Jueves, 31 de diciembre de 2015 | Hoy
Por Lohana Berkins
Los Principios de Yogyakarta son un valiosísimo instrumento que ha aportado a la comunidad nada menos que la inclusión de los derechos lgbti en una declaración de alcance mundial. Y esto a muchos los puso en un aprieto porque sabemos que hay países que pueden exhibir un avance en este sentido y hay muchos otros que no, al punto de que en esos lugares la orientación sexual y la identidad de género por fuera de la normativa están criminalizadas, y hasta pueden significar la muerte. Estos principios deben ser comprendidos pensando en un punto mayor, global, que es: el derecho no tiene sentido si no es conocido, entendido y usado por cualquier persona en cualquier lugar del mundo. No tiene sentido si los sujetos no sentimos que esos derechos están y que impactan en nuestras vidas. Porque más allá del recorte que puede significar el análisis netamente jurídico, legal, lo interesante es ver cómo las organizaciones de la diversidad hemos ido tomando esos principios para mostrar y para presionar en los contextos locales. La mención de la existencia de nuestros derechos incluso señala un gran déficit en la ONU, que jamás hizo mención alguna en sus convenciones a la diversidad (hay que recordar que los Estados no están obligados a cumplir con los Principios de Yogyakarta, sino que estos son –con todo el peso simbólico que esto implica- una sugerencia, un estándar. Se preguntará el lector o la lectora: entonces, ¿cuáles son estos derechos? Son derechos básicos que en general están garantizados en las Constituciones de los países del mundo. Derecho a la salud, a la vivienda, al trabajo, a la libertad de expresión, a la libre circulación. ¿Por qué fue necesaria la creación de este instrumento macro (y es necesaria la creación de muchos mas) para garantizar y ratificar estos derechos si ya están en la Constitución? ¿Por qué no alcanza con la Constitución? ¿Dónde se produce esa distancia entre el derecho que puede ejercer cualquier ciudadano, que se supone que es igual para todos, y la Justicia que se niega a reconocérselo a quien manifieste una identidad de género o una orientación sexual distinta de la heteronorma? ¿Por qué se produce ese vacío? Una de las características de la Justicia es su mirada binaria y heteronormativa basada en cuestiones pretendidamente morales. Suele suceder que los jueces anteponen su supuesta moral en un ámbito en el que lo que deberían hacer es simplemente garantizar un derecho y punto, y que a sus opiniones personales les den rienda suelta en sus casas. Los Principios de Yogyakarta han servido como un gran instrumento en países latinoamericanos. Nos han servido para difundir nuestros derechos, para orientar a jueces, juezas y operadores de justicia entregándoles una herramienta teórica que nos sirvió para señalarles: “Miren acá se produce una inequidad”. En todos los avances legislativos que tuvimos en estos años hemos citado a los Principios de Yogyakarta aun cuando estos no tenían una aceptación formal. También han servido para la discusión política: hemos podido poner al sujeto y sus desventajas en primera persona. Y sobre todo pensar: ¿en qué afecta el derecho o su falta? ¿Por qué la gente cuando piensa en estos temas los suele ver como cuestiones banales? ¿En qué me beneficia a mí en mi cotidianeidad, por ejemplo, tener un empleo digno en el que lo que importe sean mis capacidades y no mi identidad de género? Es difícil incluir esta perspectiva en las políticas públicas. Por ejemplo, ¿por qué cuando se construyen viviendas sociales nunca se piensa que puede haber una persona sola? Se prioriza a la mayoría, que son familias, y está bien, pero al ser la vivienda un derecho universal, ¿no deberíamos gozar todos de las mismas posibilidades?
Hay países por ejemplo en los que la homosexualidad está penada. Otros en los que están garantizados determinados derechos básicos para todos en la Constitución pero al mismo tiempo existen leyes menores para controlar la identidad de género y la orientación de las personas. Los edictos policiales de la Ciudad de Buenos Aires son un ejemplo de esto. En otros países nuestras identidades son usadas para el control de la inmigración. En Francia, por ejemplo, le preguntan a un musulmán que se quiere mudar ahí qué piensa de la homosexualidad. Este responde que es una aberración y entonces no lo dejan entrar. La paradoja es que Francia como Estado tampoco protege nuestros derechos. Del mismo modo cuando una trava quiere ir a otro país, se le aplica la presunción de que seguro es prostituta. Y se violan los derechos migratorios porque no es que simplemente te pueden mandar sin más a tu país si se les canta no dejarte entrar. Según normativas internacionales debe haber un proceso en el que además se te explique qué leyes internacionales supuestamente estás violando. De ahí la necesidad de tener un instrumento para pensar de qué hablamos cuando hablamos de derechos, a quién protegen y cómo opera la visión de clase de la justicia. Porque no nos olvidemos de que la justicia además de lenta es cara. Si la desmenuzamos de a poco, podremos ir llegando a la urdimbre del derecho y a la urdimbre de la justicia. ¿Qué pasaría si yo mañana quiero tener un hijo con un varón trans? ¿Le darían a él licencia por maternidad y a mí por paternidad? El hecho de que a nadie se le ocurra pensar en ese tipo de cosas da cuenta de esta urdimbre clasista y heterosexista. Porque para el universo acotadísimo del mundo judicial esta clase de realidades, que hoy se dejan ver cada vez más y más, siguen siendo un exotismo extraterrestre.
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