Viernes, 21 de agosto de 2009 | Hoy
ES MI MUNDO
Anders als die Andern (Diferente de los otros, 1919) es la primera película de la historia con temática homosexual explícita y perspectiva militante. Producida apenas la Primera Guerra Mundial había terminado, constituye un documento impresionante sobre el encuentro entre una estética y una ética.
Por Daniel Link
El Dr. Magnus Hirschfeld (14/5/1868 - 14/5/1935) fundó en 1897 el Comité Científico Humanitario (Wissenschaftlich-Humanitäres Komitee) para defender los derechos de los homosexuales, promoviendo la anulación del artículo 175 del Código Civil prusiano que criminalizaba las relaciones entre personas del mismo sexo.
Como parte de esa campaña, que incluía la recolección de firmas (Hirschfeld se las ingenió para incorporar en su vasto listado de adherentes a lo más granado de la intelectualidad de la época), el médico propuso al cineasta Richard Oswald la realización de una película que mostrara en qué estado de desprotección legal vivían las personas homosexuales. Médico y cineasta (ambos militantes) idearon una ficción moralizante que se estrenó el 28 de mayo de 1919 con considerable escándalo, que luego se perdió y que fue reconstruida hace dos décadas por Stefan Drösler para el Museo del Cine de Munich (Alemania), a partir de los fragmentos que pudieron rescatarse de una copia encontrada en Ucrania, fotografías y sinopsis del guión.
Si no tuviera otros atractivos, al menos la película nos permite recuperar a Hirschfeld (representándose a sí mismo) como un simpático oso que arenga a la sociedad alemana en contra del nefasto artículo 175, y entrever apenas (sus secuencias son las más dañadas) a la genial Anita Berber, infatigable animadora de la escena contracultural expresionista de la República de Weimar, bailarina, actriz, cocainómana, cabaretera (en el sentido alemán), bisexual escandalosa, muerta de tuberculosis a los 29 años (en 1928), en fin, moderna.
El argumento de Anders als die Andern (Diferentes de los otros), la película urdida por Hirschfeld y Oswald, es de una sencillez y de una eficacia apabullantes. El conocido violinista Paul Körner (papel desempeñado por Conrad Veidt, el extraordinario actor que el mismo año de 1919 actuó en El gabinete del Dr. Caligari como Cesare, el asesino sonámbulo) recibe la admiración del joven Kurt (Fritz Schulz). Decide ponerlo bajo su tutela y darle clases particulares (que a todas luces incluyen intercambios de fluidos corporales). Cierta tarde, mientras pasean por el bosque tomados del brazo (conocida es la predilección alemana por las prácticas outdoors), son interceptados por el infame Franz Bollek (Reinhold Schünzel), una loca mala que, al mismo tiempo que les dice groserías, decide chantajear al afamado violinista.
Franz se presenta en casa de Paul y lo conmina a pagarle por su silencio. Asqueado, Körner accede al pedido del chantajista, que amenaza con denunciarlo a la Justicia como infractor al artículo 175.
Mientras tanto, los padres de Kurt se afligen por la desmedida pasión del joven por su tutor y le prohíben que vuelva a verlo. Consultado el Dr. Hirschfeld, éste comunica a los padres que su hijo no es enfermo ni depravado, sólo homosexual y, como tal, merece el mismo respeto que cualquiera.
Franz Bollek se reúne con un amigo en un dancing para locas (probablemente la secuencia más brillante de toda la película), a quien le cuenta su plan para seguir expoliando al violinista que le ha dicho que no volverá a darle un solo centavo. La loca mala aprovecha la ausencia de Paul Körner y su sirviente e ingresa en la casa para robar. El joven Kurt lo sorprende y se traban en una lucha cuerpo a cuerpo. Luego llega el dueño de casa y entre los dos echan al delincuente. Körner se ve obligado a contarle a Kurt lo que está sucediendo y éste, aterrorizado, decide abandonarlo todo y deja la ciudad.
Bollek denuncia al violinista. Se instruye el juicio. Hirschfeld testifica, ilustrando su tesis con imágenes perturbadoras de mujeres–hombres y hombres-mujeres. La Corte condena al chantajista a dos años de prisión y al violinista a una semana de reclusión.
Salido de la cárcel, Körner encuentra que le han cancelado los conciertos, las giras, las invitaciones. Recuerda su infancia en el internado, cuando los bedeles lo retaban porque se metía en la cama de los compañeros. “Siempre lo mismo, siempre”, seguramente piensa.
Desesperado, solo, abandonado incluso por su pupilo, decide suicidarse.
Se subraya el mensaje de la película: el artículo 175 sólo beneficia a los oportunistas, a los especuladores, a los delincuentes. Sostenerlo es tolerar y estimular el chantaje.
Pero la película (lo sepa o no) dice mucho más que eso. El expresionismo alemán encuentra en Anders als die Andern una historia en la que sus rasgos más característicos cuadran, podría decirse, casi naturalmente: nada más “natural” que representar la cara de quienes cultivan el amor que no osa decir su nombre con ojeras. Esas miradas hundidas, acostumbradas al mirar furtivo entre los matorrales de los bosquecitos alemanes, lo dicen todo. Ojeras: vicio, desesperación, intensidad, perfidia. Lo que sea, en todo caso, está en esas caras en las cuales los ojos se hunden en pozos de sombra, no importa que se trate del noble violinista o de la loca chantajista. Pero, además, lo que aúna, separa. Ojerosos, Körner y Bollek son los polos opuestos de una comunidad insostenible, y el desprecio que cada uno siente por el otro parece ser el mismo que cada uno siente por sí mismo. ¿Quiénes son los diferentes y quiénes los otros a los que hace referencia el título de la película? ¿En qué momento la diferencia podría dejar de ser tal para convertirse en un rasgo común de identidad? ¿En qué pliegue secreto lo otro podría alcanzar a ser lo mismo?
Dos son las escenas que, en este sentido, se contraponen: por un lado, la voz de la ciencia, representada por un Hirschfeld magnánimo que alecciona a los altos tribunales sobre los derechos universales, con prescindencia del género y de la sexualidad. Por otro lado, la voz de los cuerpos, representada por esos muchachos trajeados que bailan no se sabe qué (¿un vals ligero, una mazurca?) en el dancing que frecuenta el chantajista. ¿Pero, cómo? ¿De qué se ríen ellos? ¿Y cómo es que no tienen ojeras y se los ve felices, entregados a las circunvalaciones del baile y el abrazo de sus parejas? ¿No temen que Bollek los denuncie o les pida plata para guardar silencio?
Pareciera que ellos no tienen nada que perder, nada que ocultar, nadie a quién temerle: han optado por dejarse ver bailando, haciendo de la fiesta (de la que ni el chantajista, ni el violinista, ni su pupilo participaron nunca) el único ámbito posible para la conciliación de todos los contrarios y la disolución de todas las tensiones.
Esos jóvenes que despreocupadamente bailan llenando el cuadro pueden o no ser los mismos que se abrazaron en las trincheras de la Primera Guerra pero, en todo caso, participan del mismo espíritu para el cual cualquier instante puede ser el último.
Para ellos, que están más allá de todas las prohibiciones y todos los mandatos (así se los ve en la película), la crisis de entreguerras del universalismo (que todavía nos arrastra) representó la posibilidad de inventar espacios nuevos de frecuentación: nada que ver con la cultura burguesa, sus tribunales, su ciencia humanitaria y su arte. No hay nada que expresar sino, sencillamente, dejarse llevar por la música a otra parte.
Anders als die Andern
(Diferentes de los otros, 1919)
Blanco y negro. Muda, 50 minutos
(version reconstruida por el Filmmuseum). Producida por Richard Oswald.
Con Conrad Veidt como Paul Körner, Anita Berber como Else, y otros.
Version en DVD con letreros
en aleman y en ingles.
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