› Por Luis Chitarroni
En tiempos de Skeffinton, quien cumplía en informarme sobre María era Charlie Feiling, que solía instalar su oficina de editor en una mesa cualquiera de la Gandhi. Cumplía ahí horario; a falta de un whisky norteamericano, hacía penitencia a veces con un whisky nacional, y asignaba un libro a cada uno de los parroquianos o a cualquiera que entrara, advertido o inadvertido. María tal vez se acuerde cuál le tocó ella, porque es probable que hasta le haya hecho firmar contrato.
Skeffington es más o menos de esa época, creo. Irrumpe, se apodera, se apropia de una tradición ajena y la aporrea con un coraje apostado en las antípodas de la timidez forera o la fobia morena. A Charlie y a mí, Skef nos conquistó por la impredictibilidad de su anacronismo, por el parpadeo de sus ritornelli, por la furia de su desacato. Nos conquistó como María conquistaba: la palidez (a whiter shade of pale) y el estilo únicos. Poco se puede comparar a la emisión oral casi átona de María, su velocidad para el sobreentendido, su aplomo transfigurado y su presteza para seguir el curso de una verdad desligada de las opiniones precedentes de una verdad que sabe lo que dice o, con momentánea firmeza, lo cree. A Ricardo Zelarayán, de voluntad y elección y reservas tan evasivas y anteriores, la distraída fortuna apodíctica de María (como a Dalí la de Duchamp) lo dejaba mudo (sordo ya era). Lo paralizaba, sí: el punto de vista de Sirio.
No nos veíamos con María en la época de Skeffington. La vi o la vería, sí, con más frecuencia y más detalle antes y después. Prehistoria y pereza: nos conocimos en la redacción de Tiempo argentino o, inexorablemente, en La Paz.
Una vez María y yo nos encontramos para hacer un homenaje a C. E. Feiling. Nos sosteníamos uno a otro, pero no tardamos en desertar, en la supremacía de la fobia. María dice, nunca sostiene,
que a mí me traicionó la histeria, y que decidí dar un corte abrupto a lo que estaba leyendo. No amagué ninguna atenuación de cortesía. Para protegerme, a su vez, María se había empeñado en un silencio digno de partitura. El homenaje no sé dónde era, pero nos caíamos de los lugares en los que estábamos sentados.
Otra vez pasé por el departamento de Mario Levin en la calle Viamonte, y allí estaban los tres, los otros eran María y Osvaldo Lamborghini, “haciendo” un guión, Flor de barrio. Eramos jóvenes (estuve a punto de escribir “pese a la diferencia de edad”, como si esa diferencia pudiera habernos protegido en bloque del paso del tiempo). Una época califica igualando, borrando cualquier ventaja o desventaja. Sobre todo: cualquier “diferencia”. Tanto nos daba, en la plenitud de esa vida artificial, cambiar figuritas “difíciles” entonces, como Djuna Barnes y Niko Timbergen. Horror de horrores, a fin de cuentas: el trayecto se convierte en trayectoria, y ya estamos “sentándonos a recapitular”, de acuerdo con el disparate de la indecencia prematura.
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