PANAMA > DEL PACíFICO AL ATLáNTICO
A punto de cumplir un siglo, el Canal de Panamá proyecta una ampliación de sus esclusas para adaptarse a los nuevos tiempos y seguir permitiendo el paso entre el Pacífico y el Atlántico de barcos cada vez más grandes. La historia épica de una obra de ingeniería.
› Por Graciela Cutuli
En la cintura del continente americano, Panamá tiene un lugar privilegiado, gracias a una historia geológica de millones de años que, a principios del siglo XX, permitió aprovechar la estrechez del istmo que une América Central y del Sur para trazar un paso que uniera el Atlántico y el Pacífico evitando un largo rodeo hasta el distante estrecho de Magallanes. Panamá –abundancia de peces y mariposas, en la lengua de los nativos– está indisolublemente unido al destino de su canal: por allí pasa el mundo, de un océano a otro, pasan personas y mercancías, y el momento en que cada barco va subiendo y bajando por las sucesivas esclusas no puede sino recordar los sacrificios y batallas que el hombre libró contra la naturaleza para rendirla y abrir un surco definitivo en el ombligo centroamericano.
UNA HISTORIA EPICA Los proyectos de abrir un paso entre el Pacífico y el Atlántico a la altura de Centroamérica tienen siglos de antigüedad: ya en 1514 el fundador de la ciudad de Panamá buscaba un pasaje natural entre ambos mares, por orden de la corona española. No tuvo éxito, pero sí impulsó la construcción del Camino Real por tierra, camino que durante siglos fue lugar de tránsito de mercaderías desde el Pacífico hacia los puertos del Caribe. Esta ruta se convirtió, junto al posterior Camino de Cruces abierto en el siglo XVI, en la principal vía comercial de la región hasta la inauguración en 1914 del Canal de Panamá. Por entonces, hacía tiempo que geógrafos, geólogos y exploradores buscaban el mejor lugar para abrir una hendidura en el istmo, a la vez que gobiernos y empresas negociaban concesiones, contratos y derechos para la construcción del futuro canal.
El proyecto, enfrentado durante años a acusaciones de fantasía y escepticismo, empezó a tomar cuerpo recién después de la construcción del Canal de Suez bajo la dirección del francés Ferdinand de Lesseps: en un Congreso organizado por la Sociedad Geográfica de París en 1879, se decidió finalmente el trazado del Canal de Panamá y se dio pie a la construcción de lo que luego se conocería como el Canal Francés. El 1º de enero de 1880 se dio la primera palada simbólica de la obra, y cuatro años después ya había más de 17.000 obreros tratando de abrir el paso, contra viento y marea, enfrentados a la resistencia de la naturaleza y la hostilidad del clima. Muchos procedían de las Antillas, pero también del resto de las Américas, de Europa y hasta de Oriente: hoy día los panameños se enorgullecen de su mezcla de razas y la diversidad de fisonomías heredada de aquellos tiempos, cuando cientos de pueblos del mundo viajaron al istmo para participar en la construcción del canal. La construcción, sin embargo, fue también una auténtica masacre: a diferencia de lo que ocurría en la desértica región de Suez, en Panamá las lluvias destruían en pocas horas la paciente labor de semanas, mientras hacían estragos la malaria y la fiebre amarilla. Se estima que entre 1880 y 1889 murieron 22.000 obreros, a un promedio de cien personas por día: así, el esfuerzo de haber excavado millones de metros cúbicos de tierra, construido ferrocarriles, puertos, hospitales y canales de navegación quedaba prácticamente en la nada. Para los franceses, se hacía imposible lidiar contra las dificultades del terreno sumadas a las acusaciones de malversación y la presión de los accionistas: así llegó la hora de los norteamericanos que, por su parte, también habían intentado abrir un canal en Nicaragua. Allí se les ofrecía mayor extensión –300 kilómetros, contra los 80 de Panamá en lo más estrecho del istmo–, pero también un terreno más plano: sin embargo, una erupción volcánica reveló los peligros del proyecto e impulsó a Theodore Roosevelt a negociar con los franceses.
Finalmente, Estados Unidos pagó 40 millones de dólares por el título de la obra, que retomó en 1904 y concluyó en diez años: no fue ajeno a su éxito el hallazgo de una inyección para controlar la fiebre amarilla, de la que se aplicaron cientos de miles de dosis. El primer barco en atravesar la gigantesca obra fue un vapor tripulado por empleados del canal, el 15 de agosto de 1914.
TRES ESCLUSAS El Canal de Panamá está constituido por tres esclusas, gigantescas piletas de 33 metros de ancho por más de 300 de largo, que permiten elevar los barcos 26 metros sobre el nivel del mar, a lo largo de tres etapas. Veintiséis metros sobre el nivel del mar es la altura del lago artificial navegable Gatún, en el centro del Canal, que constituye la reserva de agua necesaria para las operaciones de esclusaje: a su vez, el lago se une con el Pacífico a través del Corte Culebra, una zanja de varios kilómetros de largo que atraviesa una pequeña cordillera. Y 26 metros es también la altura de un cerro de la ciudad levantado con tierra extraída del canal... Las tres esclusas son las de Miraflores, de dos escalones; la de Pedro Miguel, de uno solo, y la de Gatún, de tres, donde cada barco desciende los 26 metros que subió del lado del Pacífico. Siempre hay que tener presente, como explican los guías en cuanto se pone un pie en la esclusa Miraflores, la más cercana a la ciudad de Panamá, que para orientarse según los parámetros panameños, el Pacífico se ubica al sur y el Atlántico al norte, de modo que los pasajes siempre se indican en términos de norte-sur o sur-norte y no este-oeste u oeste-este. No es de extrañar el costo que tiene cruzar el canal, si se piensa que sólo el uso de los remolcadores (barcos con un eje de 360) cuesta 3000 dólares la hora: el peaje total, que puede alcanzar así decenas de miles de dólares, debe ser pagado de antemano y totalmente en efectivo.
EL PASO DE LOS BARCOS La visita al canal en Miraflores tiene como plato fuerte el acceso a la terraza desde donde se ve la operatoria de los expertos que permiten el pasaje de los gigantescos barcos Panamax, aquellos cuyo tamaño les permite pasar por el ancho de las esclusas. El tránsito rápido y seguro de los barcos por el canal es garantizado por unas pequeñas locomotoras conocidas como “mulas”, que remolcan los barcos, los frenan y a la vez los mantienen centrados en la cámara de la esclusa, para evitar roces con las paredes de hormigón. Las naves de mayor porte son todo un desafío, ya que pueden quedar menos de 60 centímetros entre sus bordes y las paredes de la esclusa: ver el lento avance de los gigantes con esa increíble precisión permite imaginar en toda su complejidad el trabajo de los pilotos panameños que tienen a su cargo la conducción de las naves de toda procedencia, sin excepción, durante el cruce del canal.
El centro de entrenamiento de los pilotos se puede ver en las afueras de la esclusa, en lo que antiguamente era la “zona del canal”, y territorio norteamericano: allí estaban las bases estadounidenses, sobre una zona de exclusión de varios kilómetros, que provocó durante años el resentimiento y las protestas panameñas que costaron la vida de varios estudiantes hasta la devolución del control sobre la obra en 1999. Un sentimiento que vuelve a aflorar cuando se habla de la antigua “freeway”, como la llamaban los norteamericanos, la zona de entretenimientos donde sólo se permitía el paso de las mujeres durante los fines de semana.
Ahora, el Canal está destinado a la ampliación con nuevas esclusas, más adecuadas al tamaño creciente de los barcos: el año pasado los panameños aprobaron la nueva obra en un referéndum y el proyecto prevé como detalle decisivo el reciclado del 60 por ciento de los millones de litros de agua que se utilizan en cada paso de un barco. Un tema sensible, incluso en una de las zonas más lluviosas del mundo, sobre todo cuando se piensa en la conservación del espléndido ecosistema selvático que rodea toda la zona del canal.
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