Viernes, 12 de junio de 2009 | Hoy
ES MI MUNDO
La existencia –y los relatos sobre ella– de un pacífico pabellón exclusivo para gays y travestis en una cárcel de Mendoza generó una discusión global sobre la efectividad de este tipo de medidas de discriminación positiva; aun cuando en España, por ejemplo, sólo se las vea como discriminatorias. Claro que, desde América latina, el debate se cierra sobre la urgencia de la situación carcelaria que no puede esperar por las medidas ideales.
Por Alejandro Modarelli
Como un hogar digno. Así define el cronista de un diario mendocino la vida de encierro de quince gays y travestis en el pabellón 14A del penal provincial Boulogne Sur Mer –conocido como Casa de Piedra, una de las más violentas del país–, cuya fama ha estado recorriendo el mundo y de- satado indignadas reacciones de activistas Glttbi españoles, que no quieren saber nada de un proyecto parecido en sus prisiones, por más bienaventurado que se presente.
Baldosas brillantes, malvones, calidez, y ropa bien doblada. “Los vasos y los platos tienen su lugar, la verdura el suyo.” El cronista está fascinado por esa prueba de buen vivir ahí donde no se lo esperaba. Esos destellos de un bello mundo, de “un hogar más confortable que el propio”, se asemejan en algo al clima mimoso que creaba el famoso Molina, de Manuel Puig, para cortejar a su compañero chongo de celda. Un beso de mujer araña conquista al visitante, que se va contento de ver restituida la gracia en aquellos raritos penitentes, cuya condición humana había quedado suspendida en la leonera, cuando se convirtieron en paquetes de prisión, según la jerga de los guardias. O en autos, como los llaman los presos machos en plan de caza sexual, vaya a saberse por qué. Quien se nombra en el artículo del diario como la madre de todos e inspiradora de aquel pabellón dorado, la travesti Andrea, busca que sus pichones sean mejores personas una vez que salgan a lo que se supone es la común libertad. Ella se presenta como un ejemplo de encauzamiento; ha sabido hacer del encierro el escenario de una libertad superior, mediante toda una técnica de estilización espiritual que la llevará algún día a mirar como ajena la vieja esquina prostibularia, y quien dice también su propio universo de deseo. Su alma ha sido develada y corregida por sí misma; ahora deberá sostenerse allá afuera, cuando le toque salir. Mire usted si en esa rara cárcel no parecen ya cumplidos los objetivos fundacionales de la prisión moderna. La existencia de un pabellón exclusivo de gays y travestis lleva en su naturaleza el peso obsceno de una contradicción: sería tanto un refugio de los presos homosexuales como un depósito de la sinergia homosexual.
Es fácil pensar entonces en aquel texto célebre de Pier Paolo Pasolini, La cárcel y la fraternidad del amor homosexual, escrito en un momento en que se discutía en Italia la autorización de las visitas íntimas conyugales. Pasolini entreveía en ese debate, antes que un proyecto para aliviar la vida afectiva de los presos, el miedo al devenir homosexual: “Quien haya expresado –aunque sólo haya sido en situación de emergencia– su propia homosexualidad (...) habrá enriquecido su propio conocimiento de las personas de su mismo sexo, cuya relación con las mismas no puede dejar de ser fatal y, naturalmente, más que de carácter homoerótico, tanto en el odio como en la confraternidad”. Como en ese permiso sexual en la cárcel italiana, quien dice que en las luminosas razones de protección aducidas por el Servicio Penitenciario, al disponer de módulos especiales destinados a gays y travestis, no subyazga como su doble nocturno el terror a la diseminación de la homosexualidad. Una argumentación pasoliniana, claro está.
La notoriedad del pabellón 14A del Penal de Boulogne Sur Mer, y de otro equivalente en el Sao Joachim de Bicas, de Minas Gerais, forzó un debate global acerca de esas divisiones carcelarias que, por ejemplo, suenan a irritantes, aun si funcionan como resguardo contra la violencia y el maltrato por orientación sexual o identidad de género. Aun si funcionan como espacios amables, tolerantes. El presidente de la Fundación Triángulo, de Madrid, Miguel Angel Sánchez, habla en una entrevista de estigmatización o de gueto: “Hay que poner todos los medios para que no existan violaciones ni agresiones en las cárceles, sin discriminar entre héteros y gays. Prefiero el modelo español, con módulos para presos con buen comportamiento. Son pabellones más tranquilos y seguros, pero sin distinción de sexo, raza o religión”. Aclara que “hay matices”, pues las trans debieran ser enviadas a cárceles de mujeres.
Pero, desde este lado del Atlántico, las mejores opciones ideológicas no pueden contraponerse a la lógica del superviviente. Si hay que defender las grandes ideas, primero resultará indispensable salvarles el pellejo a aquellos en quienes después debieran encarnarse. Las cárceles en este Sur, donde los efectos de la superpoblación se corrigen además según el índice de machismo –el que la tiene más larga consigue más espacio–, no son sitios cómodos para dirimir o prevenir comportamientos.
Lo supo bien Celeste, una travesti que se conectó no hace mucho con el Area Jurídica de la CHA. Confinada al principio en el pabellón de homosexuales del Penal de Marcos Paz, su condición de portadora de VIH no parecía razón suficiente para que la institución reparase en las urgencias de su salud. De ahí sus reclamos de mejores condiciones de alojamiento, cada vez más clamorosos, que se asemejaban, en fin, a una forma de militancia solitaria. Esa molestia para los penitenciarios, y a veces también, parece, para sus compañeros y compañeras de celda –vaya uno a saber hasta qué punto el castigo que se le infería a la revoltosa se extendía a los demás–, tuvo su solución final: Celeste fue trasladada a una celda de presos comunes, en donde su violación permanente operaba como disciplina institucional inconfesable, suplemento sombrío de la ley pública escrita, a la vez que como descarga nerviosa y fisiológica de los duros. Así, en los avatares de esa violación tumultuaria, se defendía un determinado código de conducta general basado justamente en la suspensión de la ley pública, que parecía ahí insuficiente para mantener el orden de las cosas. La consiguiente lección es que toda exigencia ante los guardias debe ser siempre canalizada a través de caciques heterosexuales; es decir, de aquellos que en un punto, en un envés, sean considerados sus pares. Y no será una marica ni una trava quien se les plante.
Sin embargo, una orden ministerial apuró a los penitenciarios a retomar el camino jurídico. Celeste fue trasladada finalmente a una cárcel pampeana, donde se le ofrece hoy una vida un poco más fácil y la mano del verdugo toma la apariencia de un profesorcito que la reprende: “Así, con esos pantalones ajustados, no podés venir a la escuela. Distraés a tus compañeros”. La escuela, lugar de sosiego, recuerdo del afuera, resulta a menudo el comodín diario del que se busca privar a los presos más vulnerables una vez que se revelan demasiado independientes. El bioeticista Leonardo Belderrain, capellán de la Unidad 32 del Penal de Santa Elena, escribe en Redes Cristianas respecto del pabellón de travestis, homosexuales y violadores, que “el sentimiento común de estos internos es que allí no llegan ‘los beneficios’, que nadie los mira con buenos ojos, que injustamente fueron apartados de la escuela. De no revertirse el statu quo escolar, se complica el intento de rectificar la conciencia de indignidad de estos internos. Sobre todo en cárceles como las nuestras, momentáneamente desmanteladas para el trabajo”. Más adelante reprocha la falta de provisión de medicamentos y de una buena dieta alimentaria a aquellos que, con el VIH a cuestas, viven en una “agónica vigilia”, y menciona que el jefe de la Unidad culpa de esa desidia a los infectólogos penitenciarios, “que no hacen nada”.
En las prisiones, como en ninguna otra parte, ley del Estado y producción de delito se vuelven siameses. Aquello que se anuncia como rehabilitación de una personalidad amenazadora para la sociedad busca, no obstante, confirmarla ahí todo el tiempo. Respecto de las travestis, concluye Belderrain que “arrojadas a la arena del circo carcelario para que se las coja un violador, no se hace otra cosa que restaurar la máquina aristotélica de generar lo mismo. En ese sentido, el abusador es un gendarme de la homogeneización, que quiere restaurar el género con la abolición de la diferencia”. Belderrain, rara avis de una Iglesia Católica que –como se dice del peronismo– inventa su propia oposición.
Aquellos activistas Glttbi españoles que rechazan la existencia de módulos especiales para gays y travestis no dejan sin embargo de decir la verdad, en el sentido de que los verdaderos motivos institucionales son la discriminación y el estigma, que subyacen al privilegio de un lugar más confortable. Ni qué decir cuando todavía se debate el derecho de los internos de esos módulos a las visitas íntimas. Pero la verdad, bajo el asalto de la realidad, se experimenta siempre como una ficción. Walkiria La Roche, referente Glttbi de Minas Gerais, defiende de sus críticos españoles la creación del pabellón de Sao Joachim de Bicas, porque “las principales víctimas de los presos son los homosexuales, los más expuestos al contagio de las enfermedades de transmisión sexual”, y, enfermos ya, a la inacción o al desprecio del Servicio Penitenciario. Una realidad latinoamericana, la que pinta La Roche, que encuentra con esto alivios posibles y probados, aunque la verdad quede con eso momentáneamente herida. Qué vamos a hacerle.
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