Vie 14.08.2009
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Las puertas y las olas

› Por Marian Pessah

Hace unos días recibí un correo electrónico. Sin firma. Una mujer —que a partir de ahora llamaré Marcela— me “pedía ayuda desesperada”. Le gustan las mujeres, pero no se atreve a asumirse lesbiana; de hecho, esta palabra ni siquiera asoma en todo el e-mail. Me pregunto qué es lo que hace que en determinado momento nos animemos a abandonar las jaulas sociales, quebremos los barrotes del miedo, desafiemos las amenazas de “no saber lo que nos pueda pasar” para libertarnos y hasta, en algunos casos, nos hagamos activistas y nos tatuemos hasta los brazos. Hace un rato, mientras hacía mi caminata en el parque, entre vuelta y vuelta veía a dos chicas que no llegarían a los 18 años. Se besaban, reían y conversaban sin preocupación de ser vistas. ¡Qué lindo! Yo sentía complicidad al verlas.

Marcela cree identificarse conmigo, con la que hoy habla, la que escribe. Lo que ella desconoce es que yo también me tragaba las palabras y fui durante años la rara, la misteriosa, la asexuada. Hasta que llegó un momento en el que no aguanté más y fui un volcán en erupción. Así comencé mi activismo: fue el canal que encontré para empezar a sacar tantas palabras, conocer otras mujeres y lesbianas con las que podía identificarme. Al ir escuchándome, pude darle existencia a mis sentimientos, ellos iban saliendo a la luz y se iban revelando ante mis ojos.

Me quedé sorprendida el día que vi la expresión del rostro de mi hermana, cuando luego de una confesión, muy tímida y en voz bajita, le contaba que me gustaban las mujeres. Ella me miró con su mejor pregunta y me dijo: “¿Y? ¿Cuál es el problema?”.

En Brasil, desde hace unos años, el 29 de agosto es el día nacional de la visibilidad lesbiana. Ojalá esta fecha animara a todas las Marcelas.

Algunas hemos descubierto que el mayor cautiverio es el propio, y no estoy negando que haya familias que lo toman a mal, a mi madre no le fue fácil, pero vivimos juntas el proceso de asumirnos, yo lesbiana; ella, madre de.

Años más tarde, una de mis tías me contaría una charla entre mi abuela —¡la bobe judía!— y mi padre. Ella le preguntaba qué cosa lo ponía tan mal, cuál era el problema, si yo era una chica feliz. Y eso era lo que importaba.

Nunca me arrepentí de haber abierto las puertas del armario; al contrario, si pudiera volver atrás, lo haría antes.

Pienso que hasta la propia mar, a veces, se cansa de sus olas. Es parte de nuestro andar. Pero siempre está el momento en que podemos descansar y hacer la plancha.

Marcela, mar, ¿vamos juntas a nadar?

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