad”. Durante la Segunda se refugió en Florencia, desde donde reclamaba por carta a su ama de llaves redecillas de pelo, se preocupaba por el estado de la hiedra de su jardín o porque le había llegado un rumor de que un gallo se paseaba por el frente. Tuvo por la Resistencia un desprecio semejante al de Chanel, que protestó porque fueron a detenerla por colaboracionista en sandalias y terminó, quizás bajo influencia de Pound, cantando loas a Mussolini, en términos más o menos idiotas.
Fue en el número 22 de la calle Jacob donde se gestó quizás el mito de origen de una cultura que ponía entre paréntesis, determinadas noches, el principio masculino: la representación de Equivoque, una versión teatral en donde Safo no se suicida por amor a Faón sino porque una de sus alumnas va a casarse.
Colette, a pesar de que en su libro capital Lo puro y lo impuro –un precoz ensayo autobiográfico sobre los disidentes sexuales– trate con ironía a la comunidad lesbiana de Miss Barney, no sólo formaba parte de ella sino que no dejó de abrevar en los principios sistemáticos de esa alianza de formación mutua que se expresaba en textos y cuadros vivos. Es que en ese salón donde a través de veladas mixtas se convivía con los grandes de la literatura como Paul Valery, Ezra Pound, Gertrude Stein, William Carlos Williams, Blaise Cendrars, René Crevel y André Gide, feministas no siempre lesbianas se remozaban del yugo al que solía someterlas la pareja con un artista moderno macho sino que tramaban ediciones, viajes, mecenazgos.
El amor más duradero de Miss Barney fue Romaine Brook, norteamericana como ella pero de menos fortuna –hasta tal punto que de chica había sido canillita en Nueva York–, Romaine era una retratista de éxito –insistía en usar como modelos a mujeres travestidas y en su paleta sólo se veían los colores que pueden verse en un frack– y una paciente partenaire en ese matrimonio con quien renegaba de él ya que, en su Manuscrit autographe, Miss Barney había lanzado a modo de plataforma: “En este momento de la evolución humana, ya no habrá ‘matrimonios’, sino tan sólo asociaciones de ternura y pasión. El juego de las afinidades se verá dirigido por antenas mucho más delicadas. Estas idas y venidas procederán del espacio. Para aportar algo, hay que venir de otra parte”. A pesar de hablar de “antenas”, es poco probable que al afirmar que “para aportar algo, hay que venir de otra parte” pensara en los extraterrestres en vez de en los norteamericanos como ella misma.
Si Miss Barney tuvo amantes permanentes y simultáneas como si practicara una suerte de militancia, a una de ellas, Lucie Delarue Mardrus, apodada la princesa Amande y casada con el traductor de Las mil y una noches, no se le escapaba que esa práctica exigía un ritmo de “time is money”. En una carta, escrita quizás en tiempos en que debía compartirla con una o dos rivales, le interpretó rencorosa: “Pues es usted terriblemente norteamericana, a pesar de sus aires de no ser de ninguna parte. Veinticinco citas en todos los barrios de París a la misma hora, sin contar cinco minutos en el teatro y un cuarto de hora en el concierto, en fin, el excesivo meneo que le viene de los paquebotes, de los trenes y de los hoteles que comenzó a recorrer tan pronto como todos los yanquis ricos”.
Natalie Barney era poco dada a la teoría, pero es probable que no ignorara las estrategias de militantes gays como Magnus Hirschfeld, que venían organizándose desde fines del siglo XlX para que se eliminaran las sanciones legales a la homosexualidad, argumentando su condición de innata, ya que en una ocasión en que un tío vino a informarla sobre su mala fama, anotó: “Cuando el amigo de la familia se marchó tras haber cumplido su ‘penoso deber’ y me quedé sola, me observé a mí misma sin vergüenza: nunca han censurado a los albinos tener los ojos rosa y los cabellos blancos ¿por qué me censuran ser lesbiana? Es un asunto de la naturaleza: mi rareza no es un vicio, no es ‘querida’y no perjudica a nadie”.
Las mujeres exiliadas en París durante principios del siglo XX, de las que Miss Barney era una de las ideólogas, también plantaron los principios de una comunidad económica alternativa. Si en la prostitución y en el casamiento, el dinero no hacía más que circular del padre al marido, las chicas lo hicieron pasar por los bolsillos propios y de la amiga y no sólo para simple manutención sino como mecenazgo informal.
La millonaria Winifred Ellerman, apodada Bryher –de vocación historiadora–, burló la condición de casarse que su padre le impuso para heredarlo, armando un matrimonio/sociedad con el escritor McAlmon. El dinero de ella pagó la manutención de la poetisa Hilda Doolittle (H.D.) y, entre otras cosas, la edición de El almanaque de las mujeres de Djuna Barnes, breviario secreto de las lesbianas belle époque, y encomio rebuscado del cunilingüis que fue impreso en Darantière, la misma imprenta del Ulyses de Joyce.
En ParísLesbos el dinero que la cortesana Lyane de Pougy recibía de sus protectores iba a parar a sus amigas, así como el de las nobles de cuna a las plebeyas que, reclutadas en los salones, a menudo provenían de las fábricas y de la cocinas.
En ocasión de una pelea con su amante Renée Vivien, que la había abandonado por correspondencia en nombre de su relación con una baronesa riquísima apodada La Brioche (la autora de un volumen llamado Effuillements o Deshojes), Miss Barney, bromeando con el suicidio, distribuyó joyas de familia entre sus amantes y algún que otro admirador, muchas de ellas lo suficientemente valiosas como para financiar estudios o huidas del matrimonio. A la madre le deja un anillo de oro y marfil de Lalique, a Renée Vivien, pendientes de zafiro y una enorme sortija de oro, a Eva Palmer, todos sus papeles y un retrato en que ella posa con una mandolina, a Olive Custance, mil dólares y un escarabajo de oro, a Grace Train, un collar de turquesas rojas y así siguiendo. Años más tarde, Dolly Wilde le dio a Miss Barney el disgusto de morir primero, dejándole su fortuna en pago de deudas que databan de su pasado amor. Miss Barney revolvió propiedades sin encontrar el testamento hasta que creyó recordar que lo había guardado en el Crédit Lionés. Corría 1942. Según Jean Chalon, el biógrafo más apasionado de Miss Barney (Retrato de una amazona), mientras ella tomaba sol en Florencia y el mundo se venía abajo, Berthe, su ama de llaves, logró que los alemanes se avinieran a abrir la caja con la siguiente frase: “La señorita no puede ser judía porque es íntima de Mussolini”. Con el testamento de Dolly Wilde saltaron joyas y 50 horquillas de oro.
Hay una anécdota seguramente apócrifa que intenta explicar el destino cumplido de Natalie Barney. Cuando era pequeña, una banda de chicos la perseguía por el corredor de un hotel hasta que ella se refugió en unas rodillas afelpadas y obtuvo consuelo de su dueño, un extranjero que estaba en gira de conferencias. Era “El tío de Dolly”. Otra anécdota cierra el círculo wildeano llevando la tragedia a comedia: Natalie tenía un romance con la inglesa Olive Custance, autora de un opúsculo llamado Opalos, mientras planeaba un matrimonio a lo Bryher que le permitiera hacer del marido más un socio que un partenaire. Eligió, tragándose la risa de quien fracasa en beneficio propio, a Lord Alfred Douglas, ese chongo blanco que llevó al “tío de Dolly” a la cárcel y al consiguiente escarnio público. Albert Clifford Barney puso el grito en el cielo y casi empezó a rezar por la persistencia del safismo soltero en lugar de aliado en binomio con sodomía. Entonces Olive Custance tomó el candidato desechado con el que tuvo hijos –Mis Barney fue la madrina de uno de ellos–. Tanto culebrón jurídico, tanta desdicha artística y literal para terminar cediendo todos –el tío de Dolly ya lo había hecho– al coito a favor de natura.
Una vez Marcel Proust quiso conocer a Miss Barney. Jean Chalon lo cuenta con una especie de tono triunfante de celoso: “Natalie espera. Leyendo intenta no dormirse y vigila que la temperatura de la sala no baje de los veintidós grados exigidos por el visitante, que llega muy puntual. Sodoma y Gomorra se hallan cara a cara y se dan cuenta de que no tienen nada que decirse”. Para Miss Barney, La recherche describía lesbianas improbables, ese tísico no sabía nada de Lesbos, pero lo peor es que inventaba mal.
Antes de los años veinte, Miss Barney bailaba tango bajo la dirección del escritor André Rouveyre. ¿Sería el mismo que Saborido había llevado al salón de los Rothschild?
¿Lo haría bien, ella que nunca había querido dejarse llevar?
Una vez Natalie Barney encaró una cruzada personal. Ramón Gómez de la Serna había publicado su libro Senos, taxonomía cubista pretendidamente exhaustiva, impertinencia leve en donde decía que a los senos de las quinceañeras daban ganas de cascarlos con una cucharita, que en los de las gigantas uno se podía recostar como en una cama de matrimonio; que los senos pintados por Cranach eran de mujeres góticas, idiotas e incitantes; que el seno preferido era el izquierdo porque era la cápsula del corazón. La colección era frívola, rebuscada pero impactante. Miss Barney escribió un artículo que dedicó “al hombre, ese destetado” y donde le chantaba a Ramón como desde una barricada: “Defender a los senos contra sus errores y sus incomprensiones masculinas me parece defender de algún modo mi patria”.
De España, a Miss Barney sólo le gustaba Lola Flores.
Como toda artista atrapada por su personaje, Miss Barney fue inspiradora de otros. Lyane de Pougy la reinventó en su Idylle Saphique, Renée Vivien en sus Etudes y Preludes, Remy de Gourmont en Lettres à l’Amazone, Lucie Delarue Mardrus en L’ange et les pervers, Radcliffe Hall en El pozo de la soledad. Son versiones que coinciden en creer en su belleza, inteligencia y seducción, pero matizan la proporción de reproches, de juicios que sangran por la herida. El retrato más irreverente y elogioso de Natalie lo ha hecho Djuna Barnes en El almanaque de las mujeres, librillo repartido anónimamente en 1928 por las calles de París y donde los nombres de los personajes encubren a las habituales invitadas de la calle Jacob. Empieza como si sonaran trompetas (o trompas de Falopio): “Esta es la Historia de la Moza más hermosa y delicada que jamás humedeció una Cama. Se llamaba Evangeline Musset y había sido condecorada con una Enorme Cruz Roja por la Dedicación, el Alivio y la Distracción que proporcionaba a las Muchachas en sus Partes Posteriores, en las Anteriores y en cualquiera de esas Partes que tan Cruelmente las hace sufrir”. Obviamente Evangelina Musset tiene como modelo a Natalie Clifford Barney. Un idéntico tono de euforia corporativa despertó la fiesta de reedición de El almanaque de las mujeres hecha por la editorial Egales de Barcelona en la que Pati Limona leyó un texto escrito parte en catalán, parte en español y en el que, en honor al público, debía atender a una introducción democrática: “Constituye un requerimiento de educación y buenas maneras (que sería imperdonable no satisfacer) empezar ésta y cualquier intervención saludando debidamente al público asistente. ‘Señoras. Señores’ (pero ¿es éste el apóstrofe adecuado?) ‘Damas. Caballeros’ –y la lectura de El almanaque... empieza a interferir peligrosamente–: ‘Damas. Caballeros. Damas y caballeros (a la vez). Damas caballerosas. Caballeros adamados. Señoras señores. Señores señoras. Ambiguos y ambiguas todos. Lesbianas (algunas). Inconfesas (algunas más). Heterosexuales reincidentes e inamovibles (todavía bastantes). Curiosos y curiosas que no perdáis este don. Militantes. Imaginantes. Sintientes, sentidas y consentidas. Buenas tardes y gracias por venir’.”
Como todas las grandes soberanas del amor, Natalie Barney fue burlada hacia el final de su vida por una criatura vulgar. Se llamaba Gisèle , tenía 58 años, marido, hija, nietos y era lo suficientemente astuta como para que Romaine Brook abandonara a una amazona casi centenaria a la que le había tolerado todo. Para colmo, Natalie había sido desalojada del pabellón de la calle Jacob y vivía en el hotel Meurice. Murió el 2 de febrero de 1972, a los noventa y seis años, no sin quejarse porque su nueva querida se retrasaba en el teatro.
En Mujeres de la rive gauche, París 1900, 1940, Shari Benstock consigna insidiosamente que Djuna Barnes y Alice B. Toklas vivieron hasta los noventa años y que Winifred Ellerman, Margarete Anderson y Janet Flanner casi lo lograron. Deslizar cualquier conclusión que asocie estrechamente lesbianismo y longevidad sería pecar de parcialidad política e inconsistencia científica pero no más que lanzar, como se hacía por los años de la llamada Safo de Washington, anatemas a la bicicleta, la máquina de coser y las horquillas de pelo por considerarlas peligrosos gadgets masturbatorios.
Decididamente Natalie Barney murió mejor literariamente, es decir como Evangelina Musset, llorada por un grupo de mujeres que se agolpaban en funeral y a las que les humeaba el interior de las polleras: “Y, cuando se acercaron a recoger las cenizas, descubrieron que todo se había quemado menos La Lengua: llameaba negándose a ser polvo y retozaba sobre el montoncito que había sido Ella”.
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