Dom 08.07.2007
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INGLATERRA > JOYAS DE LA CORONA

Kohinoor era un diamante

En un cuartito penumbroso de la Torre de Londres destella la corona de la reina de Inglaterra, en cuyo centro tiene engarzado el famoso diamante Kohinoor, que fuera por siglos el más grande del mundo. Oriundo de la India, estuvo incrustado largo tiempo en el trono del Taj Mahal. A lo largo de 500 años de conquistas fue pasando de un emperador a otro –persas, mongoles e hindúes–, hasta que a mediados del siglo XIX terminó en manos de la corona inglesa.

› Por Julián Varsavsky

El imperio británico –como cualquier otro a lo largo de la historia– ha desarrollado un culto exacerbado por el lujo de las joyas y las piedras preciosas. Aunque en la Edad Media su valor de cambio era fundamental para financiar las guerras, hoy en día tienen un valor simbólico y a ningún miembro de la familia real se le ocurriría vender una joya. En tiempos de pobreza, muchas veces los reyes debieron empeñar las joyas y llegaron incluso a tener que alquilar piedras preciosas ajenas para poder decorar la corona días antes de una coronación.

Según un inventario oficial realizado hace 15 años, las joyas de los Windsor sumaban la cifra exacta de 22.599 piezas, contando piedras preciosas, espadas y vestidos de gala, pero también cucharas, prendedores y cuanto objeto de valor fuese posible acumular. Algunos de esos objetos son algo desproporcionados, como un salero de oro de 46 centímetros de alto y 6,3 kilogramos de peso que aún hoy la reina Isabel II quiere que esté en la mesa cuando tiene invitados a una comida. Otro fetichista famoso por su adoración a las piedras preciosas fue el rey William IV, quien en 1830 hizo incrustar en su corona gran cantidad de rubíes, zafiros y perlas. Lo que no tuvo en cuenta es que la corona quedó tan pesada por la lujosa carga que el día de su coronación no la pudo mantener en su cabeza por el terrible dolor de cuello que le produjo.

Con el auge del colonialismo, la corona inglesa salió a flote y comenzó a acumular toda clase de tesoros –algunos en las arcas reales, otros en el Museo Británico–, la mayoría fruto del saqueo posterior a cada conquista, con la reina Victoria a la cabeza, famosa por su afán de coleccionista. De aquellas 22.599 piezas, la más famosa, tanto por su belleza como por la historia sangrienta y acaso milenaria que esconde su inocente brillo, es el diamante Kohinoor, considerado hasta hace un siglo el más grande del mundo.

Del tamaño de un pulgar y con un brillo extraordinario, podría decirse que el diamante Kohinoor ha sido la piedra más disputada de la historia. Legiones enteras atravesaron las estepas de Persia, Afganistán, India y Mongolia para despedazarse unas a otras en pos de apoderarse de las riquezas del vecino, entre ellas esa piedra cuyo brillo mágico simbolizaba mejor que nada el anhelo eterno de dominio sobre el otro.

En la historia

Según las historias más incomprobables, el Kohinoor habría aparecido hace 5 mil años en la región del Gólgota en la India, y se lo menciona en las antiguas escrituras sánscritas con el nombre de Syamantaka, regalado a Krishna por Jambabantha, el padre de su mujer.

La primera referencia documental que los historiadores consideran más válida data de 1304, cuando estaba en manos del Rajá de Malwa en la India. Dos siglos más tarde, el diamante y la India fueron conquistados por el emperador Babur, un sultán que fundó la dinastía Mongol en la región. Durante la dinastía Mongol, el Kohinoor fue pasando de mano en mano, incluyendo al Sha Jahán, el constructor del Taj Mahal, quien lo exhibía en su famoso trono con forma de pavo real.

En 1739, cuando el Sha Nadir conquistó Agra y Delhi, se llevó el trono completo con el diamante a su palacio en Persia. Se dice que fue el Sha Nadir quien lo bautizó con su nombre actual, exclamando al verlo: “¡Kohinoor!” (“montaña de luz”). La gema permaneció con el Sha Nadir hasta 1747 cuando fue asesinado, lo cual generó entre sus sucesores feroces disputas por el diamante.

El siguiente triunfador fue el Sha Ahmed Abdali de Afganistán. Pero en 1813 su sucesor Shuja fue depuesto en Kabul, aunque se las ingenió para escapar con el Kohinoor. Acaso a cambio de protección, se lo entregó al Marajá Ranjit Singh de Lahore.

El diamante Kohinoor cambió de dueño incontables veces a lo largo de la historia, aunque nunca fue vendido sino heredado o apropiado por la fuerza. El último cambio de mano fue el 6 de abril de 1850, cuando partió en un barco de la Compañía Oriental de las Indias desde Bombay rumbo a Londres donde fue entregado a la reina Victoria. Un año antes, la bandera británica había sido izada en la ciudadela de Lahore en una ceremonia que celebró la incorporación de la región del Punjab al imperio británico. Uno de los términos del tratado de Lahore, que formalizaba la ocupación, establecía que “la gema llamada Kohinoor será concedida por el Marajá de Lahore a la reina de Inglaterra”.

El desencanto

Pese a la fama y a la larga historia del Kohinoor, la reina se sorprendió cuando vio que el diamante más grande del mundo estaba rudimentariamente tallado y carecía del brillo que era de esperar. El resto de la familia real coincidió en las apreciaciones, así que se llamó a un famoso joyero de Amsterdam para terminar el trabajo.

De sus 186 quilates originales (37,21 gramos), se lo redujo a 106 quilates, un 42 por ciento menos. El tallado costó 8 mil libras de la época y el Kohinoor pasó a tener forma oval. El destino inquieto de la antigua piedra determinó que fuese a parar en primer lugar a una diadema, y más tarde al centro de las sucesivas coronas de las reinas Alexandra y Mary, hasta que en 1936 fue incrustado en el centro de una cruz de Malta –-junto con 2 mil diamantes– que decora la corona de la reina Elizabeth o Reina Madre, fallecida en 2002.

Hoy en día, el Kohinoor es la joya más brillante de la corona inglesa, y todo viajero del mundo, noble o plebeyo, puede verla en un cuartito en penumbras de la Torre de Londres, dentro de una vitrina blindada. Hasta casi un siglo atrás, fue el diamante más grande del mundo, la joya más famosa, y por cierto muy bonita. Pero al verla uno no puede evitar la expresión de desencanto de la reina Victoria cuando la vio por primera vez: “¿Esto era?”. Pero, claro, su valor va mucho más allá.

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