› Por Patricio Lennard
El primer disparo se lo dio a su madre en la nuca mientras ella miraba por la ventana de la cocina. El segundo lo recibió su hermano mientras ordeñaba una vaca en uno de los corrales. Entonces escondió la escopeta debajo del bebedero de los animales, revolvió un poco la casa para simular una situación de robo y corrió una cuadra para pedir auxilio a los vecinos. Pero cuando llegó la policía la tranquera estaba cerrada con candado y el desorden que había en las habitaciones no se correspondía con el que se podía esperar de ladrones que no habían dudado en matar a sangre fría. Algunas horas después, en un último gesto desesperado que había ido madurando a medida que sus dichos iban perdiendo fuerza, intentó involucrar a un supuesto novio como autor de la masacre. Declaró que estuvieron juntos en su habitación, que en un momento el otro salió con el arma, que escuchó disparos, que forcejeó con él hasta quitarle la carabina, y que salió corriendo para pedir ayuda. Así el componente homosexual se deslizó en la trama de un crimen que terminó salpicado por la misma sangre. Salpicado por la sangre de su sangre.
Cuando Cristian Marcelo Bernasconi le confesó esta semana a la policía que él había sido el autor del asesinato de su madre y de su hermano mayor, junto a quienes vivía en el campo que su familia tiene en la localidad bonaerense de Lisandro Olmos, a nueve kilómetros de la ciudad de La Plata, asumió una culpa que era otra que aquella que su madre y su hermano habían querido generarle a lo largo de dos años en los que ambos no habían ahorrado esfuerzos para que ese chico de 18 años que un día les había dicho que era gay de una buena vez se enderezara. “Vos tenés que ser normal, no podés seguir haciendo eso”, eran las recriminaciones que recibía casi todos los días. Reproches que generaban discusiones fuertes, muchas de las cuales quedaron volcadas en el diario intimo que Cristian escribía.”Ellos me hostigaban, no me dejaban elegir a quién amar”, dijo en su confesión ante los investigadores. Y si bien adujo también, entre sus motivaciones, el hecho de que tuviera que soportar cotidianamente las pesadas tareas que se había visto obligado a realizar en el campo luego de la muerte de su padre, un año atrás, lo cierto es que la homofobia fue el principal detonante.
Pero la tragedia podría haber sido diferente y acaso menos sorprendente si, en lugar de matar, Cristian hubiera decidido suicidarse. Una opción que él había considerado una semana antes del crimen, cuando escribió una carta con tono de despedida a su familia y a su novio, un muchacho de La Plata, y que la policía encontró debajo de su almohada. Así, todo hubiera sido más previsible y el suicidio que no fue apenas hubiera engrosado las estadísticas que demuestran que la homofobia es una de las causas más comunes de suicidios entre los más jóvenes. Una realidad que en España se ve reflejada en el hecho de que más de la mitad de los suicidios en adolescentes varones es atribuible a la discriminación por orientación sexual, mientras que el suicidio es la segunda causa de muerte –después de los accidentes de tránsito– entre jóvenes y adolescentes, según un informe del Instituto Nacional de la Salud y la Investigación Médica (Inserm). Datos que si algo dejan en claro es que la homofobia mata y que, en ciertas ocasiones, también genera formas de violencia que vuelven, como un boomerang, a aquellos que las detentan como un arma.
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