UZBEKISTAN > LA CIUDAD MILENARIA DE SAMARCANDA
Fue ciudad clave en la Ruta de la Seda –en plena Asia Central–, conquistada sucesivamente por Alejandro Magno, Gengis Khan y Tamerlán. Hoy, con más de 2700 años de historia, es una de las ciudades más antiguas del mundo, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco por ser uno de los lugares de origen del arte islámico medieval.
› Por Julián Varsavsky
“Y yo soy Tamerlán. Rijo el Poniente
y el Oriente de oro, y sin embargo...”
Jorge Luis Borges
Contemporánea de las épocas de oro en Roma, Atenas y Babilonia, la ciudad de Samarcanda es hoy la segunda ciudad de Uzbekistán –antigua república soviética–, un país ligado histórica y culturalmente al antiguo imperio persa. Muy poco aparece sobre Uzbekistán en los medios occidentales, lo cual convierte a ese país –en apariencia– todavía más lejano. Sin embargo está a mitad de camino entre Asia y Europa, en un lugar que antaño fue clave en la Ruta de la Seda, desde China a Turquía y de allí al resto del continente europeo.
Como acentuando esa “lejanía” exótica están los ignotos nombres que proliferan en la región. El país está rodeado por las repúblicas independientes de Kazajstán, Turkmenistán, Tajikistán y Kirguistán. Y la ciudad de Samarcanda, a su vez, está dentro del valle del río Zarafshán, un oasis a las puertas del desierto de Kizilkum.
Si uno se fija también en la sonoridad de los nombres de incontables ejércitos que conquistaron y se disputaron Samarcanda, se puede llegar a la idea errónea de que se trata de una ciudad mitológica que sólo existió en la fantasía de los juglares anónimos del medioevo. Cada cual a su tiempo, arrasaron con Samarcanda los persas samánidas, los karahánidos, los turcos selyúcidas, los karakitas y los khorezmidas, que no fueron seres de fantasía sino personas de carne y hueso cuya existencia está documentada en los textos de la época. Marco Polo fue uno de los visitantes ilustres de Samarcanda, quien la definió en su Libro de las maravillas como “una ciudad extensa y espléndida”.
Fundada en el siglo VII a.C., Samarcanda fue la capital de la satrapía de Sogdiana bajo la dinastía Aqueménida de Persia. Y de aquella época data precisamente el sitio arqueológico de Afrasiab, que fue el sector original de la actual ciudad. Allí está la que sería la tumba de Daniel, el profeta del Antiguo Testamento cuyos restos descansan en un sarcófago de 18 metros ya que, según la leyenda, el cadáver crece dos centímetros por año.
Alejandro Magno llegó a la región de Sogdiana en el 329 a.C., y logró establecer una ciudadela. Allí se encontró, con gran sorpresa, con una comunidad griega igual que él –los bránquidas–, descendientes de los jonios deportados por los persas al interior de Asia.
En el año 1220 el temible conquistador mongol Gengis Khan tomó Samarcanda sin mayores problemas, y luego la saqueó y la incendió hasta reducirla casi a cenizas. Pero fue en la segunda mitad del siglo XIV cuando Samarcanda comenzó a desarrollar su mayor brillo cultural, con una fastuosa arquitectura islámica que llegó hasta nuestros días y es su principal atractivo. En 1360 apareció en la tumultuosa escena política de Asia Central el conquistador Tamerlán, quien instaló en Samarcanda la capital de su inabarcable imperio. Se llamaba Amir Timur, aunque en Occidente se hizo conocido como Tamerlán, quien se presentaba a sí mismo como el continuador de la obra de Gengis Khan, extendiendo sus dominios desde la India hasta Turquía.
Uno de los testimonios más exactos de aquella época son las crónicas de Rui González de Clavijo, un embajador del rey castellano Enrique III, quien pasó tres meses en la corte de Tamerlán en 1404. Según el cronista, el rey conservaba las costumbres nómadas de sus antepasados y vivía en tiendas y pabellones que hacía instalar en medio de exuberantes jardines con árboles frutales y viñedos. Desde allí, en el interior de una simple tienda de campaña, se trazaron los planes de conquista que sojuzgaron y saquearon ciudades como Delhi, Bagdad, Damasco y muchas otras de la península arábiga, Persia y Turquía, a lo largo de 35 años.
El sitio histórico más famoso de Samarcanda en la actualidad es la deslumbrante plaza del Registán, donde se levantan tres antiguas madrazas –universidades islámicas–, consideradas el prototipo que inspiraría a la mayor parte de la arquitectura islámica en los últimos 600 años, desde el Mediterráneo al Indico.
En el Registán se levantan las madrazas de Sher Dor –de 1636 y protegida por leones de piedra– y la de Sir Dor, atribuida al rey Shaybanid Yalangtush. En el lado Oeste de la plaza está la madraza de Ulug Beg –nieto de Tamerlán–, quien la hizo construir como sede de la universidad, con una torre “pistaq” de 35 metros de alto decorada con azulejos de colores y un portal con incrustaciones de mármol y cerámica con motivos astronómicos. En su interior la madraza tiene una pequeña mezquita y a sus lados 50 habitaciones para los estudiantes. Ulug Beg asumió el trono con apenas 16 años, y su verdadera vocación no era la política sino la astronomía, llegando a ser muy reconocido en Europa por sus descubrimientos. Para sus estudios hizo construir la citada madraza que hoy se visita, e invitó a astrónomos y matemáticos de todo el reino a trabajar en ella. También ideó un observatorio astronómico hoy restaurado, donde había construido un sextante de tres pisos que le sirvió para reubicar la posición de 992 estrellas y armar así un nuevo catálogo estelar, el primero después del de Ptolomeo. Además determinó la duración del año sideral en 365 días con 6 horas, 10 minutos y 8 segundos (con un error de 58 segundos de más), una medición que le llevó varios años de trabajo. Pero Ulug Beg no fue tan exitoso gobernando como lo fue en la astronomía. Perdió varias batallas con estados rivales y terminó decapitado por su propio hijo en un peregrinaje a la Meca en 1449. Hoy en día un cráter lleva su nombre en la Luna.
Un hecho clave para el desarrollo de las ciencias y las artes –tanto en el mundo oriental como occidental– ocurrió en Samarcanda, cuando en el año 751 el rey Abbasid obtuvo el secreto de hacer papel, extraído a dos prisioneros chinos luego de la batalla de Talas. Así surgió la primera fábrica de papel en el mundo islámico, que a partir de ese momento comenzó a extenderse por Europa a través de la sojuzgada España. Fue también en Samarcanda donde el Cadi de la ciudad le regaló al célebre poeta Omar Khayyam (1048-1131) un libro de blanquísimas hojas de papel chino, sin dudas un importante regalo para un escritor en aquella época, cuaderno que llenaría con su famoso poemario Rubaiyyat, un clásico de la literatura persa escrito en lengua farsí.
Uno de los lugares más vistosos de Samarcanda, cerca del antiguo gran bazar, es el conjunto de mausoleos Shah-i-Zinda de la dinastía Timur –la que originó Tamerlán–, donde están por supuesto los restos de aquel gran emperador, en un gran edificio cuadrangular decorado en su interior con pequeñas piezas hexagonales de ónice y azulejos. En el exterior, una gran cúpula azul atrae todas las miradas, y debajo de ella una inscripción cúfica recorre el tambor con una repetición en letras negras y blancas de la frase “Dios es eterno”. El cuerpo de Tamerlán yace bajo una enorme laja de jade verde considerada la más grande jamás vista de ese material.
La otra tumba venerada en el Shah-i-Zinda es la de Qusam ibn Abbas, primo del profeta Mahoma, quien introdujo el islamismo en la región en el siglo VII d.C. y, según la leyenda, al ser decapitado tomó su cabeza con las manos y se paró desafiante encima de un aljibe.
En la literatura islámica, Samarcanda tiene un aura de ciudad mitológica, centro de vastos imperios, tumba de grandes profetas y reyes, faro científico y religioso, y modelo de sociedad islámica idealizada, donde alguna vez habrían reinado la justicia, la gloria y el término justo de todas las cosas. De alguna manera, es el paraíso perdido del Islam en la tierra, el mismo del que se precia –y que de alguna manera necesita– toda religión.
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