NOTA DE TAPA
La ciudad de Tilcara sirve de base para increíbles excursiones. Cabalgatas entre las nubes hasta Las Yungas, caminatas con llamas de carga al estilo inca, bajadas en bicicleta desde las Salinas Grandes a Purmamarca y descensos en rappel por paredes de roca.
› Por Julián Varsavsky
Una cosa es caminar, andar a caballo o pedalear en bicicleta entre lindos paisajes, y otra muy distinta es hacerlo en Jujuy. Porque en esta provincia norteña a la belleza del paisaje se le suman su originalidad, principalmente por los cerros con vetas de colores superpuestos que no existen en ningún otro lugar, y también por sus maravillosas Salinas Grandes con su paisaje lunar. Y además, al internarse por cerros y montañas, o por las planicies de La Puna y los senderos de la selva de Las Yungas, el viajero toma contacto directo con la cultura autóctona y el modo de vida de esas personas, tan ajeno a la gran ciudad.
No es muy lejos de la Quebrada de Humahuaca, pero hay que irse bastante alto hasta el paisaje lunar de las Salinas Grandes. El camino está pavimentado, llega hasta los 4200 metros en el punto más alto de la Cuesta de Lipán, y de repente se ingresa en La Puna. Alrededor ya desaparece todo atisbo de vegetación, y la planicie blanca y radiante de las Salinas Grandes se derrama como un plácido mar de sal hasta más allá de donde llega la mirada.
El mejor vehículo para recorrer las salinas es una bicicleta estilo mountain bike, ya que el terreno es totalmente plano y sin obstáculos. La excursión llega hasta la salina en camioneta con las bicicletas cargadas atrás, y entonces el viajero se dedica libremente a recorrer ese mundo blanco en soledad –si así lo desea–, ya que allí nadie se puede perder. Se visitan los piletones rectangulares donde se extrajo la sal –y se ve a los salineros en sus labores, encapuchados y con anteojos negros contra un sol que enceguece–, se va hasta el borde mismo de la salina y se pedalea mientras las ruedas van dejando una huella sutil en esa red de pentágonos de un metro por lado que se reproducen con la exactitud matemática de una telaraña.
Antes de emprender el regreso en bicicleta por la Cuesta de Lipán se come algo liviano. Si hay niños éstos vuelven a la camioneta, y la pequeña caravana de bicicletas emprende el regreso. En los primeros 10 kilómetros desde el borde de la salina hay una subida que la mayoría elige hacer en la camioneta, hasta el punto de los 4200 metros. Y a partir de allí sí, son 70 kilómetros de bajada constante hasta Purmamarca.
Las medidas de seguridad –además del casco y las rodilleras–, incluyen la camioneta de apoyo que va adelante controlando si se acerca algún vehículo por la otra mano, y en ese caso el conductor avisa por handy a cada una de las bicicletas. Y detrás, cerrando el grupo, va el guía en bicicleta, por si vienen autos por la “retaguardia”. En general no se permite que nadie supere los 20 kilómetros por hora y toda la concentración está enfocada en administrar los frenos. Se hacen tres paradas preestablecidas para tomar fotos, y en el camino se cruzan pastores con manadas de ovejas, andenes de cultivo muy verdes, y se ve todo el tiempo la quebrada del río Purmamarca. Al llegar al poblado de Purmamarca se recorre a pie el paseo de Los Colorados –unos 4 kilómetros en total–, con sus formaciones rojizas justo detrás del cerro Siete Colores.
Desde Tilcara se hace una espectacular cabalgata que va desde la Quebrada de Humahuaca hasta la selva de Las Yungas, pasando por ambientes de pre-puna, en una excursión de tres días. El primer tramo desde Tilcara es en vehículo hasta el pie de la quebrada de Alfarcito. Allí se acaba el camino y comienza la cabalgata para subir en un día hasta los 4100 metros del Abra de Campo Laguna. Al principio predominan los cardones y por doquier se ven terrazas de cultivo abandonadas de unos cinco siglos de antigüedad. Al ir subiendo desaparecen los cardones y la vegetación se reduce al pasto puna y la tola. Algún cóndor se distingue como un puntito negro en el cielo y por las montañas corretean libremente las vicuñas y los guanacos. A lo largo de la travesía se sube y se baja constantemente siguiendo los caprichos del terreno. Y en el momento más inesperado de cualquier día puede ocurrir el espectáculo increíble de cabalgar sobre el filo de la montaña mientras abajo un colchón de nubes cubre un valle completo que se puede apenas intuir bajo ese cielo debajo del cielo. Y si no hay nubes en esa primera jornada se divisan en el horizonte el Valle Grande y el cerro Alto Calilegua. La senda es de origen precolombino y la usaron las etnias locales para transportar mercancías en caravanas de llamas.
Al final de la primera jornada –luego de siete horas de cabalgata y a 2300 metros de altura–, se llega hasta un idílico puesto de campo llamado Huaira Huasi, emplazado sobre una meseta con una vista espectacular a un gran valle. Ni aquí ni en ningún otro lugar de la travesía hay duchas ni se duerme en camas, aunque si hay colchones para dormir bajo techo en una casa de adobe con piso de cemento. También se puede optar por dormir en carpa.
A la mañana siguiente el grupo parte temprano rumbo al puesto llamado Sepultura, junto con la decena de burros cargueros que llevan las carpas, las bolsas con alimentos y todo lo necesario para la travesía. Al medio día se come una picada de jamón crudo, paleta y queso, y luego se ingresa en una zona de transición donde aparecen los primeros montes de alisos, mientras la vegetación se hace cada vez más frondosa al descender. La segunda noche se duerme en el puesto de la señora Carmen Poclavas en Molulo. Allí se cena un guiso carrero compuesto por fideos, arvejas, charqui, papines andinos y zanahorias.
El tercer día de viaje es una jornada de siete horas hasta el poblado de San Lucas, con un centenar de habitantes que viven en casas de adobe y chapa en un valle encajonado, justo encima de Las Yungas en todo su esplendor. Se duerme en el rancho de doña Ramona y queda medio día libre para pasear por el pueblo y conocer su pequeña capilla.
Al cuarto día –la jornada final–, se cabalgan unas cuatro horas hasta la localidad de Peña Alta entre senderos selváticos. Cada tanto se cruzan pavas de monte, loros y con suerte algún tucán. Y si hace calor todos se dan un baño refrescante en el río Valle Grande, y todo termina con un gran asado en el pueblo de San Francisco. Luego ya está lista la camioneta para ir hasta Ledesma.
Una alternativa de cabalgata corta en el día que se realiza desde Tilcara es la que va al pucará de Juella, una fortaleza omaguaca de hace unos 1000 años en muy buen estado de conservación. La excursión hacia el pucará de Juella comienza directamente en las calles de Tilcara, a pie o en general a caballo. En la primera parte del trayecto de 15 kilómetros hasta el pucará, el guía local Carlos Alberto Valdez lleva a sus viajeros a caballo por los barrios de Villa Florida y La Banda, aledaños de Tilcara, donde un grupo de agricultores viven en casitas de adobe y techo de caña con radar de DirectTV. Luego se avanza por el amplio lecho rocoso del río Juella –que permanece seco la mayor parte del año–, hasta llegar al pie de la meseta del pucará de Juella, donde se deben atar los caballos para subir el corto pero empinado trecho hasta la cima. Pero son apenas 15 minutos caminando, y sin previo aviso se está en medio de las increíbles ruinas, pobladas por centenares de cardones concentrados en una pequeña meseta de 8 hectáreas. Al recorrer el pucará de Juella se entiende la lógica militar al elegir el lugar, ya que hacia casi todos los costados se abren profundos precipicios imposibles de escalar.
Por doquier se ven millares de rocas caídas que formaban parte de las viviendas y depósitos del pucará. Pero también hay paredes de más de un metro de alto y varios de largo, que se mantienen en pie desde hace acaso mil años. En algunas casas todavía se puede ingresar bajando cuatro peldaños, y en otros lugares se ven claramente los restos de una especie de plaza con una entrada principal.
Una de las excursiones más originales que se realizan desde Tilcara es una caravana con llamas recorriendo a pie diversos circuitos por la montaña de uno a cinco días, entre milenarios caminos indígenas que omaguacas e incas atravesaban de la misma forma, pero cargados con mercaderías. Hoy la experiencia se revive desde el turismo, respetando las técnicas e implementos de carga originales.
El objetivo de una caravana con llamas –además de disfrutar del paisaje jujeño– es revivir la experiencia caravanera que, a lo largo de cinco mil años, fue uno de los ejes en común de las diversas culturas aborígenes que se desarrollaron en toda la cordillera de los Andes. Solamente en la zona de influencia de los omaguacas –colonizados por los incas poco antes de la llegada de los españoles–, los arqueólogos calculan que llegaron a utilizarse alrededor de un millón de llamas que transitaban por los vastos caminos del Tawantinsuyo.
Desde Tilcara hay varias alternativas de caravanas, según la cantidad de días. Una de ellas es ir en vehículo con las llamas hasta las Salinas Grandes y hacer un paseo por allí. Pero una opción más completa es internarse al menos dos días en los valles montañosos de la zona de Alfarcito, justo detrás de Tilcara. Santos, el guía, se ocupa de los preparativos para la partida: acomodar las alforjas de arpillera llamadas costales –que se cierran cosiéndolas con un punzón, como hacían los aborígenes– donde van las carpas, mesas y sillas. Además hay que atar bien los abrigos y las mochilas para que el caminante lleve apenas su cámara en la mano.
La caminata –una caravana de llamas en el fondo es una caminata– comienza directamente en las calles de Tilcara, donde Santos tiene un corral en el patio de atrás de su casa. Al subir unos metros en la montaña –por pendientes bastante suaves–, comienzan a proliferar los dedos acusadores de los cardones. Son millares de cactus que aportan una cuota de vida mínima en este paisaje árido y de ascética belleza, cuyo interés está en los colores fuertes de las laderas y los cielos azulísimos, antes que en la forma de las montañas.
Uno de los momentos más celebrados de la caravana con llamas es el de la merienda o el almuerzo en algún punto panorámico. Unos mates con yerba y hojas de coca alivian la fiaca y se retoma el camino por los terrenos de Alfarcito, donde a lo lejos se ven los cuadrantes de los andenes de cultivo precolombinos que los omaguacas construían con piedra para proteger las plantaciones. Del otro lado de la quebrada, mimetizada con la tierra, una escuelita de adobe se levanta solitaria en medio de la nada, a donde llegan todos los días unos veinte alumnos caminando unas cuatro horas para ir y venir.
Al atardecer ya es hora de armar las carpas y se elige un corral de piedra para tener un buen reparo contra el viento. El equipamiento incluye un calentador para la comida, faroles a gas, linternas y provisiones como una necesaria sopa para el frío, chocolate en barra y un vino tinto cabernet.
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