Viernes, 11 de septiembre de 2009 | Hoy
El Rojas ha sido desde sus comienzos un espacio de idealización, de estudio, una usina, un semillero, un laboratorio de las diferencias, una válvula de escape. Estas características, como dice su actual directora, Cecilia Vázquez, siempre se convirtieron en distintas maneras de nombrarlo. Sobreviviente entre tantos antros, espacios alternativos y catacumbas mágicas, ahora que ya tiene su cuarto (de siglo) propio también tiene quien le escriba, quien le baile, quien le haga una performance durante todo el mes de septiembre. Uno de los primeros jinetes de este apocalíptico laboratorio, Fernando Noy, le rinde su homenaje en este texto que es a su vez adelanto del libro 25 años del Rojas, que se presenta el 18 de septiembre en el C.C. Ricardo Rojas y donde participan los diversos artistas de la casa.
Por Fernando Noy
Este año, el Centro Cultural Ricardo Rojas ha llegado a su aniversario número veinticinco que, sintetizado en su cifra cabalística, nos remite nada menos que al número 7, representante de la creatividad en su máxima potencia. Al mismo tiempo, pétalo de un trébol centenario de cuatro hojas arrancado como semilla en el colmenar de las musas que habitan para siempre el lugar.
Levanto la copa metafórica para brindar junto a cada uno de los que conformamos la estructura del cada vez más pujante establecimiento dentro del cual, frente a la complejidad del universo indiferente, logramos vivenciar un sinfín de experiencias, además de la siempre renovada programación mensual.
Claro poder que nos suma y enlaza haciendo reales diversas expectativas que de ese modo recomponen el vitral de nuestra cultura actual, fusionando cada artista con su espectador y viceversa.
El Rojas explota en los ‘80 con una diversidad tal que aúna bajo el mismo techo al Claun y a todo su Club con la mamá de una amiga que a los sesenta años está haciendo su curso de computación, con la espectacular llegada del poeta trasandino Pedro Lemebel, la aparición del siempre incandescente Alejandro Urdapilleta, la dandy princesa de Humberto Tortonese, Adelia Prado cruzando la frontera de Brasil, con Rosa, la morocha de la entrada que sabe el nombre de todos los profesores que están dando su curso en ese momento y dónde o en qué baño se puede encontrar a quién.
El Rojas, por su nombre de peligro, también nos permite el increíble milagro de equivocarnos, de a veces no dar en el blanco con una propuesta y no por ello perder las “ganas de ganar”, como diría Humberto Costantini: “Si me viste lo niño, la cara de ganar, el paso Pitman”. Todo lo contrario a lo académico o al Malba, quiero decir que el Rojas permite la fisura, la grieta en la que yo me incluyo como una opción que Batato pregonaba al decirse solo del margen y abajo, con lo verdaderamente popular.
Además de hogar, el Rojas es un cabaret donde no es necesario hacer otro strip-tease que no sea el de vestir el alma paradójicamente con la luz de una estrella encarnada en lo humano. No exagero, pero si lo hiciera, también esta desmesura me será aceptada. Realizábamos con Alejandra Castello la foto que aparece en la tapa de este número de Soy en la sala Batato Barea cuando, como nunca, vi un vacío tan repleto, la presencia de la ausencia taoísta hecha la más inmediata realidad. La muerte fusionada con la vida que reinventa sus creadores en un enjambre por suerte capaz de ser la resistencia desde ayer para siempre. Ajeno a la política oficial y con autonomía de vuelo.
Y eso hicimos y seguiremos haciendo: 25 años no es nada, mentira; 25 años son 25 quilates pisados, posados sobre el final de la utopía que otras instituciones manejan con el sigilo gangsteril y, obvio, de una cultura adulterada; un teatro que mata al teatro, una poética que mata a su poesía. Aquí en el Rojas nadie te va a obligar a quedarte; en cambio, en los grandes estrenos y las grandes galas casi siempre me desangro hasta el final. Espejos enfrentados que aquí no verás, salvo en los ojos encandilados de alumnos y profesores que practican la sabiduría de mi maestra sureña: enseñando se aprende y viceversa.
Si me pidieran tres recuerdos puntuales de experiencias anecdóticas vividas en el Rojas, no podría dejar de recordar el instante en que la inconmensurable poeta Marosa Di Giorgio, descalza en sus camarines, enchastraba intencionalmente con rojo esmalte las uñas de sus pies y manos simbolizando sangre, para luego recitar caminando poseída por sus propios poemas sobre una alfombra de gladiolos y claveles tendida sobre el escenario que parecía en llamas.
Con Batato Barea las anécdotas son interminables, casi todas incluidas en su biografía coral Te lo juro por Batato, que mágicamente logramos editar con diseño de Seedy G. Paz gracias a la inicial sugerencia de Coco Romero, Esteban Carestia, Pablo Alessandrini, además de los integrantes del equipo técnico, imposible aquí de enumerar.
Durante el ciclo Lengua Sucia, mientras con Batato difundíamos algunos textos y poemas selectos, de pronto se apagó la luz y quedamos a oscuras. De memoria, Batato bajó corriendo en las sombras hasta el camarín y reapareció de inmediato con los restos de una torta de cumpleaños de la que usamos sus velas para iluminarnos y justo al final, como si todo hubiera sido preparado, antes de los aplausos reapareció la energía eléctrica. Tampoco podría olvidar el rostro emocionado de la gran poeta brasileña Adelia Prado, conmocionada ante la lectura de un poema suyo por el actor Alejandro Urdapilleta, que la había conmovido como una revelación sublime.
Tiempos del inolvidable genial trío de Mujeres Descontroladas que también integraba nada menos que Humberto Tortonese, llevando juntos la expresión teatral “de los despojos a la más sublime expresividad”, según palabras siempre presentes del recordado actor Alberto Segado, al referirse a la última puesta La Carancha. Una dama sin límites, que hicieran junto a Batato.
Rojas, tu anagrama se escribe con R de Recuerdo, O de Orgullo, J de Jugar, A de Artista y S de Siemprevivo.
Si por el tiempo he quedado como una de las pioneras del Rojas, sería injusto no mencionar a una constelación de creadores a los que tuve la alegría de acompañar. En la enorme cantidad de nombres que armarían otra guía telefónica, no puedo dejar de mencionar y prefiero cometer el error que recrimino no olvidarme de la sabia nariz de batuta batatoesca con la que Cristina Marti recrudece en sus Clauns no perecederos la galería que, curada por Jorge Gumier Maier, sigue mostrando nuevos creadores. Nunca me olvidaré que posé desnudo para la genial Marcia Schwarz aquí mismo. El ciclo Molotov, del que ni me acordaba, que tuve la dicha de inaugurar con el grupo Tetrabrick en el ‘85, y que ahora recuerdo porque lo leo en los medios. Además, ciertos rasgos que implican la cabida a la explícita diversidad, como el lanzamiento de la revista El Teje, hecha para y por travestis, dirigida por Marlene Wayar, revista en la que colaboran nada menos que Naty Menstrual, Malva, la inconfundible odalisca Klaudia con K. El Rojas es en sí mismo un espectáculo no convencional, con olor a Tino Tinto, Divina Gloria, Peter Punk, el soberbio Mosquito Sancinetto con sus matchs de improvisación, María José Goldin, que sigue con su Pata de Ganso, la revista del Rojas, que esperamos como el boletín del hipódromo con su fija. Todos ellos, junto con su actual directora, Cecilia Vázquez, siguen demostrando que la palabra institución cuando rima con pasión al fin de cuentas es la misma cosa, invalorable rosa que en su espina nos despierta en un sueño hecho real. Barco volátil que de proa a popa, de babor a estribor, continúa en fiesta permanente bajo una misma luna de neón, papel picado y, por qué no, el más rico vino patero con uvas multicolores servido boca a boca. La anarquía encuentra aquí su reinado. Y no es contradictorio, porque la aristocracia del espíritu sabe ser también su propio esclavo irredento y autoconvocado, propio rehén, algo que conocen en el equipo de esta isla o patria aparte donde anclamos, por suerte, irremediablemente.
Cover girl: Fernando Noy, la oveja rosa del Rojas. Foto: Alejandra Castello
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