Dom 07.10.2007
turismo

NEPAL > LA PLAZA DURBAR DE KATMANDú

Rectángulo de misterio

Con más de 600 años de antigüedad y una veintena de santuarios y templos pagoda de los siglos XV al XVIII, la plaza Durbar de Katmandú es el centro neurálgico de la ciudad, concentrando su ajetreado movimiento en un ambiente medieval donde cada acto cotidiano parece rodeado por un halo de misticismo. A un costado de la plaza vive recluida en un cuarto una niña considerada una diosa viviente.

› Por Julián Varsavsky

Enclavada entre dos grandes civilizaciones –la china y la hindú– separadas por los Himalayas, Katmandú es una ciudad legendaria de aspecto medieval donde predominan las casas bajas con ladrillos al desnudo, techos de madera carcomidos por el tiempo y algunas puertas diminutas de un metro y medio de alto. Infinidad de pagodas con techos romboidales superpuestos se entremezclan con las casas, y todo parece antiguo, casi ruinoso y algo sucio, pero rebosante de vida y actividad. Autos destartalados, rickshaws (triciclos-taxi a pedal) y motos humeantes recorren la ciudad y son una de las pocas pruebas de que el siglo XXI ha llegado. Katmandú parece anclada en la Edad Media y es una de las pocas capitales del mundo donde la modernidad apenas ha posado su mano: no hay edificios altos, ni grandes cadenas de supermercados o carteles luminosos. Las angostas calles prácticamente no tienen iluminación –salvo en el barrio turístico Thamel–, y al caminar por Katmandú invade a los viajeros la sensación de estar pisando otro mundo; un universo atemporal con sus propias reglas, donde absolutamente todo resulta extraño.

En las grandes ciudades –en especial en Oriente–, siempre hay una plaza que concentra un reflejo esencial de la cultura local. En el caso de Katmandú, esta es la plaza Durbar, increíblemente exótica, también rebosante de gente y mística al extremo. Y como toda la ciudad, algo ruinosa y un poco sucia.

Como si se tratara de un cuento de realismo mágico, en un pequeño palacio de ladrillo al costado de la plaza Durbar habita Kumari, una niña de 7 años considerada la reencarnación de la diosa Durga. La chica fue seleccionada a los 4 años entre muchas otras tras haberse certificado que posee 32 rasgos físicos especiales, la prueba de que ella es la elegida por Shiva como la reencarnación de su consorte. En una de esas pruebas, la niña es colocada sola dentro de un cuarto lleno de cabezas de animales muertos. Si la niña permanece impávida, sin reaccionar, es porque se trata de la reencarnación de Durga, y eso le cuesta la condena de vivir recluida con su familia en su pequeño palacio, del cual sólo sale una vez al año transportada en andas sobre un palanquín, ya que no debe pisar el suelo. A veces se la puede ver saludando con los ojos exageradamente delineados y con cara de desagrado tras los ventanales de madera labrada de su cuarto. Cuando Kumari tenga su primera menstruación –o si antes tiene algún accidente y sangra–, esta será la señal de que habrá dejado de ser una diosa y entonces retornará al mundo de los mortales para llevar una vida normal. Y finalmente una nueva deidad ocupará su lugar.

La plaza Durbar no está compuesta solamente por monumentos funerarios, sino que es otro de los lugares donde los locales –en su mayoría hinduistas y en menor medida budistas– viven su ritualidad expresada en un complejo ceremonial que parecen arrastrar desde la eternidad. Se dice que Buda caminó alguna vez por estas calles donde cada mañana, mientras el sol se asoma detrás de la cadena del Himalaya, incontables mujeres se dirigen con solemnidad hacia los templos de cada barrio portando bandejas con pétalos de flores y un polvillo rojo con el que frotan las oscuras estatuas del siglo X expuestas al aire libre. El amanecer es bendecido con un concierto de campanadas que cada fiel hace sonar al ingresar a los templos, con el objetivo de despertar a los dioses dormidos.

Caminar entre las pagodas y santuarios de la plaza Durbar de Katmandú es como un viaje en el tiempo dos mil años atrás. Por eso Bernardo Bertolucci filmó allí las escenas de su película Pequeño Buda sin la necesidad de ambientar prácticamente nada.

Los personajes emblemáticos de la plaza Durbar son los saddhus, unos hombres santos del hinduismo que viven descalzos, envueltos en túnicas blancas y exhibiendo con orgullo sus mechones de pelo trenzado hasta la cadera. Con los pies negrísimos de suciedad, viven de manera errante por las calles de Katmandú. Y en cierta medida están para la foto –de hecho las cobran unas pocas monedas–, pero no por eso dejan de ser auténticos, ya que están en su lugar de siempre, al pie de las escalinatas para subir a los templos. Y su relación con los turistas no es muy diferente a la que tienen con el nativo, ya que al ser monjes mendicantes viven de las ofrendas.

La plaza Durbar es una de la tres con el mismo nombre que hay en el valle de Katmandú, en diferentes pueblos. Son en verdad antiguos complejos de templos y palacios reales un poco en desuso, ya que el rey tiene ahora el palacio de Narayanhiti, mucho más moderno. En el caso de la plaza de Katmandú, allí está el palacio Hanuman Dhoka, pequeño pero muy vistoso por su sobrecargada decoración y ventanas de madera labrada. Frente a la entrada principal, una estatua de piedra del dios Hanuman –con forma de mono–, protege al monarca y los destinos del reino. Y si bien esta fue la residencia real sólo hasta el siglo XIX, aún hoy es el lugar donde se realiza la ceremonia de coronación. En su interior se visitan las salas de Estado y un museo dedicado al rey Tribhuwan.

La plaza, extrañamente, está dividida en dos partes unidas por una callecita. En una están los templos de Kasthamandap, la casa de la diosa Kumari y el templo de Kasthamandapva. En la otra está el palacio Hanuman Dhoka, junto con otros templos. En total son más de veinte templos y santuarios hinduistas, y alguno que otro budista. El más alto es el templo de Taleju, construidos por rey Mahendra Malla en 1549 después de Cristo. El templo de Jagannath, siglo XVI, llama la atención de muchos por sus explícitas imágenes eróticas talladas en los aleros de madera de los puntales.

Entre los santuarios está el Kal Bhairav, una terrorífica imagen en bajorrelieve negro de Shiva, a la que los fieles adoran manchándola con un polvo rojo. El templo más antiguo de todos es el Kasthamandap, que se dice fue originalmente construido con la madera de un solo arbol en el siglo III, del cual deriva el nombre de Katmandú. El original Kasthamandap fue levantado durante la primera dinastía consolidada en el valle de Katmandú llamada Licchivi. Y fue de hecho el primero de los incontables templos que hay en todo el valle, que por supuesto ha sido reconstruido varias veces, siempre en su emplazamiento original, y se cree que manteniendo el estilo. Esta dinastía llegó desde el norte de la India, y antes que por sus dotes para la arquitectura han trascendido como grandes artesanos de las tallas en madera, una especialidad muy desarrollada en los sobrecargados templos de Nepal.

Siglos más tarde, con la dinastía Malla, se desarrolló el elemento arquitectónico más característico de la arquitectura nepalesa: la pagoda. Estos templos con techos superpuestos formando varios pisos en forma piramidal probablemente hayan llegado desde China –y luego fueron reformados–, alcanzando un estilo absolutamente propio del lugar. La explicación de este modelo de templo es que, para el hinduismo, los dioses viven arriba, en el cielo, y para facilitarles un pasaje cómodo al mundo terrenal se crean estos templos elevados, ya que en determinadas fechas los dioses vienen a la tierra y su lugar de morada son justamente los templos. De hecho allí se los alimenta con comida real, e incluso duermen por las noches, siendo despertados con campanadas al amanecer.

Un rasgo muy propio de los templos nepaleses –cuya máxima expresión es la plaza Durbar– es que las puertas son muy bajas, a veces de menos de un metro y medio, obligando así a los hombres a agachar la cabeza al entrar en la morada de los dioses, que en tanto seres superiores merecen una reverencia especial.

Los materiales más utilizados son los ladrillos, la madera –en columnas, pisos, ventanas y dinteles que duran por siglos–, las tejas de arcilla, la piedra y metales como el bronce, el acero y el copper, especialmente en las imágenes de la decoración. Las construcciones son por lo tanta débiles, dando un aspecto algo ruinoso que les otorga un mayor encanto. Algunas incluso están levemente deformadas por el paso del tiempo. Y de hecho muchos templos en Katmandú dan la sensación de estar a punto de desplomarse, aunque ello nunca ocurre, especialmente desde la declaración de la plaza Durbar como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, para salvaguardar uno de los rincones más extraños y misteriosos de todo el continente asiático.

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