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› Por Mariana Docampo
Volvía en Copenhague de un balneario nudista en donde había visto cómo una mujer, con total libertad y ya sin ropa, se sacó su pierna ortopédica, la puso a un costado y entró en el agua a nadar. Después salió del mar y se recostó tranquilamente a tomar sol. Volví al centro en un subte ultrasónico, sin conductor, con seis asientos reglamentarios por vagón para personas con capacidades diferentes. “Esta es, por cierto, una sociedad inclusiva”, reflexioné. Aunque podríamos hacer consideraciones sobre la escasa autocrítica de algunos nórdicos, los sistemas de control y las responsabilidades económicas y políticas que tienen los países del Primer Mundo frente a los del tercero, podríamos decir que Dinamarca se acerca mucho al sueño de libertad y de equidad social al que algunxs aspiramos en nuestras tierras. Que toda la ciudad esté preparada para la circulación de sillas de rueda o de carritos de bebés, que la gente que usa bastón o muletas pueda moverse sin quedarse empantanada en las calles o que frente al City Hall se haya celebrado alegremente y bajo el amparo del gobierno y de la respetuosa vecindad la apertura de los juegos olímpicos GLTB 2009 es una marca de lo que podríamos llamar “evolución cívica”. Por un momento, formé parte de un mundo de minorías en tranquila convivencia, mostrándonos y circulando sin límites materiales ni morales en una misma ciudad. De paseo por la orilla del mar, vi sin embargo, algo que me llamó la atención: Una anciana con rasgos vikingos se sacaba su traje de baño frente a hijos y nietos y se ponía un pantalón blanco en plena playa; más allá, y en simultáneo, una mujer musulmana que supuse joven se iba adentrando en el mar detrás de su marido, lenta y acalorada, con el rostro y el cuerpo cubiertos por un velo negro. El contraste fue grande. Mi amiga danesa hizo un gesto de preocupación, y habló de las dificultades de integración cultural de la población inmigrante. Yo pude percibir algo de esta especie unos días atrás, cuando entré en un bar de nombre turco a comer un kebab. Dos chicos muy sensuales, con shorts ajustados, entraron a comprar, abrazados, alguna cosa también. Percibí la transformación del rostro del dueño, leí la furia súbita y el esfuerzo que hacía para atenerse a las leyes del país que lo había recibido, y que le impedían insultar o echar a patadas (sentí que eso es lo que hubiera hecho de no mediar una ley que lo prohibiera) a los impúdicos jóvenes. Paradoja: esa misma noche alguien me habló de cómo en una población orgullosa, entre otras cosas, de sus logros en materia de derechos humanos como lo es la danesa, se ha comenzado a ver un creciente racismo hacia los inmigrantes de países de religión musulmana, que amenazan, el equilibrio de los pilares cívicos que la sociedad escandinava sostiene.
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