LIBROS DE VIAJES > UNA AUTORA INGLESA
La escritora de viajes Jan Morris, reverenciada por autores como Chatwin, fue oficial de lanceros del ejército británico y participó de la expedición que coronó por primera vez el Everest. Entonces se llamaba James. Pero siempre se sintió mujer y lo hizo realidad después de una operación. Fragmentos de una entrevista en la que relata la aventura de sus itinerarios y su vida.
› Por Jacinto Anton *
Cuando la gran escritora de viajes Jan Morris (Clevedon, Somerset, Inglaterra, 1926), decana y maestra indiscutible del género reverenciada por Chatwin, Thubron o Theroux, aparece frente a la taberna Las Plumas (Tafarn Y Plu) en esta limpia mañana en el pueblecito de Llanystumdwy, en el corazón de Gales, puro qué verde era mi valle, entre el mar y las montañas de Yr Eifl –en las que destaca la cima del Yr Wyddfa, el Snowdon–, uno no puede dejar de sorprenderse. La ya octogenaria autora, de la que ahora se publica en España Un mundo escrito (RBA), un maravilloso compendio de medio siglo de viajes e historia, llega conduciendo su propio automóvil, un moderno y deportivo Honda. Saca la cabeza, hace seña de que se la espere y pisa a fondo para dar la vuelta al final de la calle, ignorando olímpicamente el cartel de “Conduzca despacio, por favor” (en galés, “Gyrrwch yn araf”).
Es cierto que Morris, de 81 años y con nueve nietos, es una abuelita muy especial: fue oficial del exclusivo 9º Regimiento de Lanceros Reales de la Reina (los Delhi Spearmen, con 12 cruces Victoria ganadas durante el motín de los cipayos), formó parte de la expedición de 1953 que conquistó por primera vez el Everest (Morris dio al mundo la noticia de la llegada a la cima), trabajó como corresponsal de guerra y ha escrito una de las mejores historias del Imperio Británico –la espléndida trilogía Pax Britannia (Faber & Faber)–, amén de la única biografía del almirante lord Jacky Fisher (Fisher’s Face, Viking, 1995). Y es que esta viajera ha viajado a sitios impensables, cruzado arduas fronteras: durante 35 años de su vida, Jan Morris fue un hombre, James Humphry Morris, y otros 19 los pasó en un “estado intermedio”, como lo llama ella –a veces le decían en unos lugares que debía ponerse corbata, y en otros, el mismo día, que no podía entrar con pantalones–, con tratamiento hormonal, hasta que en 1972 dio el paso decisivo y se sometió a una operación de cambio de sexo en Casablanca (todo el proceso, incluidas las partes más escabrosas, lo explica en uno de los libros más conmovedores y hermosos que jamás se hayan escrito sobre la condición humana, Conundrum (F&F, 1974). Siempre supo que era una chica en el cuerpo equivocado. Lo sintió por primera vez a los cuatro años bajo el piano de su madre cuando ésta tocaba a Sibelius. Lo seguía sintiendo entre los oficiales de su regimiento de lanceros, donde vivió su oculta feminidad como “un espía en un cortés campo enemigo”. Cada noche de su vida hasta culminar su cambio rezó para que éste se produjese y expresó ese recóndito y vehemente deseo a cada estrella que vio caer. (...)
Morris se muestra amable y divertida. Pero observa al visitante con profunda atención. Tras el velo desenfadado brillan una inteligencia aguda y una comprensión de lo humano que hacen pensar en Tiresias, el adivino que cambió de sexo al contemplar a dos serpientes apareándose y al que los dioses hicieron árbitro de la peliaguda cuestión de quién disfruta de más placer en el amor, si el hombre o la mujer (estableció que la mujer, y eso le granjeó el odio de Hera) –en el jardín de Trefan Morys, por cierto, hay serpientes–. La entrevista se desarrollará en varias fases. El tema de la transexualidad tardará en aparecer. No hay ningún tabú impuesto, pero simplemente es difícil lanzarse al asunto de entrada, darle una palmada en el hombro a Morris y espetarle algo así como “qué, ¿dónde ha dejado el lancero su lanza?”. Sentados en el espacioso salón, la escritora acaricia a su gato Ibsen y muestra la foto del felino de otro gran escritor de viajes, su amigo Patrick Leigh Fermor. (...)
–Hábleme de su impulso de viajar.
–Cuando era pequeña, los barcos me fascinaban, quería ver adónde iban. Pero el viajar en realidad empezó con el ejército y la guerra. Así comenzó todo. A los 17 años ya estaba en el ejército, y el ejército me hizo viajar, todo un Grand Tour de uniforme: Italia, Egipto, Palestina, Malta, Austria. Era oficial de inteligencia en mi regimiento y tenía que observar y escribir informes. Luego llegó el periodismo, como corresponsal seguí viajando –recorrí el mundo– y escribiendo no ficción. No tengo ninguna filosofía del viaje como algunos colegas escritores. Viajar es simplemente parte de mi vida, como respirar. Es un gran placer, uno de los mayores. Pero siempre escribo, no viajo sin escribir.
–¿No hay algo más?
–¿Metafísico? No. No era un deseo de escapar, si se refiere a eso. Aunque con el tiempo he pensado que quizá mi vocación viajera, ese incesante vagabundeo, tenga que ver con un afán de búsqueda, mi aspiración a la unidad, a la totalidad de mí misma.
–¿Cómo se hizo escritora?
–Creo que siempre lo he sido. Después de dos décadas de periodismo empecé a escribir libros. Llegó de una manera natural. He pasado la vida mirando cosas y observando su efecto en mí. Y he dedicado lo mejor de mí a escribir libros.
–Sus libros son maravillosos. Capturan el alma de los lugares con una mezcla de sensibilidad, experiencia personal, visión periodística para el detalle y profundidad histórica, sin olvidar el humor. Lo que dice de Venecia, Trieste, Nueva York... pero también de Ayers Rock, de Marienbad... es inteligente y hermoso.
–Mis mejores libros son más históricos que topográficos. Trato de escribir el detalle, pero a la vez ofrecer una visión impresionista, general, del lugar.
–Sus dos preciosas novelas sobre Hav, esa ciudad que ha inventado y que es todas las ciudades que usted ama, con su leyenda del trompetero, su torre china inspirada en los preceptos del “feng shui”, las supuestas visitas de Marco Polo, Napier, Nijinski y Hitler, hacen pensar en Calvino y en Ursula K. Leguin.
–¿De verdad? Admiro a Calvino, no había pensado en la relación con Las ciudades invisibles.
–Colin Thubron, el autor de En Siberia, dice que hay que viajar solo.
–Completamente de acuerdo. Has de ser totalmente egoísta y cultivar una suerte de indolencia útil. La mejor forma de relacionarse con un lugar es deambular, sola, con las antenas desplegadas.
–Ha dicho usted que es más fácil viajar como mujer, debe saberlo.
–Mucho más fácil. Las mujeres de todo el mundo te ayudan, son más solidarias. Una mujer despierta menos recelos en cualquier sitio.
–Ha regresado a los lugares que visitó.
–Me gusta volver, aunque a veces te llevas una gran decepción. La frescura ha desaparecido. Ahora he tenido problemas para escribir otra vez sobre Oxford, uno de mis lugares favoritos.
–Quizá no sea culpa del lugar, quizá era nuestra propia juventud lo que nos enamoraba de los sitios, como decía Conrad.
–Tiene que ver con la edad, sí, pero no sólo. He estado en Nueva York cada año desde hace 50 y nunca he tenido problema para escribir con frescura de la ciudad. Es parte del lugar también.
–¿Cuál es su lugar favorito?
–Venecia. Es una obra de arte. Mi actitud va cambiando hacia ella. Me gusta su melancolía, lo que tiene de imperio perdido. Es incluso epítome de eso, no creo que sea sólo una ciudad. Cuando reemplazaron los caballos de San Marcos por copias me pareció que la magia se iba –además, los nuevos los situaron mal, con una orientación diferente, mirándose entre ellos–. Pero no tardé en descubrir que Venecia, llena de turistas, era bella de otra manera, una eficiente máquina comercial, lo que, si se piensa bien, no está tan alejado de lo que siempre fue. Trieste me emociona quizá más, pero es más árida. Venecia está plena de imágenes para cristalizar.
–¿Y el lugar que menos le ha gustado?
–Indianápolis. Tampoco me gusta mucho París.
(...)
–¿Es fetichista?, de los lugares quiero decir.
–¿Si me traigo cosas? No me lo puedo permitir, tengo la casa muy llena, como ve. Sí lo soy de los libros firmados, me emociona poseer algo que ha pasado por las manos del autor.
–Sorprende, precisamente en usted, el interés por lo militar.
–Me gusta la estética y las cualidades militares, la amistad, el sentido del honor. Por supuesto, no la violencia, soy una suerte de pacifista-anarquista. No lo pasé mal en el ejército, conservo amigos.
–Su regimiento era muy “chic”.
–Más el de mi hermano: estuvo en el 21º de lanceros.
–El de la carga en Omdurman.
–Sí, pero después.
–Todos esos barcos de la casa, los de las vigas, el junco chino, los pesqueros, el catamarán cingalés, el acorazado... ¿Significan los barcos para usted algo especial?
–Le explicaré una cosa que escribo en mi libro póstumo. Me veo a mí misma como una alegoría de tres barcos que dominaron mi juventud. Tres transatlánticos. El “Normandie”, bello y femenino, una nave coqueta y consciente de sí misma. El “Queen Mary”, aburrido pero sólido. Y el “United States”, fuerte, rápido, brillante. La gracia del “Normandie”, lo bien hecho y británico del “Queen Mary”, la fuerza, digna de un buque de guerra, del “United States”.
–¿Cómo conjuga su cosmopolitismo de impenitente viajera con su hondo nacionalismo galés, su amor a Cymru (Gales)?
–Lo vivo como un privilegio. Soy muy afortunada por tener ambos sentimientos. Necesito viajar, pero a la vez, a menudo me enfermo de añoranza por mi país, Gales. Mi pie izquierdo es viajero, y el derecho lo tengo bien arraigado en la tierra oscura y húmeda.
* El País Semanal.
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