Viernes, 12 de noviembre de 2010 | Hoy
Por Marta Dillon
Pueden haber sido las plataformas sobre las que me monté o el cóctel de calor y humo y cerveza caliente sobre el asfalto de la Avenida de Mayo el sustrato de cierta sensación de riesgo con la que atravesé la última Marcha del Orgullo. Riesgo divorciado de cualquier temor, riesgo como una cosquilla que recorre el cuerpo y lo despierta y lo eriza. Algo podía pasar. Y a ese algo me entregué como si me zambullera al mar desde un risco sin ninguna habilidad para el gran salto, salvo la seguridad de saber que no era la única. Que las olas que podían revolcarme eran una marea de gente indisciplinada dispuesta a poner el grito en el cielo y el cuerpo bien en la tierra, ahí donde pueda ser visto, deseado, soñado más tarde por otros o por otras. Como en casi ninguna otra manifestación, en ésta los cuerpos importan y no sólo para el cálculo que los multiplica según el metro cuadrado que ocupan. Los cuerpos, las identidades, las personas, importamos de una en una. La que vino por primera vez, el que vistió sus mejores galas, las que sacudieron las tetas al aire, quienes cargaron sus niños y niñas sobre los hombros, quienes tenían una bandera bajo la que cobijarse y quienes intentaron desesperadamente encontrarse con quienes habían marcado citas imposibles sobre una geografía mutante bajo la multiplicidad de expresiones individuales y colectivas. Cada quien importa por sí mismo durante la Marcha del Orgullo —y el resto del tiempo, claro— porque es el momento en que poner en acto lo que somos, lo que hacemos, como queremos ser percibidos o percibidas; reconocidos y amadas o viceversa y viceversa es la primera y más potente reivindicación. Orgullosa reivindicación. Desde ahí, de esa manera particular y colectiva de ser y estar en el mundo podrán hacerse otros reclamos: legales, coyunturales, de memoria y de acción concreta. Pero primero está la multitud, su deseo desencorsetado, la propia historia desplegada en un texto que se escribe con la intervención, la presencia de cada cual tomando la calle, transformando la calle, reescribiendo la calle.
Hubo mucha gente este año. Fuimos muchos y muchas este año. Tantos y tantas que esa sensación de riesgo hacía agua la boca. Era fácil perderse y, no de casualidad, también era fácil encontrarse. La multitud desbordó a la organización que con su persistencia viene habilitando la calle desde hace años. Esa persistencia que ordena los reclamos y los hace visibles, que invita a la toma de conciencia en torno a derechos que de ninguna manera son individuales y que al enunciarlos también permiten la ilusión de formar parte, de ser un colectivo, incluso una comunidad aún nomenclada en esa sigla (LGBT o Glttbi o...) que no alcanza para nombrar todas las experiencias porque éstas siempre se están desplegando, insubordinando, mutando. De ahí la potencia que tiene ese estar en la calle, ahí el riesgo de entregarse a lo conocido y lo desconocido, lo inteligible e ininteligible; todos y todas en zona franca donde pedir y dar besos puede ser una aventura interminable, aun cuando muchos de esos besos sean negados o restringidos al cautiverio de las parejas. “Hubo marchas en las que nadie te besaba”, decía una chica con el pecho descubierto mientras andaba de boca en boca, feliz con la baja performance del rechazo. Ese goce efímero y tan a contramano de lo que prescribe el tan ansiado matrimonio por el que tanto se peleó este año fue uno de esos desbordes festivos. Algo estaba tachado en la lista de pendientes, ya no había necesidad de demostrar ni “naturalizar” una parte de las experiencias que se ponen en acto en cada marcha. Hora de ir por más, como decía la consigna. Por el reconocimiento legal y social de la identidad de género más allá o más acá del sexo asignado al nacer, por la libertad y la seguridad con cada una y cada uno tendríamos que poder expresar esa identidad de género sin que en ello se vaya la vida o la integridad del cuerpo. Esa autonomía que reclaman las personas trans tan ligada al histórico reclamo por el aborto legal y seguro: cada una y cada uno deciden sobre sí, el Estado debería acompañar y proteger esas decisiones.
Esas consignas se fueron escribiendo de distinto modo en la calle y en las plazas que se ocuparon el sábado, como estuvo también el reclamo por la visibilidad lesbiana que sólo con los ojos cerrados se podía ignorar. Porque si en la Plaza de Mayo se juntaron cuatro toneladas de torta para desempañar la mirada de quienes no quieren ver, en todo el trayecto hubo tortas, tortilleras y harina suficiente para tildar también ese ítem histórico. Como estuvieron también los niños y las niñas, las familias que se formaron antes de la ley de matrimonio y que todavía no son reconocidas cabalmente y las que se siguen formando ahora y no quieren casarse, pero sí ser reconocidas como tales.
Hubo otros reconocimientos formales, es cierto. A legisladores, legisladoras, funcionarios públicos —“¿Boudou no tiene otro circuito de levante que tiene que instalarse en el escenario?”, apuntó alguien por ahí—, periodistas, activistas, personas de la cultura y las artes. Debajo del escenario, que esta vez estaba sobre y no frente al Congreso de la Nación, la marea humana se desmadraba llevada por reconocimientos más palpables y tan necesarios.
Si la marcha es poner el cuerpo y la experiencia en la calle, el desafío es verse en los ojos de otros y otras, forzar la propia mirada, tensar la escucha; así todo lo aprendido es capaz de estallar. Y en ese fuego —ese riesgo— es un placer consumirse, es necesario consumirse.
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