› Por Pablo Pérez
Una de sus mayores diversiones era sacar de quicio a sus amigos. Me contaba con orgullo los berrinches que le hacía cuando chico a su hermano Ricardo, diez años mayor que él, para hacerlo enojar. Según cuenta en Dos relatos porteños “el único objetivo de mi arenga, que afinaba a medida que la desarrollaba y me exaltaba, era hacerlo reír”. Escari tenía un sentido del humor genial y refinadísimo, pero exigía siempre el más atento de los oídos. Inconformista y caprichoso, se enfurecía cuando, después de haber hablado dos horas por teléfono con él y ya te ardía la oreja, le decías que tenías que hacer. “¡No me cortes!”, insistía Escari en tono de rabieta, a veces a los gritos. Para él, todos sus amigos, fuéramos más chicos o más grandes que él, éramos una especie de hermano mayor.
Me enteré de la muerte de Raúl cuando después de haberle dejado cuatro o cinco mensajes en el contestador, me decidí a buscarlo por otras vías. No era tan raro que se hubiera esfumado: en los últimos dos años, se había peleado con la mayoría de sus amigos, se los había sacudido como un perro se sacude el agua después de un baño, además nunca tuvo celular y siempre perdía los números de teléfono.
Me enteré por Facebook y después hablé con una amiga suya por teléfono, ella se había enterado por los muchachos del bar de la esquina del pasaje Santa Rosa y Thames que Escari frecuentaba: falleció el 10 de enero pasado, había estado internado varios meses y no le había avisado a nadie más que a su portero, a quien confiaba las llaves de su casa y el pago de todas sus facturas, y a unos primos que se ocuparon de él mientras duró la internación. Raúl Escari se fue de a poco, sin despedirse de nadie más que de su gin tonic y de su whisky on the rocks, de su portero y de sus primos. Se fue como quien no quiere molestar a nadie: “EPITAFIO - HICE LO QUE PUDE” había escrito en una de sus últimas obras, un dibujo para una muestra colectiva, curada por su amigo Alfredo Prior.
En las primeras páginas de Dos relatos porteños se autodefine como loca: “Si no naciste loca, por muy homosexual que seas, nunca llegarás a ser loca”. Eso fue lo que me contestó cuando le expresé una vez mi deseo de ser una loca, porque siempre pensé que de los putos, las locas y las travestis eran las más valientes. Escari era una loca generosa y adorable o temperamental y tiránica, según el día, fumada, siempre: lo primero que te ofrecía cada vez que llegabas a su casa era un joint.
En su juventud formó parte del mítico grupo Di Tella y en 1967 viajó con una beca a París, donde estudió con Roland Barthes. En Dos relatos porteños, cuenta su último encuentro con él y sintetiza, además, los treinta años de silencio que siguieron:
“La última vez que lo vi, unos diez días antes de su muerte, fue en la rue Saint Benoît, frente al Club St. Germain, donde tocaba y cantaba Boris Vian en los’50. Nos detuvimos a charlar en la vereda. Yo acababa de entrar en France-Presse, que me había resuelto de un golpe mi problema económico. Estaba contento y se lo dije.
–¿Y la escritura?, me preguntó. ¿Seguís escribiendo?
–No, respondí.
–¡Tenés que escribir!, dijo. Fueron las última palabras que le escuché decir.
Ya me había dicho lo mismo cuando le conté mucho antes que estaba terriblemente enamorado de Copi. Tu dois écrire, fue su respuesta.”
Siempre era el fan más entusiasta de todos sus amigos artistas y escritores, de los del grupo Di Tella, de sus amigos de París y de quienes lo conocimos tras su regreso a Buenos aires, después de aquellos treinta años de silencio parisino, en su vuelta al ruedo del arte conceptual y la literatura, con la publicación de Dos relatos porteños y Actos en palabras en editorial Mansalva, además de Dr. Pynchon y varios libritos, casi secretos, que Escari consideraba indispensables para una comprensión cabal de sus muestras y su producción artística, destellante y loquísima.
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