Domingo, 5 de agosto de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
China fue, hasta hace poco, el paradigma de lo milenario en el continente asiático. Y lo sigue siendo, pero ahora picó en punta también hacia el otro extremo, el futurismo modernista de un país que aspira a convertirse en primera potencia mundial. Y en esa mezcla conviven iconos como el Ejército de Terracota de Xian, la Ciudad Prohibida de Beijing y la nueva Shanghai, cuya arquitectura moderna empalidece a cualquier metrópoli europea. El medioevo y el siglo XXI separados por una avenida en Beijing.
Por Julián Varsavsky
“¿Es un imperio esa luz que se apaga,
o una luciérnaga?”
J. L. Borges
Al salir del aeropuerto de Beijing en la noche –luego de dar la vuelta al mundo en 48 horas–, lo primero que vi fue la contracara de todo lo que conocía por las películas de Bertolucci y Zhang Yimou. No era la China tradicional la que me recibía sino otra con los destellos luminosos de una metrópoli que avanza con fiereza por el siglo XXI. Con el taxi deslizándose a toda velocidad por una autopista, comenzaron a desfilar tras la ventanilla los particulares rascacielos de Beijing, que se inauguran al ritmo de uno por mes. Pero no se trata de “simples” megaedificios como los de cualquier “city occidental”, sino de altas y anchas moles con paredes de vidrio rematadas, en muchos casos, con formas cónicas y piramidales de color rojo o amarillo, que insinúan las formas de una pagoda modernizada. Además se puede descubrir que algunos perfiles de los edificios están decorados por los grandes ideogramas de trazo elegante de la caligrafía china.
El sencillo hotel que había reservado por e-mail estaba dentro de un hutong, unos barrios tradicionales con callejones sin rumbo que viborean entre casas bajas de techos chinos. Antes de ingresar en el hutong, el chofer del taxi me indicó por señas que me tenía que bajar. El hotel no se veía por ningún lado y yo insistía con mi papelito escrito en chino. Pero el hombre respondía con unos ademanes torpes señalando hacia un callejón. No hubo manera, así que tuve que obedecer. Lo que ocurría era que en los hutongs las calles son tan angostas que un auto común no puede avanzar. Por fortuna apareció al instante un chino providencial que llegó pedaleando en un rickshaw con una sonrisa de niño felicitado por haber traído una buena nota a casa. Así que de inmediato nos perdimos en la oscuridad del hutong.
Al entrar a la habitación del hotel arrojé la mochila sobre la cama e impulsado como por un resorte salí a la calle alrededor de las diez de la noche. Antes de partir la recepcionista balbuceó unas palabras en inglés y con el dedo me dio a entender que podía alquilar una bicicleta (otra vez providencial). Lo que me inquietaba era el dato de que la Ciudad Prohibida estaba a unas diez cuadras y en el camino no la había podido ver. Así que sin dormir y sin comer, comencé a pedalear en la noche pegajosa del verano de Beijing.
Sin necesidad de preguntar encontré los altos muros rojos de la Ciudad Prohibida –que resultaron ser más bajos que los de mi imaginación alimentada por las fotos–, donde un grupo de jóvenes chinos me invitaron a jugar al fútbol. La histórica ciudad estaba cerrada –aunque majestuosamente iluminada– así que no había mucho para hacer, salvo jugar un rato al fútbol. No fue posible cruzar palabra con mis nuevos amigos, quienes nunca se enteraron de que yo era argentino. Después del partido, cuando ya me iba, me detuvieron cortésmente tomándome del brazo mientras se agachaban alrededor de un bolso en el piso para buscar algo. ¡Y de a poco fueron desenrollando ante mis ojos atónitos un poster de Boca Juniors con Maradona y Bilardo escrito en chino! Entonces lo firmaron, y con la misma sonrisa simple de niños contentos lo enrollaron como un pergamino y me lo obsequiaron con cierto prolegómeno reverencial. Mis inolvidables amigos orientales –de quienes ignoro el nombre– me ofrendaron una bienvenida mejor que si hubiera sido preparada. Y yo me fui solitario en la bicicleta de regreso al hotel, feliz de la vida con mi poster bajo el brazo.
Con los primeros resplandores del alba subí a mi bicicleta en busca de la Ciudad Prohibida otra vez. La cantidad de ciclistas era tal que en las bicisendas de las avenidas se formaban atascamientos donde me quedaba atrapado en una multitud de ciclistas. La imagen era la misma al frente y atrás: un largo río de cabezas donde somos uno más en el anonimato de la muchedumbre. A menos que uno sea extranjero, claro, porque la gente se encarga de recordárnoslo todo el tiempo con sonoros “¡nijhao, nijhao!”, un “hola” repetitivo que gritan desde las bicicletas para captar nuestra atención, siempre con la sonrisa china dibujada en el rostro y que no se les va más.
La amabilidad de los chinos no tiene límites: detienen sus bicicletas para que pasemos y abren paso con solemnidad, como si el que pedaleara con una cámara al cuello fuese el mismísimo emperador.
Al final del embotellamiento, en medio del chirriar de millares de bicicletas, sobresalían con 50 metros de altura los tradicionales techos rojos de la Puerta Qianmen. Esta colosal entrada simbólica, construida en el siglo XV, marca una división tajante entre el Pekín moderno y el milenario. Y al cruzarla la ciudad retrocede varios siglos, mientras a lo lejos ya se perfilan –detrás de la Plaza Tiananmen– los muros carmesí de la añorada Ciudad Prohibida.
De acuerdo con el diagrama confuciano de la antigua cosmogonía china, el emperador era el hijo del cielo y como tal debía vivir en el centro del universo. Para ello un emperador de la dinastía Min ordenó levantar en 1406 el palacio “más maravilloso que hubiera existido y que existiría jamás sobre la tierra”, el más vasto y suntuoso que fuese posible concebir. Y su decreto se cumplió al pie de la letra ya que, increíblemente, han pasado 600 años y nadie podría afirmar hoy que exista en el planeta otro palacio equiparable en magnitud ni quizá tampoco en belleza artística y arquitectónica, como la Cuidad Prohibida de Beijing.
Ingresé al recinto imperial por la Puerta de la Suprema Armonía, donde nace una calzada de mármol blanco que conduce de manera triunfal al pabellón principal, elevado sobre una gran terraza. Al pararme frente al dorado trono de sándalo ubicado a dos metros del suelo –entre pilares recubiertos de oro y tallados con dragones en bajorrelieve–, me inquietó pensar el poder que puede llegar a adquirir un mortal que se cree inmortal, cuyas órdenes salían en manos de un mensajero redactadas en un papiro con sello real, rumbo a los confines de la Gran Muralla. Desde ese trono –y detrás del anonimato de una cortina amarilla en el caso de la emperatriz Cixi durante 48 corruptos años– se decidía sobre el destino de 800 millones de súbditos que tenían prohibido por los siglos de los siglos, y bajo pena de ser atravesados por un flechazo, poner un solo pie dentro de la sagrada ciudad.
De regreso al hotel me perdí en los callejones del hutong. Pero tuve la suerte de consultar justo a un amigable guía turístico que hablaba perfecto inglés, quien me contó que los hutongs surgieron como prolongaciones extramuros de la Ciudad Prohibida, donde vivían generales y miembros de la corte. Y que hoy su barrio resiste a la modernidad por una razón tan simple como contundente: ésta no puede avanzar por callejones tan estrechos. Por eso los hutongs son como una muralla cultural que separa dos mundos opuestos que conviven en la gran ciudad. Para acabar con un hutong hay que arrasarlo a gran escala, ampliando calles y tirando abajo casas por centenares. Esto no significa que estén a salvo, sino todo lo contrario. Los edificios modernos avanzan, pero todavía un tercio de la ciudad está ocupado por los hutong. Allí, entre casas bajas y callejones a veces tan estrechos que sus dos paredes se pueden tocar con los brazos extendidos, se palpa el pulso real de una Beijing antigua –con su propio ritmo pueblerino–, a pocos metros de esa otra Beijing de muchedumbres infinitas y yuppies en autos de lujo. En un hutong uno se cruza, por ejemplo, con un anciano que, en vez de sacar a pasear al perro, saca a su pajarito enjaulado transportándolo sobre un carrito tirado de un piolín.
Las casas son muy pequeñas, con techos de tejas grises a dos aguas –algunas bastante pobres–, y proliferan los precarios restaurantes al paso donde lo recomendable es no probar nada. Entre los bocados más exóticos se pueden ver unas brochettes con escarabajos y otras con caballitos de mar.
Como en un juego de cajas chinas, a medida que uno se interna en un hutong las callecitas son cada vez más angostas. Y entre las paredes grises se abren zaguanes con puertitas mínimas que dan a patios internos en los que se puede espiar la cotidianidad de los lugareños. Allí se cuelga la ropa recién lavada, se cocina, se practica tai-chi y se ven patos desplumados colgando de un clavo listos para ser laqueados.
Con el correr de los siglos los hutong se convirtieron en barrios pobres, y hay quienes viven en casas de hasta 300 años heredadas de sus antepasados. Muchas están en malas condiciones y por eso la gente acepta gustosa la llegada de las topadoras cuando se les ofrece una mejor casa en otro lugar. Los hutongs son entonces un simbolismo de las contradicciones de la China actual, ese universo donde conviven una cultura milenaria con el vértigo de la vida on line y la inmediatez de la razón occidental. El universo antiguo resiste a lo largo y ancho del país –como la perdurable Gran Muralla–, pero hay otro que avanza desbocado y va resquebrajando la muralla cultural. No es una puja entre capitalismo y comunismo –que en China coexisten entremezclados de una manera indefinible–, sino más bien el ya conocido choque universal entre el campo y la ciudad. Esta es la fibra sensible del acertijo de un país en gran medida todavía campesino –730 millones de chinos aún lo son–, que al mismo tiempo exhibe con orgullo a la ciudad de Shanghai, que según todos los pronósticos será en pocos años el principal centro financiero del capitalismo global. Son las contradicciones de la China actual, donde ya hay un millón de millonarios, se construye el edificio más alto del mundo y un tsunami globalizador llega desde Occidente erigiendo shopping-centers que doblan en tamaño a sus prototipos norteamericanos. En China, sin embargo, nadie se atrevería a tocar un templo centenario. Así va cambiando “el país del dragón”, donde la modernidad llega tan de repente que no da tiempo a que desaparezca el universo anterior. Y observar esa coexistencia es uno de los atractivos más fascinantes del país.
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