› Por Javier Gasparri
Como no tengo la menor duda acerca de que Perlongher, hoy, sigue estando entre nosotrxs, sigue vivo, vigente y actual, hace tiempo que vengo preguntándome sobre el modo o la forma en que su fantasma sigue haciéndose presente. O, en su defecto, por las palabras que nos posibilitarían hablar de esa presencia.
De cualquier manera, conviene no mitificarlo, no idealizarlo, no endiosarlo: está claro, Perlongher no es todo para todxs. Es muy probable que su literatura no esté presente en algún poema pretendidamente neobarroco, ni en un relato que festeje a un puto, ni en un ensayo sobre mariconería: eso –precisamente porque él mismo ya lo hizo de manera magistral, inaudita e irrepetible– sería mero epigonalismo. Y es casi seguro que tampoco está Perlongher cuando sus actos disidentes se espectacularizan miméticamente: creo que así, en lugar de continuar –de hacer vivir– la potencia de su gesto, se lo congela o se lo lava, deja de afectar: de ese modo sí, muere un poco.
No creo que los términos más convenientes sean “herencia” o “legado”, ya que están demasiado pegados a lo que un cadáver deja a la posteridad. Y acá “no hay cadáveres”: quiero decir, no hay una disputa material. Como una tía pobre cuyos relatos en la infancia nos hacían soñar el mañana, lo que Perlongher nos dio es el rumor o el tono de su voz a lo largo de cientos de páginas, y la energía necesaria para apropiarnos del gesto que las sostienen. Por eso Perlongher vive en quien se deje seducir por su voz, continuando así su futuro, es decir, multiplicándola, transfigurándola, corrigiéndola. Y entiéndase que, lejos del cliché melancólico en torno de la continuidad de la vida, estoy pensando en una voz que sigue haciéndose presente en la literatura, el activismo lgtbi, las ciencias sociales y también la filosofía de orientación más o menos postestructuralista y queer. Y esto en la Argentina, pero también en Brasil y en América latina. De allí que Perlongher (su vida, su literatura, su figura o, lo que es lo mismo, su obra) no forme parte, hoy, de ningún museo, ni de ninguna colección, sino que constituya una experiencia aún abierta a la exploración y al riesgo, es decir, al futuro.
Se me escapó arriba “apropiarnos” y creo que ésa puede ser una palabra más justa, aunque por supuesto hay que deslindarla de la mera “propiedad” (a menos que se refiera a una propiedad a la manera de ciertxs enamoradxs celosxs: “mi” Perlongher). Se trata, más bien, de pensar los modos en que está in-corporado en cada unx de nosotrxs, las formas en que su voz se siente en (y hace) la nuestra. E incluso más aún si esas apropiaciones no son deliberadas sino casuales, u ocurren de los modos más inesperados.
Las apariciones de Perlongher, entonces, proliferan en una discontinua constelación: por supuesto, en la literatura, donde además de las apropiaciones más explícitas (las obras de Roberto Echavarren o Pedro Lemebel, las discusiones sobre el neobarroco), también se hacen visibles –de diversas formas– en ciertas zonas literarias ya señaladas por Tamara Kamenszain y por Cecilia Palmeiro en sus respectivos trabajos recientes.
Pero, también, Perlongher vive en ciertos estilos de intervención: pienso en la grafomanía embarrocada y deslumbrante de Daniel Link, en la lucidez insumisa de Mauro Cabral o de valeria flores, en el artivismo (y “que otrxs sean lo normal”) de Susy Shock, por poner sólo algunos nombres, claro está heterogéneos, pero que justamente en esa discontinuidad señalan las astillas múltiples del calidoscopio Perlongher, y lo que es más importante, en muchos casos tal vez sin huellas evidentes, sin reconocerse allí, pero justamente ahí está la gracia, la prueba de su fuerza presente continua: esto es, cómo su aliento y su energía –en una de sus posibilidades– transitan y migran más acá de lo explícito de las filiaciones.
Asimismo, si pensamos en su producción teórica, sería preciso señalar no sólo la influencia (importantísima) que ha tenido en la antropología brasileña (puntualmente en la etnografía urbana) sino sobre todo el saber que de ella se desprende (que no es otro que el que se lee en el flujo de toda su obra); antes que reificar las experiencias sexuales, como islas identitarias, de lo que se trata es de “hacer saltar a la sexualidad ahí donde está”: ésta es la utopía anárquica que Perlongher nos invita a continuar, puesto que, para alcanzar ese espacio abierto con el que se sueña, es el sistema sexogenérico completo el que tiene que corroerse y reinventarse. Que lo haya planteado con la inocencia liberacionista de los ’70 –incluso a comienzos de los ’80– no nos exime, con el agua que pasó bajo el puente, de sentirnos llamadxs a continuar el sueño.
Por eso, en este punto conviene precisar que no hay, está claro, algo así como literatura gay sino experiencias literarias que corroen y descomponen los límites de la heteronormatividad mediante diversos modos de la disidencia sexogenérica.
Y así, también, es que Perlongher vive no sólo en el activismo lgtbi, al ampliar los límites de la visibilidad y los derechos, o al denunciar las diver-fobias, sino también en las formas de vida que nos damos al disentir con cualquier proposición identitaria (sexual, nacional, lingüística, intelectual), con la ley, con la norma/lidad. Una política vital por la cual Perlongher está presente, además de en el poema o en la literatura, en la calle: en la voz de putos, tortas, trans...
Las actividades de este “mes Perlongher” confirman su cercanía, que Perlongher es nuestro contemporáneo, un poco a la manera en que lo entiende Giorgio Agamben: aquel que ve no sólo la luz sino también la íntima oscuridad de su tiempo.
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