TRAVESIAS > EN 4X4, DE JUJUY A MACHU PICCHU
Todos los años parte desde Jujuy una caravana de camionetas 4x4 que atraviesa Bolivia y Perú para llegar a Machu Picchu. En el trayecto se visita el salar de Uyuni con sus hoteles de sal, el lago Titikaka y la legendaria Cuzco hasta Machu Picchu. Después de dos días en la ciudadela inca se regresa por Chile para conocer Arica, Iquique y el desierto de Atacama. Son 20 días de viaje que culminan en la ciudad de Salta.
› Por Julián Varsavsky
A Machu Picchu se puede llegar de diversas maneras. Pero si la meta del viaje no es sólo conocer la asombrosa ciudadela inca, sino el camino en sí, una de las mejores opciones es emprender una travesía desde el norte argentino al Perú, siguiendo un itinerario que cruza Bolivia.
Todos los años, en el mes de octubre, parte desde Jujuy hacia Perú una caravana de camionetas 4x4. Viajar por tierra tiene muchos pros y algunos contras. Por un lado, uno se interna en “las venas abiertas de América latina”, conociendo todas sus caras y no sólo la más bonita para el turismo. Se atraviesan las ciudades desde los suburbios más alejados y se recorren vastas extensiones de salares y desiertos. Pero por sobre todas las cosas, en estas travesías se puede parar en cualquier lugar. Como contrapartida, se está sujeto a percances mecánicos –aunque un mecánico acompaña al grupo– y el paso de una aduana puede demorar cuatro horas en alguna ocasión. En un viaje de este tipo uno se sumerge a fondo en la cruda realidad del continente.
La travesía comienza en San Salvador de Jujuy, donde se dan cita los viajeros. Los últimos aprestos implican ajustar bien las tuercas de cada rueda –todos llevan dos auxilios–, coordinar las frecuencias de la radio para intercomunicar los vehículos y controlar las baterías. Además se recomienda una buena provisión de hojas de coca y bicarbonato para prevenir el “soroche”.
A la mañana temprano se parte hacia Bolivia por la quebrada de Humahuaca, para subir luego a la Puna, salir del país por La Quiaca y entrar a Bolivia por Villazón. La caravana, vista desde la última camioneta algo rezagada, parece una serpiente gigante ondulándose en la altiplanicie para perderse en la nada.
DE UYUNI AL TITIKAKA La primera noche en el Altiplano transcurre en el pueblo de Tupiza, para salir bien temprano hacia uno de los puntos fuertes de este viaje: el salar de Uyuni.
Al aproximarse al salar –a 3650 metros sobre el nivel del mar– el paisaje se asemeja a un inmenso océano blanco, incluso con sus islas llenas de cactus. El salar tiene una superficie de 12.000 kilómetros cuadrados, contiene 10 mil millones de toneladas de sal, y según los científicos fue en tiempos prehistóricos un lago salado o una especie de mar interior. Es el más grande del mundo, famoso además por sus hoteles de sal. Se duerme en uno de ellos, en camas de sal, comiendo en mesas con sillas de sal, bajo techos de sal, entre paredes de... Por la noche los viajeros hacen un paseo entre ráfagas de viento blanco que sacuden la camioneta en la monotonía del desolado paisaje. Y a la mañana se visitan las canteras donde se obtienen los bloques de sal.
El plato típico en el salar de Uyuni son las chuletas de llama que prepara la esposa de don Teodoro, el constructor del primer hotel de sal del mundo. Hay varios hoteles para elegir, desde muy modestos hasta uno llamado Palacio de Sal, que ofrece pileta cubierta, baño sauna y hasta una cancha de golf de 9 hoyos (de sal, claro está).
La hoja de ruta del tercer día marca una visita a Oruro, siempre por caminos de ripio que caracolean junto a enormes precipicios. El objetivo es pasar la noche en ese pueblo, considerado la capital del Carnaval en el Altiplano.
A partir de Oruro comienza el asfalto hasta la ciudad de La Paz. La Puna boliviana va quedando atrás y luego de un almuerzo en El Alto y de atravesar la capital boliviana, se sigue rumbo a Copacabana, a orillas del lago Titikaka. En el camino se va caracoleando entre las montañas, con unas vistas increíbles de la cordillera Real.
Desde Copacabana la excursión más importante es una navegación en balsa por el legendario Titikaka. Junto al lago vive don Paulino, el constructor de balsas de junco que ayudó a Thor Heyerdal en sus expediciones posteriores a la Kon Tiki, a quien por supuesto se puede conocer.
Aunque el itinerario de la travesía no lo prevé, vale la pena saber que en las aguas del Titikaka, próximas a la ciudad de Puno, hay un archipiélago de cuarenta islas flotantes habitadas por los indios uros, famosos por sus habilidades en la manufactura de juncos. Con ellos hacen balsas muy estables, construyen casas e incluso las islas artificiales de suelo esponjoso que flotan en el Titikaka. Sobre esta suerte de embalsados transcurre la vida de los uros desde que fueron expulsados de sus tierras por los incas en tiempos precoloniales. Aunque parezca mentira, el hecho de que la isla sea flotante implica un sistema de anclaje al fondo del lago. Las islas tienen entre dos y tres metros de espesor y flotan en las partes del lago que tienen diez o más metros de profundidad.
CUZCO Y MACHU PICCHU El día número trece del viaje se llega a Cuzco por la noche para recobrar fuerzas entre tanto apunamiento. A la mañana siguiente se visita la ciudad, famosa por sus balcones de madera coloniales, catedrales desmedidas con altares de oro y una Plaza de Armas cargada de historias de conquista y explotación. Entre las estrechas calles encerradas por imponentes muros de piedra se llega al Museo del Inca y a las ruinas del templo de Sacsahuaman.
A 32 kilómetros de Cuzco se visita el mercado de Pisac. Este pueblo de origen colonial cobra una vida especial los días domingo, cuando los campesinos bajan a la feria a intercambiar sus frutos, muchas veces con el sistema del trueque. En la bulliciosa feria se puede probar una chicha auténtica –hay que estar preparado para su fuerte sabor–, acompañada por un delicioso pan horneado relleno con vegetales. En la plaza se da cita el pueblo kolla en medio del bullicio mezclado con el aroma de las fritangas. En el mercado de Pisac pocas cosas se desperdician, incluyendo los cuises –son un rico alimento–, viejas calaveras humanas que se venden con fines religiosos y fetos de llama para ofrendar a la Pachamama.
El viaje continúa hacia Ollantaytambo, donde se dejan las camionetas y se aborda un tren que llega al pueblito de Aguas Calientes. Allí se pasa la noche a orillas del río Urubamba. Lo más curioso de este pueblo es su angosta calle principal, por donde pasan las vías del tren en medio de las casas. Y en una pileta de hormigón despintado casi todos los visitantes se dan un baño reparador en unas aguas verdosas con olor a azufre de origen volcánico.
Los dos días destinados a Machu Picchu –las ruinas arqueológicas más visitadas de Sudamérica– son por supuesto los más intensos. El punto culminante del paseo es la caminata de una hora hasta la cima del Huaynapichu, adonde casi todos llegan sin aliento, tanto por la imponencia del lugar como por los efectos de la altura. El impacto que produce poder estar y recorrer la misteriosa ciudadela, conocer su historia y sumergirse en los tiempos incaicos requiere una exclusiva y larga nota. Pero como el objetivo de esta crónica pasa más bien por el relato de la travesía por las regiones andinas, es necesario continuar el viaje con la caravana de 4x4 que espera en Ollantaytambo.
DE ARICA AL DESIERTO DE ATACAMA Para llegar a Chile es necesario cruzar la cordillera otra vez, durmiendo antes en la ciudad peruana de Tacna. Ya en el día 17 de la travesía se llega a Arica e Iquique por la ruta Panamericana, a orillas del océano Pacifico, en la Primera Región de Tarapacá. Su centro turístico es la ciudad de Arica, cuyos alrededores resguardan tesoros arqueológicos de primer orden. Se puede comenzar por el Museo San Miguel, que alberga una serie de momias de la cultura Chinchorro de 7000 años de antigüedad, consideradas las más antiguas del mundo, dos mil años más viejas que las de Egipto. Pero el punto culminante de la visita a Arica son los geoglifos de Azapa, a 4 kilómetros de la ciudad. Se trata de dos paneles gigantes hechos con piedra sobre la ladera de una montaña, denominados La Tropilla y Cerro Sagrado. El primero muestra un conjunto de camélidos conducidos por dos chamanes y el segundo tiene dos figuras antropomorfas que estarían vinculadas a colonias incas que existieron hace varios cientos de años en la zona del Altiplano chileno.
En el camino hacia Iquique se visita otro conjunto de geoglifos realizados entre los años 1000 y 1400 después de Cristo, sobre la ladera del cerro Unitas. En este conjunto de veintiún figuras sobresale la de un humanoide de 86 metros de largo que representa a un jefe tiawanaco, con un gorro de cuatro puntas y su báculo de mando. Este impresionante geoglifo, rodeado de una inmensa soledad, es uno de los más grandes que haya realizado cultura alguna de la antigüedad.
El segmento chileno de la travesía culmina en San Pedro de Atacama, un poblado de 2500 habitantes de la región de Antofagasta, ubicado en la inmensa altiplanicie entre la cordillera de los Andes y el océano Pacífico. La mayoría de sus casas son de adobe y mantienen el estilo original que le imprimieron al pueblo los primeros españoles que llegaron a la región a partir de 1550. De aquellos tiempos, San Pedro mantiene una parte importante de su arquitectura, levantada alrededor de una plaza central con un cabildo. El pueblo es en verdad un oasis en medio del desierto de Atacama, una de las zonas más resecas del mundo, a 2400 metros sobre el nivel del mar.
A 89 kilómetros de San Pedro –en pleno desierto de Atacama– la caravana llega a uno de los escenarios naturales más asombrosos de Chile: un campo geotérmico con más de cien géiseres y fumarolas rodeados por una serie de imponentes volcanes nevados. A los Géiseres del Tatio se llega muy temprano en la mañana (a las 5.30), para caminar mientras amanece entre los ensordecedores chorros de agua y vapor de los géiseres, que forman columnas de hasta diez metros de altura. Los violentos chorros de vapor salen despedidos hacia arriba a través de angostas fisuras en la corteza terrestre. La temperatura ambiente –a 4200 metros sobre el nivel del mar– desciende por debajo de cero grado y contrasta con la temperatura del agua que brota desde las entrañas a 85 grados centígrados.
EL OTRO VALLE DE LA LUNA Allí donde el salar de Atacama se encuentra con la cordillera de los Andes, hay una gran depresión en el terreno formada hace 22 millones de años, donde alguna vez existió una laguna salada que al evaporarse dejó a la vista un salar. Como nuestro Ischigualasto sanjuanino, este extraño lugar ubicado a 13 kilómetros de San Pedro también se llama el Valle de la Luna y es uno de los principales atractivos turísticos de la región. El valle se caracteriza por tener una sequedad tan absoluta que no se percibe el más mínimo vestigio de vida en su superficie. La erosión del viento produce una serie cambiante de extrañas formaciones sedimentarias con escarpes rojizos, amarillentos, verdosos y azulados. Durante el paseo se camina entre crestas filosas, montículos y hondonadas que conforman un paisaje desolado donde no queda claro si así habrá sido la tierra en sus orígenes o si éste será el paisaje que reinará algún día, cuando todo termine.
Se recomienda hacer la visita al Valle de la Luna al atardecer, reservando para el momento cumbre la Duna Mayor. Allí un observador agudo descubrirá una estrella solitaria por encima del horizonte, apuntalando el volcán Licancabur. Es el planeta Júpiter, visto desde esta “luna” chilena. El último tramo de la travesía llega hasta Salta por el paso de Jama, cruzando la cordillera por última vez. Luego de veinte días en el Altiplano, la altura ya no afecta, las dimensiones del paisaje están incorporadas a la percepción, y la idea de seguir eternamente en la ruta ya no produce incomodidad. Una vez agarrado el gustito a la sensación de estar siempre de paso en cada lugar, uno se sigue despertando por varios días en la mañana con una acuciante necesidad de volver a partir.
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