Vie 20.06.2014
soy

Sobre la confesión

› Por Michel Foucault

En una obra consagrada al tratamiento moral de la locura y publicada en 1840, Leuret, un psiquiatra francés, se refiere a la manera como ha tratado a uno de sus enfermos. Tratado y, afirma, curado. El señor A. tenía un delirio de persecución y alucinaciones. Una mañana, Leuret lo lleva al baño y lo pone de pie bajo la ducha. Comienza entonces una larga conversación, que resumo. El médico pide al enfermo que cuente bien en detalle su delirio. El doctor Leuret: “En todo eso no hay una sola palabra que sea verdadera; usted dice locuras. Y porque está loco, lo retenemos en Bicêtre”. El enfermo: “No creo que esté loco. Sé lo que vi y oí”.

El doctor Leuret: “Si quiere que esté contento con usted, tiene que obedecer, porque todo lo que le pido es razonable. ¿Me promete no pensar más en sus locuras, me promete no hablar más de ellas?”. Vacilante, el enfermo promete. El doctor Leuret: “Muchas veces ha faltado a su palabra sobre este punto: no quiero contar con sus promesas; va a recibir una ducha hasta que confiese que todas las cosas que dice no son más que locuras”.

Y le aplican una ducha helada sobre la cabeza. El enfermo reconoce que sus imaginaciones no eran más que locuras y que va a trabajar. Pero agrega: lo reconozco “porque me fuerzan a hacerlo”.

Nueva ducha helada.

“Sí, señor, todo lo que le dije son locuras.”

“¿Estaba loco, entonces?”, pregunta el médico.

El enfermo vacila: “Creo que no”.

Tercera ducha helada.

“¿Estaba loco?”

El enfermo: “¿Ver y oír es estar loco?”.

“Sí.”

Entonces, el enfermo termina por decir: “No había mujeres que me insultaban, ni hombres que me perseguían. Todo eso es una locura”. No sigo. A fuerza de duchas, a fuerza de confesiones, el enfermo, como podrán suponer, se curó efectivamente. Como había reconocido estar loco, ya no podía estarlo. Esta es, desde luego, una idea con la que nos encontramos a lo largo de toda la historia de la psiquiatría: no se puede a la vez estar loco y tener conciencia de que se está loco; la percepción de la verdad desaloja el delirio. Y entre todas las terapias aplicadas a la locura con el transcurso de los siglos, encontramos mil maneras o astucias imaginadas para que el enfermo tome conciencia de su propia locura. Pero Leuret busca otra cosa. O, mejor aún, intenta alcanzar ese resultado por un medio muy singular. De ningún modo trata de persuadir al enfermo; en el fondo, se burla totalmente de lo que pasa en la conciencia de éste. Lo que quiere es un acto preciso, una afirmación: “Estoy loco”. La confesión como elemento decisivo en la operación terapéutica.

Hace mucho que este pasaje de Leuret me impresiona. Su contexto histórico inmediato es fácil de señalar. Poco tiempo antes se había votado una famosa ley, la llamada ley de 1838, que organizaba en Francia la cooperación entre el poder administrativo, que decide el encierro obligatorio de ciertos enfermos mentales, y la autoridad médica, que está encargada de autenticar la enfermedad, tratarla y eventualmente curarla. Está claro que Leuret hace desempeñar un papel importante a la “confesión” del enfermo: éste debe rubricar él mismo los certificados que lo encierran; después de las voces del médico y el prefecto, la suya es la tercera voz que autentifica esa locura que le es propia. Y al mismo tiempo, mediante la confesión, el enfermo tiene que exponerse a una acción médica que debe conducir a su liberación. Es un elemento absolutamente lógico en el sistema del encierro terapéutico: “Les reconozco el derecho a encerrarme; les ofrezco la posibilidad de curarme”. Tal es el sentido de esa confesión de locura: firmar el contrato asilar.

Pero me pareció que ese gesto de Leuret resultaba interesante por otras razones. Se sitúa en una época en que el tratamiento de los locos procuraba alinearse con la práctica médica, que obedecía al modelo dominante de la anatomía patológica: el médico, para conocer la verdad de la enfermedad, no debía escuchar el discurso del enfermo sino los síntomas del cuerpo. Ahora bien, con respecto a esa norma científica, la exigencia (formulada por el médico) de una confesión de enfermedad (formulada por el enfermo) parece muy extraña. Como si la lógica médico-administrativa, que hacía tan necesaria esa confesión, introdujera por eso mismo una práctica muy ajena a las exigencias del saber psiquiátrico y a lo que podía conferirle autoridad, tanto a los ojos de la administración como en lo referido a la medicina.

Allí se deslizaba, en efecto, un elemento extraño. Y cargado de una larga historia. No pienso simplemente en el lugar y las formas que había podido adoptar en las instituciones judiciales o religiosas. Pienso en viejas significaciones o valores de los que seguía cargado, y sobre cuyo origen sabemos tan poco. Detrás de la confesión incitada por Leuret, y muy cerca de ella, presentimos el vínculo, tantas veces reconocido, entre la pureza y el decir veraz (sólo quienes son puros pueden decir la verdad; tema antiguo que encontramos en la obligación de virginidad y en la necesidad de continencia para recibir la palabra de Dios). Así, se puede reconocer igualmente el tema de que decir la verdad purifica (y de que el mal se arranca del cuerpo y del alma de aquel que, al confesarlo, lo expulsa). E incluso el tema de que decir la verdad acerca de una cosa anula, borra, conjura esa verdad misma (mi alma se vuelve más blanca si confiesa que es negra). Detrás de la confesión exigida por Leuret está esa larga historia de la confesión, esas creencias inmemoriales en los poderes y efectos del "decir veraz" en general y, en particular, del "decir veraz sobre sí mismo". […]

Hay algo que me parece singular: Dios sabe si los mitos, las leyendas, los cuentos, los relatos -en una palabra, todo lo que desde nuestro punto de vista es lo no verdadero- suscitaron estudios etnológicos. Pero, después de todo, también el decir veraz está inmerso en tejidos rituales densos y complejos, acompañado de numerosas creencias, y se lo dota de extraños poderes. Tal vez habría que hacer toda una etnología del decir veraz.

Esta conferencia inaugural, del 2 de abril de 1981, formó parte de los cursos que Michel Foucault dictó en la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica) y es el texto que abre el libro Obrar mal, decir la verdad (ed. Siglo XXI, 2014)

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