AFRICA > CRóNICA DE UN VIAJE EN BUS DE ACCRA A GHANA
Considerado uno de los grandes reporteros del siglo XX, el polaco Ryszard Kapuscinski recorrió el continente africano durante años. De su libro Ebano, un fragmento sobre un viaje por el interior de Ghana.
› Por Ryszard Kapuscinski *
¿A qué se parece la estación de autobuses de Accra? Pues recuerda al campamento de un gran circo que se ha detenido en su camino para una breve parada y fonda. Hay mucho colorido y suena la música. Los autobuses se asemejan más a los carromatos de un circo que a los lujosos Chausson que recorren las autopistas de Europa y Norteamérica.
Los de Accra son una especie de camiones con carrocería de madera que cubre un techo apoyado sobre unos palos. Gracias a que no hay paredes, durante el trayecto nos refresca una corriente de aire salvadora. En este clima, las corrientes de aire son un valor muy buscado. Si queremos alquilar un piso, la primera pregunta que formularemos al dueño será: “¿Corre aquí el aire?”. El, en respuesta, abrirá las ventanas de par en par y nos veremos recorridos por una benévola corriente de aire en movimiento: tomamos una buena bocanada, experimentamos un gran alivio y sentimos que la vida vuelve a nosotros.
En el Sahara, los palacios de los poderosos están construidos del modo más rebuscado: aparecen llenos de aberturas, rendijas, recodos y pasillos, pensados de manera que permitan la mayor circulación de aire posible. Al calor de justicia que hace al mediodía, el poderoso de turno permanece echado sobre una estera, colocada estratégicamente junto a uno de esos reanimantes intersticios, y se deleita respirando el aire que en este lugar resulta un poco más fresco. La corriente se traduce en términos económicos: las casas más caras se levantan allí donde el aire circula más. Cuando se mantiene inmóvil, el aire no tiene valor, pero basta que se mueva para que el precio se dispare.
Los autobuses, llenos de dibujos abigarrados, están pintados de colores vivos, llamativos, hasta chillones. Las cabinas de los conductores y los laterales lucen cocodrilos blandiendo dientes afilados, serpientes arqueadas preparándose para atacar, manadas de zambos saltando de árbol en árbol, antílopes huyendo al galope por la sabana de unos leones que las persiguen... Y, por todas partes, pájaros, un montón de pájaros, y cadenas y ramos de flores... En definitiva, un gran kitsch, pero cuán lleno de vida y de fantasía.
Sin embargo, lo más importante son las inscripciones. De gran tamaño y adornadas con guirnaldas de flores, se ven desde lejos, pues su misión es la de alentar o advertir. Hablan de Dios y los hombres, de deberes y prohibiciones. (...)
Basta con aparecer en la plaza en que se amontonan decenas de autobuses para que nos rodee un enjambre de niños, gritando a cual más fuerte, la pregunta de adónde queremos ir: ¿a Kumasi, a Takoradi o a Tamale?
–A Kumasi.
Los que pescan a los pasajeros que van a Kumasi nos dan la mano y, saltando de alegría, nos conducen al autobús adecuado. Están contentos porque, por el hecho de haber encontrado pasajeros, recibirán del conductor una naranja o un plátano.
Nos subimos al autobús y ocupamos los asientos. En este momento puede producirse una colisión entre dos culturas, un choque, un conflicto. Esto sucederá si el pasajero es un forastero que no conoce Africa. Alguien así empezará a removerse en el asiento, a mirar en todas direcciones y a preguntar: “¿Cuándo arrancará el autobús?” “¿Cómo que cuándo?”, le contestará, asombrado, el conductor, “cuando se reúna tanta gente que lo llene del todo”.
El europeo y el africano tienen un sentido del tiempo completamente diferente; lo perciben de maneras dispares y sus actitudes también son distintas. Los europeos están convencidos de que el tiempo funciona independientemente del hombre, de que su existencia es objetiva, en cierto modo exterior, que se halla fuera de nosotros y que sus parámetros son medibles y lineales. Según Newton, el tiempo es absoluto: “Absoluto, real y matemático, el tiempo transcurre por sí mismo y, gracias a su naturaleza, transcurre uniforme; y no en función de alguna cosa exterior”. El europeo se siente como su siervo, depende de él, es su súbdito. Para existir y funcionar, tiene que observar todas sus férreas e inexorables leyes, sus encorsetados principios y reglas. Tiene que respetar plazos, fechas, días y horas. Se mueve dentro de los engranajes del tiempo; no puede existir fuera de ellos. Y ellos le imponen su rigor, sus normas y exigencias. Entre el hombre y el tiempo se produce un conflicto insalvable, conflicto que siempre acaba con la derrota del hombre: el tiempo lo aniquila.
Los hombres del lugar, los africanos, perciben el tiempo de manera bien diferente. Para ellos, el tiempo es una categoría mucho más holgada, abierta, elástica y subjetiva. Es el hombre el que influye sobre la horma del tiempo, sobre su ritmo y su transcurso (por supuesto, sólo aquel que obra con el visto bueno de los antepasados y los dioses). El tiempo, incluso, es algo que el hombre puede crear, pues, por ejemplo, la existencia del tiempo se manifiesta a través de los acontecimientos, y el hecho de que un acontecimiento se produzca o no, no depende sino del hombre. Si dos ejércitos no libran batalla, ésta no habrá tenido lugar (es decir, el tiempo habrá dejado de manifestar su presencia, no habrá existido).
El tiempo aparece como consecuencia de nuestros actos y desaparece si lo ignoramos o dejamos de importunarlo. Es una materia que bajo nuestra influencia siempre puede resucitar, pero que se sumirá en estado de hibernación, e incluso en la nada, si no le prestamos nuestra energía. El tiempo es una realidad pasiva y, sobre todo, dependiente del hombre.
Todo lo contrario de la manera de pensar europea.
Traducido a la práctica, eso significa que si vamos a una aldea donde por la tarde debía celebrarse una reunión y allí no hay nadie, no tiene sentido la pregunta: “¿Cuándo se celebrará la reunión?” La respuesta se conoce de antemano: “Cuando acuda la gente”.
De modo que el africano que sube a un autobús nunca pregunta cuándo arrancará, sino que entra, se acomoda en un asiento libre y se sume en el estado en que pasa gran parte de su vida: en el estado de inerte espera.
–¡Esta gente tiene una capacidad extraordinaria de espera! –me dijo en una ocasión un inglés que llevaba mucho tiempo viviendo aquí–. Capacidad, aguante, ¡es un sexto o séptimo sentido!
En alguna parte del mundo fluye y circula una energía misteriosa, la cual, si viene a buscarnos, si nos llena, nos dará la fuerza para poner en marcha el tiempo: entonces algo empezará a ocurrir. Sin embargo, mientras una cosa así no se produzca, hay que esperar; cualquier otro comportamiento será una ilusión o una quijotada.
¿En qué consiste esa inerte espera? Las personas entran en este estado conscientes de lo que va a ocurrir; por lo tanto, intentan elegir el mejor lugar y aposentarse lo más cómodamente posible. A veces unas se tumban, otras se sientan en el suelo o en una piedra, o se ponen en cuclillas. Dejan de hablar. El grupo de personas en estado de inerte espera es mudo. No emite ninguna voz, permanece en silencio. Los músculos se distienden. La silueta se vuelve lacia, se desmaya y encoge. El cuello se queda rígido y la cabeza deja de moverse. La persona no mira, no intenta divisar nada, no se muestra curiosa. A veces tiene los ojos entornados, pero no siempre. Los ojos, por lo general, están abiertos pero con la mirada ausente, sin brizna de vida. Puesto que he pasado horas observando multitudes enteras en estado de inerte espera, puedo afirmar que se sumen en una especie de profundo sueño fisiológico: no comen, no beben, no orinan. No reaccionan a un sol que abrasa sin piedad ni a las moscas, voraces y pesadas, que las asedian y se posan sobre sus labios y párpados.
¿Qué debe de pasar entonces por sus cabezas?
Lo ignoro, no tengo la menor idea. ¿Piensan o no? ¿Sueñan? ¿Recuerdan cosas? ¿Hacen planes? ¿Meditan? ¿Permanecen en el más allá? Difícil de decir.
Al final, después de dos horas de espera, el autobús, repleto, sale de la estación. En el camino, lleno de baches, los pasajeros, sacudidos, despiertan a la vida. Alguien se pone a buscar un bizcocho, otro pela un plátano. Todos empiezan a mirar a su alrededor, se secan las caras empapadas y doblan cuidadosamente los pañuelos húmedos. El conductor no para de hablar; tiene una mano puesta sobre el volante y usa la otra para gesticular. A cada momento, todos estallaban en carcajadas; él, en las más fuertes; otros, en risas menos sonoras. A lo mejor, ¿quién sabe?, sólo lo hacen por educación, porque así lo mandan los buenos modales.
Estamos en pleno viaje a bordo de nuestro autobús. Los que van conmigo sólo pertenecen a la segunda, cuando no primera, generación de afortunados que viajan en un medio de transporte rodado. Durante miles y miles de años Africa anduvo a pie. La gente de aquí no tenía noción de la rueda, ni tan siquiera conseguía hacerse a tal idea. Hombres y mujeres iban a pie, se desplazaban caminando y todo lo que tenían que llevar lo llevaban en la espalda, en los brazos y, las más de las veces, sobre las cabezas.
¿Que de dónde han salido los barcos que se ven en los lagos, en el interior del continente? Del océano: los desmontaban en los puertos marítimos, transportaban las piezas sobre las cabezas y las montaban en las orillas de los lagos. Se han transportado al interior de Africa, por piezas, ciudades, fábricas, maquinaria para minas, plantas eléctricas y hospitales. Toda la civilización técnica del siglo XIX fue llevada al interior de Africa sobre las cabezas de sus habitantes. (...)
* Fragmento del libro Ebano, de R. Kapuscinski. Editorial Anagrama, 2004.
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