¡UFA!
› Por Mauro ï Cabral
Una o dos veces por año, todos los años, tengo la misma pesadilla. Es un día cualquiera entre el domingo y el viernes, y una hora cualquiera del día o de la noche. Muy pronto, al día siguiente, después del mediodía, después del recreo, después del saludo de pie... una prueba. Una prueba de matemáticas. La prueba.
Después de tantos años de soñar el mismo sueño comencé a rebelarme. No me rebelé contra la pesadilla, ni contra la escuela o la materia, ni siquiera contra la prueba. No. Me rebelé, más bien, contra la obligación, contra la necesidad, al parecer inapelable, de esa obligación. ¿Acaso estaba obligado a hacer esa prueba? ¿Por qué el terror y, en realidad, por qué el sometimiento al terror? Si no había estudiado, si no sabía, si no quería o no podía estar ahí, en ese lugar, ¿por qué estaba? ¿Por qué iba ese día al colegio? ¿No hubiera sido posible, por ejemplo, irme ese día a otra parte, sacarle el cuerpo al suplicio de la prueba? ¿O es que hay pruebas, en el secundario o en la vida, que demandan, compulsivamente, ser cumplidas, aprobadas o aplazadas? ¿Cómo rehusar ese cumplimiento?
Es agosto, y en lo que va del año aún no he regresado a la escuela, pero para algunas pesadillas a veces dormir ni siquiera es necesario. Luego de su triunfo apabullante en el Mundial de Atletismo de Berlín, la Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo (IAAF) le ha demandado a la corredora sudafricana Mokgadi Caster Semenya que se someta a una prueba. El objetivo es determinar, de una vez por todas, si encarna o no una versión deportivamente adecuada del sexo femenino. Una prueba que, en realidad, son varias: Semenya no sólo debe someterse al escrutinio cromosómico, genital y hormonal de su cuerpo, sino que el examen dispuesto por la IAAF incluye, además, un peritaje psicológico (no vaya a ser, supongo yo, que una mentalidad masculina la ayude a ganar la carrera de los 800 metros). Mientras tanto, la corredora británica que obtuvo el segundo lugar en la carrera dice que ella no opina porque es inglesa (y ponerse a opinar sobre el sexo de los demás no sería de buena educación). Y es que toda pesadilla tiene, si se mira bien, un instante crucial de estupidez infinita.
Cualesquiera sean los resultados de la prueba, el resultado será el mismo: la pregunta tiene trampa. Lo sabe Semenya, así como lo sabemos todos quienes, sin haber pisado jamás una pista, debemos probarle al Estado y a su ciudadanía qué sexo nos corre por las venas. Lo sabemos muy bien: sólo quienes encarnemos versiones inadecuadas de la masculinidad o la feminidad estamos obligados a rendir pruebas. Ser llamados a rendir ese examen es la prueba irrecusable de nuestra diferencia.
He leído diarios y blogs, he escuchado la radio y visto uno que otro informativo. A todo el mundo le preocupa la injusticia. Si la sudafricana es o parece o un hombre, ¿acaso no corre con ventaja respecto de las otras mujeres? ¿No será por eso que gana tanto, no será que así ganará siempre? Cada vez que alguien encarna un cuerpo que excede las posibilidades “normales” de su sexo se agita el mismo temor: tanto más... ¿no será demasiado? El rechazo de la IAAF a las piernas biónicas de otro atleta sudafricano –Oscar Pistorius– lo dice claramente: en la matemática compleja de los sexos “normales”, más es siempre menos.
Un temor similar parece agitar los sueños de muchos de nuestros hombres y mujeres de ley, los mismos que temen que una mujer con pene o un hombre capaz de dar a luz o de abortar causen un daño irreparable al Estado, a la sociedad o
a las gentes. Lo sabemos todos los “anormales”: la “normalidad” es un deporte de alto riesgo y la estupidez normativa produce, incesantemente, una infinita crueldad.
Tengo otra pesadilla. Después de rendir todas, pero todas las materias (incluyendo una que otra en marzo, por no hablar de alguna previa) vuelvo a mi casa. Tengo una libreta de calificaciones firmada y sellada que acredita, fehacientemente, que —¡por fin!— me he recibido de varón. Lo mismo que el secundario, bah. Tanta repetición de cosas inútiles. Tanta preceptora obsesionada con el uniforme. Tanta prueba para eso.
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