› Por Daniel Link
Estambul es una ciudad de una belleza que no podría sobrevalorarse: construida sobre siete colinas, se precipita por un lado al Bósforo (media ciudad es asiática; la otra, la turística, europea) y, por el otro, al Cuerno de oro (de un lado quedan los barrios “modernos”, Taksim, Galatasarai, donde yo viví; del otro, Sultanahmet, con sus mil mezquitas, y sus minaretes desde los cuales, a la hora de la llamada, los orantes se contestan entre sí.
El resto de Turquía es igualmente impresionante: Troya, Efeso, Pergamon, las ruinas licias de Kekova, la tumba de San Nicolás (Papá Noel), pero nada se compara con la belleza de Estambul, la ciudad que no es la capital de Turquía pero es, en algún sentido, la capital del mundo.
Estambul es la puerta de Oriente hacia Occidente, y viceversa: recorrerla equivale a situarse en un umbral donde los flujos turísticos y migratorios se cruzan en todas direcciones: están las familias y las locas de los países musulmanes que vienen a Estambul a respirar Occidente y las familias y las locas de los países occidentales, que vienen a Estambul a tocar las Mil y Una Noches.
Por supuesto, semejante compuesto de nacionalidades es inmediatamente erótico, y uno puede sentarse (con la boca abierta) a contemplar a un joven árabe tomando una cerveza hasta que éste nos pregunte: “¿Qué te parece la vida gay?”. Y uno contestará con un gesto que quiere decir “¿Qué vida gay?” y él se reirá (y uno querrá morir, por la belleza de esa risa) y contestará: “Deberías conocer mi país, entonces...”.
Estambul es bastante laica, pero, al mismo tiempo, el mubarakismo del que Turquía trata de desprenderse ha dejado rastros de autoritarismo por todas partes, especialmente en el mundillo de las locas. La europeísima página de contactos sexuales gayromeo.com está prohibida (lo estaba hace dos años, por lo menos) y para acceder a sus servicios había que instalar un programa que desviara la conexión a un servidor remoto. Si uno va a una discoteca, verá que, antes de entrar, los empleados de seguridad revisan los paquetes de cigarrillos de los hombres y las carteras de las mujeres, de donde confiscan todas las pastillas, incluso las anticonceptivas y los analgésicos. Y si uno entra a un Hamam, saldrá apaleado porque el masajista en modo alguno deja que se confundan sus pericias con caricias y entonces apela a la brutalidad más macha (tan macha como la lucha turca, deporte nacional).
Como en Estambul las mujeres y los hombres son de una belleza superior (sobre todo, porque Turquía es un país multiétnico y quienes vienen de la frontera con Siria son muy diferentes de los que vienen del litoral marítimo asiático, etc.), es probable que la loca experimental, apurada por llegar a otro destino, encuentre un poco cansador el sistema de protocolos que deberá enfrentar para entablar relación con los nativos.
Pero conviene sentarse en cualquier bar en los alrededores del funicular de Gálata para ver pasar los mejores ejemplares de la juventud dorada estambuleña. Algunos enormes y barbados como el estereotipo, otros delgados, pálidos y de ojos claros, incluso algún rubio (en alguna parte de su geografía, lo turco y lo eslavo se tocan) para darse cuenta de que el placer no siempre reside en el contacto físico sino, muchas veces, en la observación desinteresada. Además todos están misteriosamente contentos y son amables como en pocas ciudades podría esperarse. Los jóvenes de sexo masculino, que muchas veces no hablan ni entienden inglés, suelen ir a los bares y discotecas acompañados de algunas amigas (sí, están todavía en ese estadio), que sirven de intérpretes (porque las chicas dominan mejor la lengua del imperio) mientras se consuelan de las miserias de su heterosexualidad (“mi marido está mirando películas de terror, o eso dice...”). Después de haber pasado una temporada en Estambul, me convencí de que si Europa se salva del abismo en que se encuentra será por Turquía y no por otra cosa. Eso sí, si en algún bar están jugando al dominó (adicción que reemplaza al alcohol, que han sido severamente restricto por el gobierno de Recep Erdogan, entre seguidores turcos de Mahoma), mejor es seguir de largo: ahí sí que no pasa nada.
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