Vie 30.11.2012
soy

Cable al cielo

› Por Diego Trerotola

El Guernica de Picasso, fragmentado como telón de fondo por el croma televisivo, y delante, como un collage animado, Federico Klemm trata de explicar las virtudes de esa obra con palabras sofisticadas, pero un poco trabadas, gesticulando con énfasis cada idea, enfundado en una camisa de estampado eléctrico que compite estéticamente con el cuadro del español. En ese momento, uno de los tantos de El banquete telemático, Klemm se convierte en una de las figuraciones descompuestas de Picasso y en el primer artista del cable argentino. Los ’90 desencajados y su consecuente expansión de la TV por cable tuvieron al artista que merecían, que estuvo a la altura de ese artificio mediático. Cuando MTV, otro hito centrípeto del cable, hacía desandar a la cultura rock & pop con sus versiones unplugged, célebre formato sin electricidad, Klemm quiso meter los dedos en el enchufe para electrocutar su arte pop que celebraba la belleza opulenta de ilustración de tapa de novela erótica pulp. Así quedó tras el electroshock: con su peluca de jopo tieso, su bijou como chispas petrificadas y, especialmente, sus ojos abiertos de hipnotizador queer musicalizados por gritos de 220 voltios entrenados por el canto lírico. El programa difundió todos los clichés de la cultura marica (el culto a la madre y a la juventud apolínea, el desborde kitsch y las versiones exageradas de lo masculino y femenino), que se exponían como camp de doble filo: palpitaban las dimensiones contemporáneas de las bellas artes y, al mismo tiempo, eran su propia parodia. Para empezar, ser una aristócrata del cable ya era una contradicción, porque el rango de esos canales iba de modesto a pobre, sin el poder o la grandeza de un canal de aire. Igual, Klemm, como las ficciones idílicas que pintaba, creó, sin mella en sus pretensiones, un espacio mítico para escalar victorioso hasta la cima de su espíritu estrafalario que no se detenía frente a lo dispar, lo improvisado, lo mixto, lo inentendible. Fue quien agigantó la figura de la marica sin domarla ni asimilarla al modelo hegemónico de varón, en paralelo al Gasalla drag que en esos tiempos desembarcaba en la televisión de aire como comedia. De artista performático del Di Tella a agente provocateur del cable, Klemm inventó el primer reality show queer de la TV vernácula, fusión de estética dandy con su aristocracia del gusto como ruptura (nunca como conservadurismo) con toda la teatralidad barroca de loca local con glamour falso de los ‘90. Viejas y nuevas tradiciones de lo gay amalgamadas en imágenes que Klemm estampaba en sus pinturas, fotorrealismo fantástico, carnalidad turgente de chongos y heroínas en espacios de ciencia ficción, como posters de un sueño infernal de vitalidad homoerótica. Su papel de marido de la Coca Sarli en La dama regresa (1996), de Jorge Polaco, es una síntesis con pantalla amplificada de toda su performática excentricidad de cable que partió la década. Y a cierto menemismo rubio que retrató (Mirtha Legrand y Susana Giménez, por ejemplo), Klemm les pintó su falsa peluca blonda para volverlas figuraciones camp, juegos del artificio estallado. Y la fama que alcanzó, a diferencia de otros mediáticos queer, hizo que no dejase de volcar su impronta marica sobre la real y creciente cultura gay, porque le gustaba pasearse por las discos gays de los ’90 vestido como modelo de sus pinturas, con remeras de red y pantalones de cuero, con un brillo propio que desafiaba a la bola de espejos.

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