› Por Adrián Melo
“El Hermoso de Estambul reúne en un único encanto sutil las peculiaridades de su raza y origen. Triunfa en todas las menudencias de la zalamería. Le bastan un guiño de ojo o el temblor de una pestaña para arreglar la cita. Te puede hacer cornudo en tu misma presencia, y ni te enterarías. De otro lado, se complace en las vejaciones y en las promesas engañosas: te manda de un mañana a otro mañana idéntico. Dibuja sobre las olas del Bósforo y tendrás así la imagen del juramento de este Hermoso. ¿Se entregó al fin? Su fidelidad se parece a un minarete en ruinas, presto a derrumbarse al primer soplo. Pero aúna en él la majestad de Alejandro, la gracia de José y el aroma de un jardín de rosas.”
Publicado en París en 1909, bajo el título El libro de los hermosos y atribuido tan pronto a Pierre Lot, como a Pierre Lous y a André Gide, el fragmento es paradigmático a la hora de dar cuenta de la fascinación erótica de Europa por Oriente.
El concepto occidental del Oriente surgió a principios del siglo XVIII con la traducción de Las mil y una noches. Los protagonistas de la historia –Scherezade, Aladino, Simbad, Ali Babá o el poeta Abu Nowas, que cantaba al amor y a la belleza de los muchachos– se convirtieron rápidamente en símbolos de un mundo seductor que apasionó a Europa. A partir de ese momento todo lo que parecía oriental –harenes y odaliscas, eunucos y baños turcos– emanaba un atractivo mágico y erótico, y alentaba a los europeos a viajar, a realizar el Grand Tour, un viaje iniciático a nivel vital y también sexual.
Desde la segunda mitad del siglo XVIII, los lugares más importantes de esta visión romántica de Occidente eran el Magreb, Egipto y Constantinopla. Ello se vio reforzado hacia el siglo XIX por la hipótesis del escritor sir Richard Burton, según la cual existía una zona sotádica (llamada así por el poeta griego Sotades) que comprendía el Mediterráneo y el Oriente Próximo en la que comúnmente se aceptarían las relaciones homosexuales, propiciadas por el clima tropical o semitropical.
Entre los viajeros que acudían a satisfacer unos deseos imposibles de saciar en su país de origen se encontró Pierre Loti, quien tuvo múltiples aventuras amorosas en Estambul que recreó en su novela semiautobiográfica, Aziyadé (1879), cuya heroína fue con toda probabilidad un chico.
Incluso personajes heterosexuales reconocieron el homoerotismo de la ciudad. En 1878, el escritor Edmundo D’Amicis escribió que “Estambul es de día la ciudad más espléndida de Europa y de noche la ciudad más tenebrosa del mundo”, y narra que en un paseo por los baños turcos “dos membrudos mulatos semidesnudos”, luego de colocar su cuerpo en una gran losa de mármol blanco bajo la cual arden las estufas, lo frotan, lo aprietan, lo estrujan, le oprimen los músculos, lo enjabonan y lo duchan hasta “dejarlo fresco, perfumado, serena la mente, contento el corazón, tranquilo el ánimo y con una sensación general de la vida pura y juvenil”.
A partir de finales del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX, un buen número de hombres, en su mayoría ricos, viajaban a Oriente en busca de jóvenes (de ahí la historia de que los ingleses solicitaban en el hotel cama y chico). Oscar Wilde, Bossie Douglas y André Gide fueron pioneros en buscar la libertad sexual en Oriente. Y el mismo camino recorrieron durante el siglo XX personajes tales como Henry de Montherlant, E. M. Forster, Gore Vidal, Tennessee Williams, Truman Capote, Joe Orton, Michel Foucault, Roland Barthes, Jean Genet o Pier Paolo Pasolini, entre tantos otros.
La idea de un Occidente materialista y egoísta y de un Oriente capaz de recobrar el paraíso perdido es recreada aun hacia finales del siglo XX en la película Hamam, el baño turco (1997), del director Ferzan Özpetek, a partir de la historia de amor entre un italiano y un joven turco en el marco de una Estambul seductora de tiempos lentos y no productivos que contrastan con los del neocapitalismo europeo, de una Estambul que permite gozar de los sabores y de los olores del hamam, de un viento que trae aires de melancolía, pero también de ensueño y de cuerpos masculinos que traen alivio en la carne como condición para el alivio del espíritu.
Como sostenía Edward Said: “El Oriente fue casi una invención europea y ha sido desde la Antigüedad un lugar de romance, de seres exóticos, de recuerdos obsesivos y paisajes y experiencias sorprendentes”. El Oriente parece, ayer como hoy, el lugar mítico de embriaguez del cuerpo y el espíritu, un territorio fabuloso donde dejar volar la imaginación y satisfacer los sueños de ocio, de sexo sensual, desmesurado y transgresor.
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