Domingo, 13 de enero de 2008 | Hoy
GRAN BRETAÑA > EXPOSICIóN SOBRE EL FARAóN Y SU DINASTíA
Un recorrido por la muestra que se realiza en el espacio de exposiciones The Bubble de la capital británica dedicada a la apasionante historia del faraón-niño –el antepenúltimo de la XVIII dinastía–, que reinó hace 3500 años en el legendario Egipto.
Por Jacinto Anton *
“Para hacerse realmente una idea de toda esa magnificencia, debe creer que sueña al leerlo, porque uno cree soñar al verlo.” La recomendación de Viviant Denon (1747-1825) a sus lectores al tratar de describirles las maravillas de Karnak vale para estas líneas acerca de los tesoros de Tutankamón y su época, hace 3500 años, que se exhiben en Londres envueltos en un emotivo y espectacular montaje que los realza como nunca. Como el sabio, aventurero, romántico e intrépido Denon, que paseaba por las necrópolis tebanas aún veladas de arena llenándose los bolsillos de ushebtis y recogiendo pies y cabezas de momias, el visitante de Tutankhamun and the Golden Age of the Pharaohs vive una experiencia única, asombrosa. (...)
Las 130 piezas van apareciendo aquí poco a poco a los ojos del visitante, desplegándose de una manera premeditadamente lenta y dispersa, bajo una cuidadísima iluminación que pone de relieve su belleza y su valor. En el laberinto de salas y niveles, con el sobrecogido sentimiento de misterio y violación de lo sagrado que embarga a los exploradores de tumbas –”uno se siente como un intruso”, anotó Howard Carter–, tardaremos en dar con las propias cosas de Tutankamón. (...)
El recorrido, tras un audiovisual de 90 segundos narrado por Omar Shariff con tono de son et lumière –uno puede seguir con el actor si opta por el artefacto del audio tour–, se abre con una sección dedicada a Egipto antes de Tutankamón, una introducción al mundo de la XVIII Dinastía, de la que Tut fue el duodécimo rey, el antepenúltimo –tras él reinaron Ay y Horenheb–. De hecho, Tutankamón fue el último de su familia, la de los poderosos tutmósidas, cuya línea dinástica podemos dar trágicamente por acabada en los dos nonatos (cinco y siete u ocho meses de gestación, respectivamente) hallados en la tumba del joven faraón, en una caja en la habitación del tesoro, hijos suyos y de su reina y medio hermana Ankhesenamón. (...)
Pero volvamos al recorrido. Una de las características de la exposición, que la diferencia de anteriores tours de Tut, es que esta vez, como puntualizó muy gráficamente el poderoso secretario general del Consejo Supremo de Antigüedades, Zahi Hawass, al presentarla en Londres, el faraón-niño ha venido acompañado por la familia. Más de 70 objetos pertenecientes a personajes de la XVIII Dinastía, familiares la mayoría de Tutankamón, figuran en la muestra, iluminando la vida y relaciones del joven. Ello, que reviste de una emotividad especial la exposición, permite sumergirse en la época y hacer comparaciones, muy interesantes, entre las piezas de la tumba de Tut y otras.
Así, por ejemplo, una estatua de madera cubierta con resina negra y tocada con el nemes real, procedente de la tumba de Amenofis II (KV 35) –tatarabuelo de Tutankamón–, nos remite a los dos célebres guardianes, extraños e imponentes, que custodiaban el paso de la antecámara a la cámara sepulcral en la tumba de Tut, y sugiere que estas estatuas eran fundamentales en los equipamientos funerarios de los reyes. Otra pieza del ajuar de Amenofis II, una realista pequeña pantera de madera –poderosa y felina– cubierta también de resina negra, invita a la comparación: estaba hecha para portar una figura en su dorso, posiblemente del faraón. En la tumba de Tut aparecieron dos panteras o leopardos semejantes –quizá símbolos de la fiera diosa Mafdet, matadora de serpientes y escorpiones enemigos del rey en su jornada hacia el otro mundo–, con estatuillas del faraón de pie encima. Cabezas de vaca, maquetas de barcos, ushebtis, una coqueta cuchara para ungüentos en forma de encantadora nadadora de prietas nalgas..., muchas otras cosas permiten establecer nexos con los objetos de Tut.
Dos de los momentos más impactantes de la exposición, en los que se ha echado el resto escenográficamente hablando, están conectados con personajes muy cercanos a Tut. Uno es su supuesto padre, Amenofis IV, Akenatón, el faraón hereje, una de cuyas fascinantes cabezas colosales –procedente del recinto de Atón en Karnak– preside una sala hipóstila dedicada a la revolución religiosa que lideró. El otro es su bisabuela Tjuya (la madre de Tiye, su abuela, reina de Amenofis III), cuyo imponente sarcófago dorado preside el solemne y tenebroso espacio dedicado a la muerte y el más allá, una gran sala decorada con las pinturas del Amduat, el Libro de lo que está en el mundo inferior. (...)
El célebre maniquí de Tutankamón –la estatua de madera pintada que seguramente se usaba para colgar o probar la ropa del rey– abre contundentemente las salas dedicadas a Tut, con los tesoros de su tumba, descubierta en 1922. En ellas le veremos, a través de sus objetos, en sus papeles de sumo sacerdote y dios encarnado (figuras sagradas, algunas notabilísimas), comandante supremo del ejército (armas: escudo, maza) y jefe de Estado (cayado y azote, representaciones como rey del alto y bajo Egipto; ornamentos: bastones, abanicos, trompeta). La vida personal, íntima, de Tut, que nació alrededor de 1343 antes de Cristo y murió en circunstancias no esclarecidas, puede que en un accidente de carro en 1323 antes de Cristo (se convirtió en faraón a los 9 o 10 años, en 1333 antes de Cristo), aparece representada por la caja de juego, los cosméticos (el simpático recipiente de marfil en forma de pato), una sillita de ébano que usaba de niño (pálido remedo del trono de oro, pero tan emotivo al mostrar trazos de uso). Y surge de manera turbadora en los delicados relieves de una de las piezas más maravillosas, la pequeña capilla dorada hallada en la antecámara de la tumba.
Probablemente nunca antes se ha exhibido esta pieza divina de manera tan conveniente para apreciar sus exquisitas decoraciones. En ellas podemos observar, con la intensidad de privilegiados voyeurs, las muestras de afecto entre unos jovencísimos Tut y su esposa, vestida con ropas vaporosas dignas de un Women’Secret tebano. Muchas escenas poseen claras resonancias sexuales –se ha señalado que la cacería de aves con palos es una metáfora del sexo: arrojar el bastón se decía igual que follar–. Son seguramente rituales, pero es imposible no ver en ellas una muestra de la atracción verdadera entre los dos dorados adolescentes hechos en realidad, al fin y al cabo, de carne y humano deseo.
Hay que destacar la significativa presencia en la exposición del sensacional reposacabeza de cristal azul oscuro con bordes de oro que procede de la tumba de Tutankamón, aunque Carter nunca lo inventarió (llegó al Museo Egipcio en los años cuarenta, discretamente, tras la muerte del descubridor), y que sin duda Hawass ha incluido en la selección para recordar las mentiras y hurtos de Carter y Cranarvon, la historia no oficial del hallazgo como la ha explicado Thomas Hoving en su libro, convertido ya en una clásico (Tutankamón, la historia jamás contada. Planeta, 2007), al que Hawass se refirió concretamente.
En la presentación de la muestra, el responsable de las antigüedades faraónicas de Egipto, que no tiene pelos en la lengua ni se corta nada, aprovechó para subrayar ante toda la prensa británica que a lord Carnarvon “lo único que le interesaba era llevarse cosas”. (...) A Carter, sin embargo, pese a recordar que dañó la momia y distrajo objetos ilegalmente, le rindió un insólito homenaje: “Era un gran hombre e hizo la mejor excavación que permitía la época”. La exposición incluye, precisamente, una sección dedicada a la memoria de Carter y su patrono. Y un objeto sensacional que guarda una relación emocionante con el descubridor de la tumba: la hermosa copa de alabastro de Tutankamón en forma de loto –un verdadero Grial faraónico relacionado con la inmortalidad– que luce la inscripción que se copió en la lápida del propio Howard Carter.
Las piezas más señeras de la exhibición, los tesoros de los tesoros, se encuentran hacia el final. Es el caso del pequeño sarcófago antropomorfo (39,5 centímetros), una verdadera joya, en el que estaba embutida una de las vísceras de Tutankamón, su hígado momificado. Esta pieza momiforme, con decoración en rishi (plumaje), se utiliza como el emblema de la exposición, pues el rostro se parece mucho, en miniatura, al de la célebre máscara dorada de Tut, la gran obra que en este tour no ha viajado. Esa ausencia ha provocado decepción, pero Hawass la ha justificado por la fragilidad de la pieza. No es retórica: hace veinte años, durante la gran gira de los tesoros, el tocado de la diosecilla Selkis, una de las protectoras de la capilla canópica de Tut –uno de los íconos del tesoro del joven rey–, sufrió daños, y el Parlamento egipcio votó entonces que los objetos no viajaran nunca más. De nuevo, como en la capilla dorada, la presentación y la iluminación de la pequeña pieza son antológicas y permiten admirar detalles insólitos. (...)
El corazón de la exposición, su sanctasanctórum, su momento estelar, es la sala que reproduce la cámara sepulcral de la tumba de Tut. En ella, en una atmósfera en la que uno se siente transportado a través de un abismo de tiempo, en un remolino de siglos, se exhiben la asombrosa diadema real de oro e incrustaciones halladas en la cabeza de Tutankamón, con la cobra y la cabeza de buitre desmontables –fueron retiradas para el vendado y aparecieron entre las piernas de la momia–, el rutilante pectoral de oro en forma de halcón y la preciosa daga ceremonial del mismo material, con su funda, que aparece suspendida mágicamente en el aire como el puñal en la sangrienta visión de Macbeth.
* El País Semanal.
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