Vie 28.08.2009
soy

LUX VA > A JUJUY Y A BOLIVIA

La Puna que me apenó

Insaciable, Lux empieza a trepar por el mapa argentino y salta de Salta a Jujuy y de Jujuy hacia la hermana Bolivia. Y todo en busca de esa mano amiga que le caliente su díscolo corazón.

Harta del éxito, aburridx de una ciudad que me divierte demasiado y no me calma con nada, salí de viaje. No un viaje de ida, basta ya, ni fiesta ni bicho, ni vino, todo lo que consumo en estos lares me agranda el agujero. Por eso me acordé de Virus y largué la piña en otra dirección. Arranqué en bus hacia el norte. Salta primero, parando en el hostel de mi amigo Lucas que se llena de pendejxs hermosxs y descontroladxs en todo momento del año y que te hacen olvidar cualquier mal invierno. Fue un jueves, antes de que el fin de semana me terminara quemando las pocas neuronas que me quedan. Pasó que en el hostel de Salta no hubo pique, ni en toda la ciudad, así que estuve dos noches y un día. Al segundo me dejé llevar por esa voracidad que te da el norte de ir subiendo y subiendo más y más. Me abalancé sobre un micro que me llevó a Tilcara, de donde era uno que le decían El Diablo y que vivía agarrado a una petaca. Me acordé de él en el camino mientras promediaba un Red Label con el que trataba inútilmente de mitigar ese frío del carajo de aquel domingo. Pero al bajar entendí que ni el escocés ni quinientos guisos de quinoa podían contra esa pared de hielo que era el aire jujeño. Para colmo, en ese páramo, veía muy lejana una noche de amor (que hubiera sido el único poncho efectivo para tanto viento). No había un alma en Tilcara, es como si algo se hubiera llevado a los turistas e incluso a los locales (el clima o la crisis global o la porcina o mi suerte en el juego que me hace ser tan pero tan loser en el amor). Dos días después me tiré para Humahuaca en un micro destartalado de El Quiaqueño. En el camino un señor bastante mayor, un geronte, se me sentó al lado y me empezó a dar charla. Fui amable hasta que me preguntó: “¿Y usté trabaja o es jubiladx?” Me metí las canas que me asomaban, y que tampoco son tantas, adentro del gorro de alpaca y empecé a pensar que si hasta ese momento me sentía más parecidx a Mano Chao que a Lidia Lamaison quizás estaba erradx. De todos modos, la vida compensa y mientras caminaba por la Quebrada, cargadx de objetos recién comprados, una chica se me acercó y me preguntó: “Perdón, ¿vos sos la de Man Ray?” Está bien que había pasado varios días solx en los bares, pero no me imaginaba terminar tan parecidx a la Lizarazu. Parece que en Humahuaca se corrió la bola y cuando paré en un puesto a comprar 25 g de coca, el vendedor me preguntó: “¿Qué onda, Man Ray?”. Algo me hizo pensar que tal vez no me confundían con Hilda sino con el fotógrafo surrealista (q.e.p.d.). Esa fue mi última tarde en Argentina porque al toque me fui para Bolivia a vivir la experiencia más extrema que te puedas imaginar: Uyuni. En el pueblo contraté una excursión al salar: 3 días en camioneta por 12.000 km2 de puro blanco y aledaños: un desierto, volcanes en actividad, bocas de geiser que bullen como monstruos y unos cardones que mejor que no te pinchen. El frío uyunico cortaba la respiración y en ese pueblo no había estufas. Estaba jugadx. Buenos Aires había quedado atrás, y Salta, y Tilcara, y la vida entera. Aquella noche decidí ir a comer a un Mexican food en el que pasaban Village People a todo lo que da. Cuatro gays esgrimistas cantaban alegremente en la mesa de adelante. Yo comía mis tacos con frijoles cuando levanté la vista y, como una aparición, veo entrar al bombón que meses atrás había estado paradx al lado mío en un recital de las Kumbia Queers. Me costaba creerlo, pero si no es Dios, seguro que algo existe, me dije, la Pachamama, por ejemplo. Me acerqué, le di charla, le hice una ofrenda con maíz y aguacate, me enamoré de su sonrisa. La vida compensa, sí. Una mañana pasás por jubiladx y a la tarde sos una estrella de rock. Al otro día estás solx en el mundo y te morís de frío, pero a la noche, de pronto, algo te pasa y en un instante te quema el corazón.

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