turismo

Domingo, 26 de agosto de 2007

YEMEN > SHIBAM, UNA CIUDAD DE ADOBE

Rascacielos en el desierto

En el país de los Reyes Magos, una de las regiones más misteriosas y menos conocidas del planeta, se levantan en medio del desierto edificios centenarios de adobe que alcanzan los ocho pisos, apretujados uno junto al otro detrás de una muralla rectangular. Es Shibam, una ciudad con 500 construcciones únicas en el mundo, consideradas los primeros rascacielos de la historia.

 Por Julián Varsavsky

Al retirar las valijas y salir al hall del aeropuerto de Sanaa, capital de Yemen, una decisión terminante se acantona en el cerebro de más de un viajero: “Yo me vuelvo”. Al frente de una pequeña multitud donde todos hablan a los gritos, espera un grupo de hombres con la cabeza cubierta por el “kefilla” (pañuelo a cuadros), vestidos con una túnica blanca y un saco sport de corte occidental. Calzan sandalias como las de los antiguos romanos y portan soberbios cinturones de cuero de camello con incrustaciones de oro y plata, de los cuales cuelga enfundada una temible daga curva. Pero los guías le explican al viajero que los puñales son reliquias heredadas de los antepasados, y que la ley prohíbe terminantemente desenfundarlos, bajo cualquier circunstancia.

Varios siglos de historia suelen estar encerrados en el filo de una de esas dagas, que puede haber pertenecido a lejanísimos antepasados del portador. La antigüedad refleja el prestigio e incluso la posición social de una persona, que siempre exhibe con sumo orgullo el perfil curvo del arma en su estuche.

Shibam se levanta en el desierto como el espejismo de un Manhattan de barro.

El valle de Hadramawt

El valle de Hadramawt, ubicado en el extremo más meridional de la península arábiga, bordea el bíblico mar Rojo y fue por siglos el eje de la llamada Ruta del Incienso, por donde los Reyes Magos llevaban su aromático cargamento. En su centro exacto está Shibam, una de las ciudades más curiosas que existen, creada según los historiadores alrededor del siglo II a.C. Pero lo singular de la antigua Shibam son sus edificios, que se construyeron con ladrillos de adobe hace por lo menos 500 años, cuando en ningún otro lugar del mundo se levantaban viviendas comunes de siete u ocho pisos, y mucho menos de adobe. Por eso se los considera los primeros rascacielos de la historia, aunque aquellos llegados hasta nuestros días tienen entre 100 y 200 años, salvo la casa de Jarhum, que supera los cuatro siglos.

La mayoría de los edificios fueron reconstruidos sobre los cimientos originales de piedra, que pueden llegar a tener mil años de antigüedad. En total hay 500 de entre cinco y seis pisos, y unos pocos que llegan hasta el octavo. Además hay varias mezquitas. Pero todavía más raro resulta observar que en medio del desierto, donde sobra espacio por doquier, se hayan levantado todos esos edificios apretujados uno junto al otro, y que la ciudad no creciera extendiéndose por los alrededores. En realidad, Shibam creció verticalmente –igual que las ciudades modernas–, también por falta de espacio, ya que fue rodeada en el siglo XVI por un gran muro rectangular de medio kilómetro cuadrado que alguna vez le sirvió de protección. Es así que más allá del muro, sólo comienza el desierto.

En las callejuelas de Shibam, fumando narguiles como beduinos en el desierto.

La ciudad por dentro

En las estrechas callecitas medievales de Shibam no hay espacio para circular con autos, así que los medios de transporte son de tracción a sangre. La suciedad y los malos olores suelen desencantar a los viajeros que se atreven a internarse en el país donde Pasolini filmó Las Mil y Una Noches sin necesidad de escenografía, y donde todavía existen clanes con costumbres radicalmente opuestas a las del mundo global.

El templo más grande de Shibam es la Mezquita del Viernes, ubicada en el corazón de la ciudad, rodeada por rascacielos de adobe. También se la llama la Gran Mezquita, y fue construida originalmente en 753, aunque la mayor parte del edificio actual data del siglo XIV. Sus ladrillos rojos horneados –típicos de las construcciones de la época de Abbasid, siglo IX– son únicos en la ciudad. La torre del minarete data del siglo XVI y quedan también restos del edificio del siglo IX. En total hay ocho mezquitas en Shibam, y las más interesantes son la de Al Khawkha, que tiene más de 1000 años de antigüedad, y la espléndida mezquita blanca de Shaykh Maruf, con más de 400 años. También hay una ciudadela que data del siglo XIII.

Los edificios de Shibam suelen tener una base con gruesas paredes de hasta un metro de ancho que se angostan hasta los 30 centímetros en los pisos superiores, los cuales se van agregando como si se sumaran cuartos a una casa en la parte de atrás. La planta baja se usa a veces como almacén y el primer piso suele ser el establo de unos pocos animales. Hacia arriba ya comienza la demarcación física que separa los mundos de los hombres y las mujeres. El segundo piso es el espacio de estar principal para los hombres y el tercero es donde habitualmente pasan el día las mujeres de la familia (allí está la cocina). En los tercero y cuarto pisos están las habitaciones, donde suele haber también un pasadizo que conecta con la casa del vecino. De esta forma las mujeres visitan a sus amigas de la casa de al lado, sin necesidad de salir a la calle. El promedio de pisos en la ciudad es de cinco, pero en aquellos edificios que llegan hasta ocho los últimos también corresponden a las habitaciones. E incluso la terraza, en los días de mucho calor, se utiliza para dormir. Por último, existe un necesario y estricto código de conducta para evitar que los vecinos se espíen unos a otros desde las terrazas y ventanas.

Las ventanas tienen forma de arco islámico, con una moldura blanca que luce diseños geométricos. No tienen vidrios y están cubiertas con cortinitas de bambú.

A pesar de la marcada división sexual que prima en la sociedad, los yemenitas llevan una intensa vida familiar, con varias generaciones conviviendo en los antiguos edificios.

En Shibam las mujeres visten a toda hora –incluso durante las labores del campo– un elaborado traje de terciopelo negro bordado con líneas violetas al que acompañan un par de guantes, velos que cubren la cara y un sombrero de paja cónico. Son muy supersticiosas, y ante la mínima intención por parte del viajero de querer fotografiarlas, pueden reaccionar a las pedradas.

Los edificios blancos son los que ya fueron encalados para protegerlos de la erosión.

El barro de la historia

A Shibam se puede ir por una cómoda carretera desde Sanaa en menos de seis horas. Aunque lo más interesante –y más peligroso– es llegar por la antigua Ruta del Incienso que atraviesa el desierto de Ramlat as Sabatayn. En una primera etapa se pasa por Marib, la mítica capital del reino de Saba, de donde se cree que salió la reina Belquis camino a Jerusalén en busca de Salomón. La travesía por el desierto comienza temprano en la mañana y siempre hay que hacerla acompañado de un beduino al que se le paga no sólo para guiar, sino también para proteger.

Shibam es también una ciudad histórica, famosa incluso antes de la aparición del Islam. Fue destruida dos veces, en el siglo XIII y en el XVI (la última reconstrucción data de 1553). En los siglos siguientes fue entrando en una lenta decadencia, y en 1839 cayó bajo influencia inglesa, cuando el imperio británico negoció con los sultanes una relación de protectorado. En Occidente, Shibam se hizo conocida por dos viajeros ingleses –Mabel y Theodore Bent–, quienes la visitaron a fines del siglo XIX. La revolución independentista de Yemen del Sur en 1967 aceleró la declinación de todo el valle de Hadramawt, y sus sultanes se vieron obligados a emigrar a Arabia Saudita.

Las murallas de Shibam no pudieron impedir que el paso del tiempo erosionara los edificios de adobe. Pero al menos a partir de 1982 –cuando fue declarada Patrimonio de la Humanidad– la ciudad dejó de envejecer. Varios millones de dólares sirvieron para apuntalar los edificios más afectados, pero también para mejorar la calidad de vida de sus habitantes bajo la premisa de que Shibam se iba a preservar en la medida en que su población se comprometiera con la tarea. Al tratarse de una ciudad habitada y no una ruina arqueológica, el trabajo de preservarla se tornó complicado. Pero se garantizó el flujo de agua potable, cloacas y electricidad, y un grupo de arquitectos especializados en técnicas con barro asesoraron a los habitantes y mejoraron los cimientos de los edificios. Muchos fueron cubiertos con una capa de cal y reciben un mantenimiento constante, así que ahora, en cada atardecer, parte de la Manhattan del desierto brilla con un blanco radiante y otra mantiene el color naranja cálido que se mimetiza con la tierra y la arena del desierto.

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