› Por Diego Trerotola
Durante los últimos quince años, cuando iba a una Marcha del Orgullo o a cualquier acto glbt (sea presentación de un libro o evento activista) veía siempre a las mismas personas que, nos saludáramos o no, igual nos reconocíamos, casi cómplices. Es verdad que en los últimos años aumentó el caudal de gente en la marcha, se sumaron generaciones más jóvenes, pero uno identificaba, más o menos, un mismo núcleo predominante que seguía inmutable. En la última marcha esa sensación se diluyó, pareció que terminó la Era de ser las mismas, ahora somos distintas. El cambio se sintió, no porque los de siempre no estuviésemos, sino porque ya no somos iguales, a pesar de la igualdad que tratamos de alcanzar, porque nuestra voluntad es otra, porque el tiempo (nuestro) nos permitió cambiar un poco, tanto como para estar más amorosos. Y eso era lo que pasaba, lo que pasó el sábado pasado: no sólo éramos más, sino también éramos más distintos, y esa mezcla de cantidad y diferencia sumó otro color al banderín del arcoiris. Sí, la marcha tuvo más color, más alegría, porque ahora podíamos tener la certeza de que no sólo gran parte de la sociedad reconocía nuestro amor, sino que también lo compartía. Parecía que una de las utopías de la marcha se hacía realidad: desaparecían los dos bandos, los que éramos y los que no, los que marchábamos y los que miraban. Por primera vez, la Marcha del Orgullo no sólo tomó las calles sino también las veredas, no por espíritu invasivo sino expansivo (ya se sabe, el corazón diverso siempre es grande).
Digo más, no sólo tomamos las veredas, también las casas estaban tomadas por la diversidad: desde los balcones, donde antes se atrincheraban lxs vecinxs con mirada azorada, ahora nos recibían con papelitos, como si fuésemos su cuadro favorito, el campeón victorioso a celebrar. En un segundo, el canto de la marcha coreado en veredas y ventanas, como una sincronía de todxs, donde se cristalizó la esperada comunión plenaria, hizo que mis lágrimas llegaran al piso antes que los papelitos. No fui el único, muchas personas me hablaron de sus llantos, de shocks de emoción, de temblar de amor hasta los huesos. La sensación de libertad personal en las marchas es un sentimiento único, pero esta vez, más que nunca, se le sumó la emoción colectiva para crear una experiencia que nos da una nueva perspectiva. La emoción no opacó el reclamo al Gobierno y a cada legislador/a por la necesidad de una Ley de identidad de género, que se repitió hasta volverlo lema indispensable para seguir luchando, y la campaña por un aborto legal, libre y gratuito estuvo en primer plano. No voy a volver a describir los abucheos, que casi siguen siendo los mismos año tras año, ni hacer una descripción de quienes se sumaron este año, porque ya lo hicieron las crónicas periodísticas. Pero esta vez también se cumplió un deseo, el que la política se articulara más con nuestro deseo (nuestros sexos y cuerpos son políticos, sosteníamos antes y ahora no somos lxs únicxs). Porque pudimos por primera vez reconocer con nombres y apellidos a distintos políticos que apoyaron el Matrimonio Igualitario. Y reconocimos, también por primera vez, no a una sino a dos presidentes, cuando antes siempre fueron blanco de abucheos furiosos. Antes, ningún político, funcionarix, ministrx se atrevía a subirse al escenario, ni siquiera a responder favorablemente a encuestas a favor de la diversidad sexual. El sábado pasado, muchxs subieron al escenario, y eso demostró que el escenario político es otro, que el movimiento gltb puedo transformar a muchxs personalidades de la política que, esperemos también sean, como nos sucede a nosotrxs, distintxs de ahora en más.
En el 2002, en medio de la desazón suprema post crisis, tiempos de Duhalde y los crímenes de Kosteki y Santillán como corolario de la peor saga de injusticia social de la última década, los que organizamos la Marcha del Orgullo decidimos por primera vez mirar atrás con nuestro lema, irnos a los ’70 libertarios del Frente de Liberación Homosexual (FLH) y hacer nuestra su consigna de entonces, para gritar de nuevo: “Amar y vivir libremente en un país liberado”. Perlongher vibraba con nosotrxs aquel año, creíamos en la posibilidad de una militancia, que ahora llamábamos activismo, para empujar un cambio. Y creíamos que estábamos casi solxs, o que las organizaciones que nos acompañaban eran siempre las mismas. Pero al año siguiente apareció lo distinto. Asumió Néstor Kirchner, y los discursos se cruzaron: él fue el primer presidente que apoyó con actos de gobierno la diversidad sexual, que tanto tiempo reclamamos. Y a partir de 2007, Cristina Fernández de Kirchner profundizó esos planteos hasta lograr transformaciones profundas y una emoción de la que nadie que fue testigo pudo abstraerse, incluso los que desconfiamos del matrimonio como institución, los que estamos orgullosos de la ley porque ahora por fin también podemos no casarnos. Es que ahora también somos distintxs, podemos disentir, pero tenemos la valentía y el compromiso de aplaudir a quien se lo merece, a quien enfrentó a la Iglesia vaticana, a quien se puso el vestido rosa para promulgar una ley igualitaria en la Casa Rosada. Y fue ese color hecho cuerpo y compromiso, que creíamos sólo nuestro, pero que aquellas noches supimos (la de la promulgación de la ley pero también la noche de la última marcha mientras volvíamos a ver amplificado en la pantalla de video ese mismo vestido presidencial) que ya pertenece a muchas y muchos más. Por una vez, por muchas noches, ya no será más de lo mismo.
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