Vie 15.01.2016
soy

High and Low

› Por Roberto Jacoby

Ese día transpiraban las paredes en Barracas. El departamento apenas pequeño y sin otro mobiliario que varios colchones sembrados al azar estaba decorado por la luz que filtraban varios pareos inflados por la ínfima brisa del balcón. Si pudiera, recordaría cada uno de los mínimos acontecimientos que sucedieron esa tarde, pero la memoria es un archipiélago y uno no hace más que saltar de islote en islote de memoria  hundida. Cuando entramos con N. dos lindos muchachos sin ropa se trenzaban en un ballet horizontal y lento en un rincón. La música fuerte me sonaba a la vez conocida y nueva: casi sin moverme del lugar yo giraba y me mecía, entrecerrados los ojos y excitado por la inminencia de la felicidad.  

Olvidaba contar que a N. lo había conocido una hora antes a través de una vidriera de Once donde él y su padre compraban la alfombra sobre la que estábamos bailando. Bastó una mirada para que el chico me hiciera un gesto de “esperame” y apenas quedó solo asaltamos un taxi que nos trajo hasta aquí.

Un tablón acostado sobre ladrillos ofrecía un muestrario de papelillos y tres o cuatro aromáticos cogollos que N., sin más ropa que una camiseta de Bali, desmenuzaba con concentración mística. Su pelo ensortijado —en este género de relatos el pelo siempre es ensortijado— barría la mesa.

Sobre lo que siguió no abundaré en detalles. Confío en la imaginación de ustedes y voy al punto: cuando todo acabó me duché para despejar el estupor y al bajar pregunté qué había sido la banda sonora de nuestras piruetas. N. con la suficiencia del bien informado me dijo “es Low, el último de Bowie”. Sería enero o febrero de 1978.

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