Domingo, 10 de junio de 2007 | Hoy
ESPAÑA > UN VIAJE HISTóRICO-LITERARIO
El Cantar de Mio Cid cumple 800 años. La obra glosa la epopeya de Rodrigo Díaz de Vivar hacia el destierro. Un viaje entre Burgos y Valencia cuyas huellas se pueden seguir hoy en un itinerario por los paisajes, la historia y la leyenda del Cid Campeador.
Por Julio Llamazares
De El País Semanal.
Dice la tradición que Babieca, el legendario caballo del Cid, nació en Babia, en las montañas del Reino de León, y que, antes de pertenecer al mítico caballero, sirvió a un rey moro de Sevilla que presuntamente lo habría tomado como botín de guerra en una de sus incursiones por el norte de la Península. Verdad o no, lo que parece evidente es que Babieca era un caballo muy resistente, habida cuenta del territorio que recorrió en unión de su dueño; incluso, según dice la leyenda, llevando a éste ya muerto.
Este año se cumplen los 800 años del Cantar que glosa sus aventuras, y que escribió o copió, no se sabe bien, un tal Per Abbat para unos, un abogado burgalés, y para otros, un juglar de Caracena en Soria, y con ese motivo las diputaciones de las provincias que aquél cita expresamente se han lanzado a promocionar un camino que, aunque complicado y largo, podría competir con el famoso de Compostela a poco que alguien se lo proponga. Belleza no le falta, ni itinerarios por los que poder perderse, ni siquiera leyendas, como a aquél.
El camino del Cid, que es el que el Cantar recoge, comienza en Vivar, en Burgos, el solar del caballero que algunos han querido convertir en la quintaescencia de lo español, de lo católico y de lo ortodoxo, si bien no fue así, o por lo menos no exactamente. Español no lo era, puesto que aún no existía España; católico lo fue, pero sin exagerar (ni su actitud ante el enemigo, ni sus servicios prestados a algunos reyes moros casan bien con esa idea), y ortodoxo no lo fue, salvo que por ortodoxo se entienda andar errante la mayor parte de su vida, bien haya sido por decisión propia, bien porque le desterrara el rey, como narra el Cantar en su comienzo. Lo cual no impide que en su Vivar natal le recuerden como a un héroe y, últimamente también, como un motivo de atracción turística. Desde el molino del río Ubierna, heredero del que fuera propiedad del propio Cid, y frente al que una piedra señala la “legua 0” del camino, hasta el vecino convento de monjas clarisas donde se conservó mucho tiempo el manuscrito del Cantar (hoy en la Biblioteca Nacional de Madrid), todos coinciden en intentar sacarle al personaje el mayor rendimiento posible.
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Entre Vivar y Burgos a penas distan 12 kilómetros. Doce kilómetros que, en tiempos del Campeador, debían de estar desiertos, pero que ahora cruza una carretera a cuyos bordes crecen las urbanizaciones, sobre todo a medida que aquélla se acerca a Burgos. El Cantar dice que al abandonar Vivar vieron un cuervo a la derecha y que al acercarse a Burgos lo vieron a la izquierda, lo que parece ser era un buen augurio; pero hoy es difícil ver otra cosa que los coches que llenan la carretera. La ciudad, no obstante, no ha cambiado demasiado. Ha crecido, ciertamente, pero su estructura central es la misma que la que encontrara el Cid, arracimada en torno de su catedral, que tampoco es la misma iglesia ante la que aquél rezó antes de partir definitivamente al destierro. A cambio, la actual catedral gótica conserva, en el centro del crucero, los restos del héroe y de su mujer, Jimena, después de permanecer durante siglos en San Pedro de Cardeña. (...)
El arenal del otro lado del río Arlanzón, donde el Cid y sus hombres acamparon esa noche, es ya un montón de edificios, y lo mismo ocurre con los demás lugares que el Cantar cita en sus versos. No obstante, la ciudad entera recuerda a su viejo héroe, ya sea en los nombres de sus comercios, ya sea en los de las propias calles. Y, por supuesto, en las esculturas que ha levantado en su memoria, y entre las que destaca la ecuestre del Campeador cabalgando sobre Babieca a la entrada del puente de San Pedro.
Así, de la misma forma, tomó, según el Cantar, el camino de San Pedro de Cardeña, el cenobio cisterciense en el que, al decir de aquél, dejó a su esposa y a sus dos hijas al cuidado de los monjes. (...) Restaurado y habitado nuevamente, el monasterio se ha convertido en la Jerusalén del Cid, con sus recuerdos del personaje, sus leyendas y motivos alusivos (el mismo Babieca, dicen, está enterrado a sus puertas) y, sobre todo, el magnífico sepulcro del Cid y doña Jimena, violentado y expoliado durante la invasión francesa y hoy convertido en un cenotafio. (...)
De San Pedro de Cardeña a San Esteban de Gormaz, ya en la provincia de Soria, el Cantar solamente cita un misterioso “Espinaz de Can”, lugar ya desaparecido o transformado en el actual Espinosa de Cervera, al sur de Silos. La toponimia y su antigüedad sin duda juegan a su favor; así que hay que suponer, a juzgar por la geografía, que el Cid pasaría por Covarrubias, ya entonces plaza importante, y que escucharía a lo lejos el gregoriano silense mientras cabalgaba en dirección al Duero, donde estaba la frontera de Castilla en aquel tiempo. Habían pasado ya siete días de los nueve que el rey Alfonso VI le había dado para abandonar su reino. El paisaje, en verano y en aquel tiempo, debía de ser terrible, como bien imaginó Manuel Machado: “El duro sol, la sed y la fatiga. / Al destierro con doce de los suyos, / polvo, sudor y yerro, / el Cid cabalga”. Aunque ahora, en primavera, todo está verde y lleno de flores.
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Aquí empezaba la “extremadura”, como se conocía entonces al territorio que, despoblado y sin protección, se extendía entre la frontera, que entonces marcaba el Duero, y la sierra de Miedes, en el Sistema Central, ya vigilada por los moros.
Su primera noche en ella, el Cid y sus hombres la pasaron en la Figueruela, un término del actual pueblo de Fresno de Caracena (del que muchos sostienen era el autor del Cantar, por la gran profusión de nombres que da al hablar de la zona), en el que, según aquél, al desterrado se le apareció en sueños el ángel San Gabriel, quien le anunció que haría su viaje con suerte: “Cabalgad, Cid, el buen Campeador / pues nunca con tan buena suerte cabalgó varón...”. Así que, confortado, al día siguiente cruzó la sierra de Miedes, cerca de las ruinas de Tiermes, yendo a dar a tierra mora. Lo hizo de noche, para evitar ser visto, y al amanecer estaba ya al otro lado. Era el último día del plazo dado por el rey para que abandonara definitivamente su reino.
Por tierra enemiga, el Cid, al que por el camino se le habían ido uniendo muchos otros caballeros castellanos (hasta 300 pendones contó en la sierra de Miedes), avanza con más cuidado. Aunque su fuerza es grande, más lo es la de sus enemigos, por lo que procura evitar las ciudades más importantes de éstos. Así, dice el Cantar, dejó Atienza a su izquierda pese a que los carteles turísticos digan que la conquistó y bajó en línea recta hacia el río Henares, donde levantó sus tiendas en un lugar emboscado, cerca del pueblo de Castejón. Atrás había dejado el legendario robledal de Corpes, donde ocurrió la presunta afrenta de sus dos hijas a manos de sus maridos, los infantes de Carrión, hoy un pueblacho orgulloso de ser el protagonista de tan tormentosa historia, aunque los estudiosos dicen que ni existió ni sucedió aquí. (...) Sea como haya sido la historia, lo que es cierto es que el Cid Campeador, desde su campamento junto al Henares, mandó a parte de sus hombres a saquear Guadalajara y Alcalá, y que él mismo, mientras tanto, hizo lo propio con Castejón, aprovechando que sus vecinos habían salido a los campos. Dice el Cantar, recordándolo: “Mio Cid por las puertas entraba / en la mano trae desnuda la espada / quince moros mató de los que encuentra al paso / A Castejón ganó, con el oro y la plata...”. (...)
Pero, cuando el Cid cruzó la frontera, ésta estaba vigilada aún por los moros, y por eso evitó en su paso sus puntos más importantes, como Medinaceli, al norte, o Molina de Aragón, al mediodía, acampando aquella noche entre las poblaciones de Ariza y Cetina. Aunque tampoco se detuvo mucho. A la mañana siguiente siguió por el río abajo hasta la cercana Alhama, cuya hoz cruzó sin pararse (ni siquiera las termas árabes le hicieron detenerse a descansar), hasta acampar de nuevo, pasado Ateca, en “un cerro redondo, fuerte y grande”, a la vista del castillo de Alcocer. (...) En torno de Alcocer tuvo lugar una de las batallas más cruentas de cuantas narra el Cantar del Mio Cid. Llegadas a Valencia –dice éste– noticias de la presencia del Cid en el territorio, el rey Tamín envió a combatirlo a dos de sus mejores lugartenientes, los emires Fáriz y Galve, al frente de 3 mil guerreros. Enseguida llegaron. Segorbe y Teruel arriba, a la vista de los invasores, a los que pusieron cerco por espacio de quince días, al cabo de los cuales, cortado el agua y el suministro, el Cid decide enfrentarse a ellos, a pesar de ser sus hombres muchos menos que los moros. Le ayudara el ángel Gabriel o no, lo cierto es que el Cantar dice que el Cid ganó la batalla y que los emires Fáriz y Galve, heridos y derrotados, corrieron a refugiarse Jalón abajo hasta Terrer y Calatayud, hasta donde les persiguió el Cid.
Con el botín conseguido –“quinientos diez caballos, amén de enseñas y armas”–, una parte del cual hace llevar a Burgos, el Cid continúa camino, ahora por el río Jiloca, que es un río tan feraz como el Jalón. Especialmente en la primavera, con los frutales llenos de flores que en el verano serán los higos, las cerezas y los melocotones que le han dado fama a esta tierra. Del camino, el Cantar poco dice, empero, salvo que, “al apartarse del río Jalón, tuvo buenos agüeros”. (...)
Desde el Poyo, donde permaneció algún tiempo (entre 988 y 1092, según la historia), el Cid dominó y asoló todo Teruel, desde Albarracín, al oeste, hasta Alcañiz, al este, adentrándose incluso en tierras de Huesca y Lérida. Le pagaban tributos Montalbán, Daroca y Cella, y hasta Teruel, que entonces era una aldea. Aunque enquistado en tierra enemiga, era el dueño y señor de aquellos pagos. Al cabo de cuatro años, el Cid decidió, no obstante, haciendo caso al consejo de que “quien en un lugar vive siempre, lo suyo se le acaba”, proseguir su avance hacia el este y, dando un salto en el mapa, trasladar su campamento hasta Olacau, ya en plena sierra del Maestrazgo, que conocía de su período de servicio al conde de Barcelona. (...)
En Olacau termina la primera parte del Cantar, que es la que corresponde al destierro (lo hace, eso sí, con otra batalla, la que el Cid libró en el pinar de Tévar, en los alrededores de Torre Miró, en Morella, con el conde catalán Berenguer Ramón II, que le consideraba en zona de su influencia y al que, aparte de hacerle preso, le ganó la espada Colada), y empieza la de las Bodas, cosa que hace con estos versos: “Ha poblado Mio Cid el puerto de Olocau / ha dejado Zaragoza y las tierras de acá / ha dejado Huesca y tierras de Montalbán. / Por Oriente sale el sol y hacia allí volvió la vista hacia la mar salada empezó a guerrear”.
Xérica, Onda, Almenara, las tierras de Burriana y el castillo de Murviedro actual Sagunto aparecen citadas entre sus conquistas, aunque la toponimia, aun hoy, marca su paso por otros sitios. Así, los de la Iglesuela y Villafranca del Cid, en la raya de Teruel con Castellón, uno a cada lado de ella o, más abajo, Lucena, y, por supuesto, los numerosos castillos que ostentan su patronímico, con mayor o menor verdad histórica. (...)
“En tierra de moros cogiendo y ganando / durmiendo de día y por las noches luchando / en ganar aquellas villas Mio Cid empleó tres años”, dice el Cantar al hablar de ello, y remata, al contar la toma de Valencia: “Nueve meses cumplidos, sabed, sobre ella estuvo / cuando llegó el décimo hubiéronsela de dar”. Había logrado su objetivo. Aquel que se había marcado cuando partió hacia al destierro y el que le habría de congraciar con Alfonso VI, su rey a pesar de todo. Eso dice la leyenda, aunque la historia es muy diferente. Pero no importa. El juglar lo cantó así y así quedó en la memoria de las gentes que, a lo largo de los siglos, la oyeron en aldeas y castillos y se la repitieron luego a los suyos, transformándola, al hacerlo, cada vez. Luego vino la mistificación, el intento de beatificación incluso, la utilización política y religiosa de una figura compleja, llena de contradicciones, muy diferente de la que nos han pintado. A nueve siglos ya de su muerte, y a ocho del manuscrito que glosa sus aventuras, lo que queda de verdad es el camino que recorrió por media península, y que cruza el espinazo de esa tierra –Guadalajara, Soria, Teruel, Castellón, Valencia...– que todavía sigue siendo un descubrimiento.
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