Viernes, 17 de octubre de 2014 | Hoy
Recordando a Cuca la pantalonera, legendaria marica que recibió su primera muñeca de manos de Evita y supo comer chongos como caramelos.
Por Alejandro Modarelli
Si la cursilería fue la revancha infame pero orgullosa de los que se creían “sin clase” contra el charme estético –ese de la justa medida– de la gente bien, a uno le da por imaginar que el peronismo no es sólo el hecho político maldito sino el momento más acabadamente cursi, más exultante de emociones clasistas, maníaco-depresivas y de pringoso erotismo de la política argentina. Todo así, escrito con énfasis. Cómo no iba entonces a contener, en su endiablada y monstruosa habitación, lo más sublime y lo más bajo de las expresiones culturales y entre ellas las del deseo; lo persistentemente masculino y conservador y la bijou más intrusiva y rococó de tantas maricas que, en su iconografía masturbatoria, soñaban con mil 17 de octubre de obrerío pátrido llegándose hasta las desnudas fuentes del centro de Buenos Aires a cometer la profanación callosa de los sitios pour la gallerie, es decir, meterle las patas en cuero en aquella Plaza de Mayo que pedía la liberación de su Coronel que les había ofrecido la bendición de leyes sociales y hecho para ellos un living en lo que se llamó la Nueva Argentina. Por su propia contradictoria naturaleza, el peronismo reunía los cuerpos sabrosos del esforzado proletario recompensado con la racionalidad pícara del Coronel del ’45 y un proyecto de desarrollo económico autónomo con unas estrategias de control social que daban en ese tiempo y a un mismo tiempo poder malevo a los edictos policiales, y hasta antes del ’55 espada pedagógica a la Iglesia. Si el lema era de casa al trabajo y del trabajo a casa, también se incluían en el camino de toma de conciencia peruca las manifestaciones urbanas sudorosas y eréctiles a favor del movimiento, pero como no se puede confiar en la mesura fisiológica de las clases populares, tan estridentes como sus melodías, solía suceder que en el callejón del medio hasta la casita que les facilitó Perón acontecía alguna transa –monetaria o apenas calenturienta– y tal o cual manflor a puro culo se ofrecía a aliviarles el peso de la responsabilidad histórica.
Digo esto a cuento de lo que tanto me contaron sobre aquellos frotamientos de ágora de baja condición, en las diversas épocas del peronismo. Hablo por ejemplo de Cuca la pantalonera, que solía decir medio en broma que cuando era chica Evita le había regalado una muñeca, y en ese instante se había dado cuenta –vaya a saberse si por la confusión o el desplante a los hábitos de género– de que la abanderada de los pobres era en realidad una travesti. La Cuca fue desde aquel entonces furiosamente cursi y peronista, devota del phallus proletario en cuyo hábitat había crecido, maricona hasta el escándalo como una Miguel de Molina de suburbio, pero sin otro escenario que las concentraciones populares; en los años ’70 merodeó el Frente de Liberación Homosexual (FLH) y la montonería, y cuando en el famoso y fatídico bando de exilio del ya General contra los imberbes de la revolucionaria JP, ella le gritó, como en un cantejondo de zona sur: “Vieja loca, mirá los chongos que te perdés. Te quedás con ese pescado seco de la López Rega”.
Ahí la Cuca rompe con el peronismo porque siente que ha perdido a Eros. Que aleja ahora a los chongos que puntean las nalgas de hormiga, las bajas espaldas dobladas en lordosis de las locas hacia el idealizado aparato reproductor de placer. Que separa a las sirenas de los marineros. Se queda indignada por el giro ideológico y anatómico, y ni siquiera irá a los muy próximos funerales del viejo, a esas largas colas donde ya se mezclaban las clases sociales y los intelectos, pero donde una marica que se precie siempre sabe sacar algún provecho, incluso siendo católico, incluso siendo activista homosexual al que los camporistas le ofrecían –generosos– el menú de la época, porque no conocían otro y tenían en mente a Cuba: ofrecían clínicas para ordenarles el deseo. Un tal Hugo, compañero de la Cuca –dice un fundador del FLH, Héctor Anabitarte–, iba y venía en las colas interminables de los funerales del ’74 como una hetaira sacrificial, llevando y devolviendo a ese sitio a una infinidad de proletarios necesitados de un servicio para suavizar la tragedia. Tantos se comió la loca que terminó con vahído en un hospital, y el médico la retó: tampoco hay que abusar, niña.
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