Jueves, 31 de diciembre de 2015 | Hoy
Por Leticia Kabusacki
Apenas un cuarto de siglo atrás, Kimberly Crenshaw mostraba en la academia legal californiana, en minoría, que no era suficiente pararse en la ribera de la discriminación por razones de género para entender (e incluso operar sobre el problema) la marginalización de las mujeres negras en Estados Unidos. De su teoría crítica del feminismo y el derecho, la “interseccionalidad”, no se podía salir intacto. Muchas confusiones e ideas interesantes se fueron armando desde esa idea en el feminismo y en los actores de derechos humanos, académicos, activistas, observadores. Aplicando estos cruces, al buen entendedor le aparecía una comprensión profunda de la discriminación y sus secuelas: no hay discriminaciones justas. Desde esta perspectiva, se busca entender y operar para prevenir y eliminar violaciones a los derechos humanos de una gran parte de la población mundial, pero a través de una lente más profunda que la matriz heterosexual (diría Butler) y factoreando la raza y la clase socioeconómica de las personas en riesgo. Es decir, para comprender la maraña de expulsiones a la que una persona puede verse sometida, aquello por lo que se vuelve vulnerable, incompleta, doliente o enojada a perpetuidad, o simplemente destinada a una prisión invisible en una vida que no puede reconocer como propia, debe vérsela entera. Cruzar su género, su raza o etnia, su clase social y económica, su orientación sexual y su identidad de género. Y después, mirándose el observador desde afuera hacia adentro y viceversa, buscar ese punto en la interseccionalidad propia y ajena y detectar si en nuestra vida diaria, personalmente o de reojo, se está más cerca o más lejos del fin del sexismo y de los sistemas sofisticados e interconectados que afectan a las personas por su orientación sexual o su identidad de género (una digresión: me atrevo a decir que afectan particularmente a las mujeres, cis o trans, pero lo dejamos para otra conversación). Ahora voy a Yogyakarta, es que quiero empezar al revés. ¿Por qué al revés? Porque los Principios de Yogyakarta, esa lista precisa y fundamental que complementa y clarifica el alcance y profundidad de los derechos humanos con la mirada puesta en la orientación sexual y la identidad de género, tendrá un mejor sentido cuando además de ser adoptada por los organismos internacionales y los Estados, sea apropiada por la sociedad, la ciudadanía, todos y todas. La sociedad civil (nunca más oportuno que ahora) tiene que liderar, somos todos y todas garantes de la ciudadanía plena y el disfrute de una vida libre de discriminación, amenazas, en fin, de indignidades. Por supuesto que el Estado tiene la responsabilidad de promover una conciencia y comprensión de los derechos humanos, todos. Me parece que ahora hay que reforzar el recordatorio. Los tratados internacionales de derechos humanos de los que la Argentina es parte están incorporados a la Constitución Nacional. La ley de Identidad de Género es un privilegio para este país y un modelo a seguir por el mundo, sobre todo cuando miramos cómo van socavando derechos en otras latitudes. Yogyakarta es un hito enorme. Es cierto que el acceso a la justicia es para las mujeres, cis o trans, todavía un santo grial. Imagino a partir de ahora mecanismos de exclusión más sofisticados, menos obvios. Pero también, habrá que construir observatorios más alertas, más activos y pensantes. Traigamos Yogyakarta a la Argentina una vez más, recordando los principios y el espíritu en la interpretación de derechos humanos para garantizar ciudadanías libres y plenas. Ampliemos el debate sobre cómo cuidar lo que está, cómo encarar cuestiones nuevas con los instrumentos existentes y hacer un inventario de lo que necesitaremos. Hay una ley de identidad de género y hay un nuevo código civil. Hay una idea todavía privilegiada de filiación que aunque no se exprese, es hija de esa matriz heterosexual. Si buscamos el centro de las intersecciones, será más fuerte el reclamo de acceso a la justicia. Los derechos humanos son un sistema. Se complementan y se interrelacionan. No hay jerarquías, los principios de Yogyakarta nos lo recuerdan, y así lo han tomado las Naciones Unidas, y el sistema Interamericano de Derechos Humanos. Habrá urgencias o heridas más abiertas que otras, pero las discriminaciones y las violaciones a los derechos humanos que generan nunca pueden mirarse aisladamente. La falta de trabajo por exclusión seguramente significará falta de vivienda digna, un alejamiento concreto del derecho a la salud, a la sexualidad, a la privacidad, y así pasaremos por casi todo el listado de derechos políticos, económicos, sociales. Así que no, no nos podemos distraer. Para mí, el aniversario de Yogyakarta es un recordatorio vigente y poderoso de lo que se puede perder y lo mucho que falta para garantizar una sociedad de libres e iguales. Y acá va Yogyakarta. Dice la Guía del Activista: “Los Principios son la promesa de un futuro diferente donde todas las personas nacidas libres e iguales en dignidad y derechos pueden satisfacer ese valioso derecho que adquieren al momento de nacer”. Y agrego: no es magia.
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