NOTA DE TAPA
En el noroeste de Salta hay cincuenta y tres pueblitos aislados en la montaña a los que sólo se llega en camioneta 4x4, a caballo o a pie. Desde Iruya, excursiones entre los cerros hacia San Isidro y Las Higueras, donde la vida palpita con sosiego al tiempo de la siembra y la cosecha.
› Por Julián Varsavsky
La nena baja de su casa en lo alto de un cerro con su hermano mayor y dos burritos muy cargados. Van camino a Iruya, a hacer “unos mandados”. Nos cruzamos sobre el lecho arenoso de un río seco al pie de una altísima quebrada, y es ella la que pregunta:
–¿Vos tenés ovejitas allá en Buenos Aires?
–No, yo no.
–¿Y tampoco tenés cabritos allá?
–No, tampoco.
–¿Y no tenés dónde sembrar?
–No, en la ciudad no hay dónde.
–¡Entonces sos muy pobre vos!
Hace ya varios años que Iruya tiene una afluencia regular de turismo. Sin embargo, extrañamente, todavía se mantiene bastante virgen de la “contaminación” turística. Los alojamientos proliferan en su justa medida –sólo cuenta con seis hospedajes y unas cuantas casas de familia–, hay apenas un cíber con cuatro maquinas y, por sobre todo, los pobladores guardan una distancia cautelosa con el turista, al que miran con timidez.
Iruya sigue teniendo el encanto de un pueblito auténtico –sin escenografías impostadas– que perdura más o menos como ha sido en los últimos 100 o 200 años. Mantiene sus callecitas inclinadas sobre la ladera de la montaña que caracolean sin un orden regular. Y su empedrado no está preparado para autos sino para caminantes y jinetes. Por eso es muy angosto y si dos autos se encuentran de frente, uno tiene que retroceder inevitablemente hasta alguna esquina para dejar pasar al otro. De hecho, el viaje a Iruya –donde no hay mucho para hacer– se justifica, básicamente, por las excursiones a los pueblos de alrededor, como San Isidro y Las Higueras.
En los recorridos por la zona, cada tanto uno se cruza con pobladores de alguno de los 53 pueblitos o caseríos de montaña del departamento de Iruya, quienes inevitablemente se tienen que desplazar a pie, o con suerte a caballo o a lomo de mula. Muchos aprovechan el paso de un vehículo para “hacer dedo”, lo cual es ideal para todo viajero que quiera confraternizar con personas que viven casi aislados del mundo.
Aunque Iruya en sí es un pueblito ínfimo (350 habitantes), para los habitantes de los poblados “satélites” ir hasta allí, donde pueden comprar lo más elemental, es un gran acontecimiento que insume una jornada de viaje muy cansadora. A veces, esos caseríos no tienen más de dos o tres casas, y el más grande de todos, como es San Isidro, no tiene ni luz, ni gas, ni tampoco televisión. En casos muy especiales, como la final de un mundial de fútbol si juega Argentina, los hombres del pueblo se van a lo alto de un cerro y, con una televisión alimentada a batería, se sientan en unas rocas a mirar lo que se pueda ver del partido.
No es un pueblito tradicional ya que sus casas no están agrupadas en un solo lugar. Tiene sí un núcleo central urbano alrededor de la iglesia, junto a la cual surgen dos senderos muy angostos que se pierden irregularmente entre las casas, a veces al borde de una cornisa. Y a un lado del amplio cañadón del río San Isidro está otro de los “barrios”: cinco o seis casitas desperdigadas entre alguna plantación de maíz o papas. Se lo considera un pueblo de artesanos, básicamente tejedores, pero cuando es tiempo de siembra o cosecha, casi todos se van a trabajar durante el día a los sembradíos en la montaña. Se siembran varias clases de maíz, habas, quínoa y papas de los tipos lisa, oca (alargada), tuni (muy pequeña), criolla y verde.
La pintoresca iglesia blanca de San Isidro fue construida con adobe hace unos 80 años y el cura de Iruya va una vez por mes a celebrar los oficios. En diagonal está la competencia –la Asamblea de Dios–, que en 30 años ha captado a no más del 20 por ciento de los habitantes del lugar. Sus sacerdotes –algunos de origen brasileño–, llegan dos veces por año.
Ubicado a unos siete kilómetros de Iruya, San Isidro sigue siendo un pueblo peatonal –sin el trazado de calles–, tal como era cuando se fundó hace unos 222 años. Así que los pocos vehículos que llegan por el lecho del río seco tienen que estacionar allí, y sus ocupantes deben subir unos metros a pie por la ladera de la montaña.
La excursión a San Isidro es la preferida por casi todos los visitantes de Iruya, desde donde se puede llegar caminando, en camioneta 4x4 (en media hora) o incluso a caballo en temporada de vacaciones, cuando hay prestadores permanentemente. El “camino” es el amplio lecho del río, que salvo en verano trae muy poca agua. El trayecto es sencillamente increíble, en medio de una enorme quebrada que por momentos se asemeja a un cañón, con laderas de colores intensos que van del naranja al violeta. El principal paseo que justifica pasar la noche en San Isidro es una caminata hasta la Laguna Verde, ubicada a 10 kilómetros del pueblo y a 4500 metros de altura. La zona es casi virgen y deshabitada, y se ven manadas de vicuñas y guanacos paciendo en libertad. La excursión se debe hacer con un guía local ($ 60 por persona) e insume cinco horas de ida y cuatro de regreso. Además se pueden visitar otros pueblitos similares, aunque más aislados, como San Juan y Chiyayoc.
De todos los pueblitos que rodean Iruya, Las Higueras es acaso el de la llegada más espectacular. Las camionetas deben avanzar por el curso de un río que atraviesa un gran cañón y bordear una montaña que se cruza en el camino. Allí, al final de una pequeña planicie, aparecen unas cuarenta casas blancas apretujadas en lo alto de un pequeño pero empinado cerro. Hasta el año pasado Las Higueras no recibía turistas, simplemente porque sus habitantes no querían que les rompiesen la tranquilidad (de todas formas son muy pocos los viajeros que la visitan). Hoy en día los reciben gustosos, les ofrecen algún hospedaje en casas de adobe, y les venden cintos y lazos de cuero, quenas, flautas y erkes.
Desde Iruya, saliendo temprano en camioneta se pueden visitar San Isidro y Las Higueras en la misma excursión. Aunque las crecidas del río en verano complican bastante poder llegar. Caminando se tardan unas cuatro horas desde Iruya y una hora en camioneta.
En un viaje a Iruya –como a tantos otros pueblos de montaña en el noroeste–, el trayecto hacia allí vale tanto como el destino mismo. Por empezar, hay que atravesar toda la Quebrada de Humahuaca, ya que no hay otro camino desde Salta. Al abandonar la famosa quebrada, también se abandona el pavimento: la ruta pasa a ser de ripio en muy buen estado. El camino sube hasta los cuatro mil metros en el Abra del Cóndor, justo el límite entre Salta y Jujuy, y comienza a bajar en zigzag, mientras se encienden los colores vivos de los cerros y tras la ventanilla se ven senderitos que rayan la montaña en diagonal. A lo lejos proliferan pircas rectangulares y circulares, y aparecen manadas de llamas, cabras y ovejas con su pastorcito atrás. También hay grupos de dos o tres casitas con alguna iglesia, o casas que directamente están solas, todas de adobe, el único material que se usa en la zona para las viviendas. Hasta Iruya son 19 deslumbrantes kilómetros hasta bajar a los 2800 metros, la altura del pueblo. Al costado de la ruta también baja el río Colanzulí, mientras Iruya se hace desear. Después de cada curva uno espera encontrarse la famosa iglesita de 1753, pero siempre falta una vuelta más. Hasta que finalmente aparece, iluminada por el sol, en la parte baja de un valle muy cerrado por todos sus lados, una especie de anfiteatro descomunal con gradas multicolores. En el medio –la parte más baja del valle– pasa el río, así que el único lugar para las casas es la ladera misma de las montañas. Al rayar el día esos cerros suelen tener la cima tapada por unas nubes que se disipan al salir el sol, dando lugar a un espectáculo de colores que va subiendo por las laderas. Aclara en un instante, y en ese “acto” eterno de cada despertar se concentra lo distintivo de Iruya, encerrado en la belleza irrepetible de un “sencillo” amanecer.
En San Isidro, al pie del cañadón y a orillas del río, se instala diariamente doña Etelvina, una anciana ya sin dientes que trabaja tras una pequeña pared de piedra pircada que le sirve de acequia para robarle un hilo de agua al arroyo. Es hilandera –hace ovillos de lana de oveja–, y todos los días clava tres ramas en el suelo para hacerse un toldito, se quita el calzado y se sienta sobre un cuero de cordero para hilar con el mismo arte que aprendió de sus abuelos. En vez de usar una rueca que se mueve con los pies como en la Patagonia, en esta zona es un chorrito de agua el que hace girar el palito donde se va enroscando el hilo de lana. Etelvina, con manos prodigiosas, va extrayendo de un vellón unos finos hilos y los estira hasta el punto de que parece que se van a cortar. Una punta está atada en el palito que gira, y así se va enrollando el hilo, por la fuerza del agua. Lo hace todos los días, a partir de las 11 de la mañana en su idílico lugar de trabajo entre las montañas. Luego regresa un rato a su casa para almorzar y retoma a las cuatro de la tarde. Al final de la jornada ha producido apenas cuatro ovillos, que para ella son suficientes. Después, esa será la materia prima para que los hombres de la comunidad trabajen en sus antiguos telares tejiendo unos hermosos ponchos, alforjas, pulóveres y mantas de oveja y llama que venden a los turistas.
–¿Usted tiene hijos, Doña Etelvina? –pregunta el cronista.
–Sí.
–¿Cuántos?
–Poquitos nomás... tres varones y tres chicas.
Los hijos viven todos en la ciudad de Salta, y su madre no los visita muy seguido, no sólo porque no es fácil –ni barato– llegar, sino porque además “en Salta me aburro, ahí no hay nada para hacer”.
–¿Y acá se divierte?
–Sí mucho, con el trabajo, y ahora vienen los turistas también, pero tenemos miedo de que también lleguen asesinos.
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