Viernes, 23 de noviembre de 2012 | Hoy
Uno de los pocos datos, y más curiosos, que se tienen del despertar sexual de Marcel Proust –hijo de un médico y reconocido profesor de Higiene– es que durante su adolescencia solía encerrarse en el laboratorio de su padre y usarlo como lugar secreto para masturbarse. Una vez que terminó sus estudios (Derecho y Filosofía en La Sorbona), se dedicó casi exclusivamente a alimentar su vida social, escarbar en sus neurosis y a escribir. Y también a terminar de darle una línea más consistente a su vida sexual: recién después de la muerte de sus padres se sintió realmente libre para organizar su vida alrededor de sus necesidades eróticas y aceptarlas tal cual eran. Si bien tuvo coqueteos con chicas de su clase social, sus relaciones más profundas fueron con hombres. Con sus pares tenía amistades intensas que podían, o no, incluir la cama. Pero sus más relevantes experiencias sexuales fueron con sirvientes, la más famosa y larga de ellas fue la que tuvo con su chofer, Alfred Agostinelli, al que conoció en 1907.
En 1909 empezó a escribir su autobiografía a gran escala (que, en verdad, era un segundo intento) y pasó el resto de su vida dándole forma a En busca del tiempo perdido, sin quedar nunca ciento por ciento satisfecho con ella. Marcel, el narrador, está fascinado con todo aquello que no encaja dentro de las formas de vida estrictamente hétero. La novela da cuenta de las obsesiones de su autor y vuelve al tema de la homosexualidad una y otra vez a través de personajes como Robert de Saint-Loup, el barón Palamède (“Mémé”) de Charlus, la lesbiana Albertine Simonet y el mismo narrador. Tanto Saint-Loup como Charlus se le presentan al lector, primero, como heterosexuales. Sobre la homosexualidad del barón, Marcel sólo tendrá rumores de segunda mano. Por el contrario, Charlus (el gran personaje cómico de Proust inspirado en el poeta Robert de Montesquieu) se convierte en la más minuciosa y explícita representación de “lo gay” en la novela. Charlus ama mucho y muy variado. Sus gustos eróticos van variando a medida que la trama avanza y él envejece, hasta terminar reduciendo su apetito sólo a los niños pequeños y a los miembros masculinos de la clase trabajadora. A lo largo de la novela, su relación con el narrador es siempre ambigua.
En busca del tiempo perdido reflexiona sobre la homosexualidad con una combinación fascinante de especulación, ignorancia e información sólida. Atribuirle desconocimiento a Proust sobre estos temas es bastante ingenuo: a la mayoría de las opiniones de Marcel sobre el sexo entre hombres habría que leerlas con la distancia irónica con la que el autor las puso en boca de su personaje. El hecho de que Proust se refiera a los homosexuales como “invertidos” es un ejemplo de esto. Más complejo es entender cómo la novela expresa en varios puntos cómo los homosexuales no sólo constituyen una minoría –”una raza” que no sólo es eso sino la race maudite (“la raza maldita”)– sino lo que hace que se sostengan los unos a los otros, en una especie de francmasonería internacional. La homosexualidad aparece por medio de paralelismos, literales o simbólicos, muchos de ellos derivados del lenguaje de la botánica. Para Marcel, es posible detectar a un gay observando detalles de su comportamiento, a través de los cuales se reconocen entre ellos.
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