MISIONES > TREKKING, CANOPY, RAPPEL Y RAFTING EN IGUAZú
En las Cataratas del Iguazú y alrededores, excursiones muy movidas para quienes quieren andar por la selva y por las aguas rozando la aventura. Intrépidos paseos en lancha al pie de los saltos y bajadas en rafting. En plena jungla, descensos en rappel y “vuelos” en tirolesa entre las copas de árboles de 30 metros de altura. En la Garganta del Diablo, una relajada caminata nocturna bajo la luz de la luna llena.
› Por Julián Varsavsky
Las Cataratas del Iguazú son un paisaje enérgico en movimiento constante. Llaman al vértigo e invitan a la acción, sobre todo a quienes prefieren incluir en sus viajes un toque de aventura. Las propuestas son muy variadas y permiten observarlas de diferentes maneras: a toda máquina desde una lancha de dos motores, patas para arriba en un canopy entre la copa de dos árboles, colgados en rappel de espaldas a un precipicio, remando por los rápidos del río en una balsa de rafting o caminando panchamente por la selva para llegar a la Garganta del Diablo bajo la luz de la luna llena.
CON LUZ DE LUNA Caminar de día por la selva es como abrirse paso por un reino de pura sugestión, donde la espesura vegetal no deja ver más allá de unos pocos metros. Pero hacerlo en la noche implica penetrar un universo oscuro que potencia ciertos sentidos, hasta que se dilatan las pupilas y comienza a percibirse la “luz” nocturna. Esto ocurre en la excursión a las Cataratas de Iguazú con luna llena, un paseo que se lleva a cabo cinco días al mes: el día del plenilunio, dos noches antes y dos después, siempre que no esté nublado.
Para llegar a la Garganta se toma el trencito ecológico sin vidrios ni paredes que aíslen del entorno. Los rieles se internan en la selva y comienzan de inmediato los cambios sutiles en la percepción. En la noche se acentúan los aromas de la selva, una infinita combinación de fragancias que dan como resultado un único olor a selva. Cuando se hunde el sol se acelera el proceso de reciclaje natural en el reino vegetal. De día la selva absorbe calor y el aire caliente se lleva las fragancias hacia arriba. Y de noche todo se enfría mientras se descompone la materia orgánica de animales y vegetales muertos, que generan nutrientes para los seres vivos. Los roedores como el coatí escarban la tierra, y la acumulación de aromas de la noche atrae a los insectos que polinizan las flores. Y los murciélagos, por su parte, comen frutos y desperdigan semillas.
Al descender del tren comienza una caminata de un kilómetro por las pasarelas que atraviesan la densidad selvática de algunos islotes sobre el río Iguazú superior. Pero por momentos el panorama se abre y la larga pasarela parece un puente colgante sobre el río inmóvil que se derrama a sus anchas para metros más adelante estallar en un cataclismo de estruendos pavorosos. Y al fondo de la pasarela se levanta una especie de humareda de rocío que brota del aliento a dragón de la descomunal Garganta. Allí los rayos de luz forman un arco iris completo de tenues colores.
La larga fila de 120 personas avanza por la estrecha pasarela como en procesión, y son apenas un tercio de los que se permite ingresar en horas del día. A los costados se ven las siluetas negras de las palmeras pindó, el contraste de las lianas en la oscuridad, y el disco perfecto de la luna radiante al fondo. Y aun más atrás, la constelación de Orión, la Cruz del Sur y el planeta Marte.
La noche tiene sonidos propios que también conforman un todo. El fluir calmo del agua, el estruendo aún remoto de la Garganta, y también el canto individual de pájaros con nombres guaraníes como el anó, el ocó y el tingazú. El canto de este último es el más sugestivo, como el llanto leve de una mujer. Los guías en general no hablan y sugieren silencio, pero en este caso cuentan que al llanto del tingazú se lo relaciona con la historia de una mujer que hace 20 años se casó en el restaurante del Parque Nacional, y luego de la fiesta chocó y se mató en el camino. Los remiseros que van al parque en la noche la suelen ver llorando –con su traje de blanco–, y aseguran que se la cruzan en algunas curvas o la ven por el espejito retrovisor.
Quien lo desee puede acelerar o retrasar el paso, y disfrutar de unos instantes de soledad absoluta en la noche de la selva misionera. Así captará los murmullos de una fauna rampante, tan invisible como la del día, con sus millares de ojos al acecho que ven sin dejarse ver. A veces los guardaparques encuentran en la mañana alguna huella de puma o yaguareté, pero con suerte el visitante podrá ver una escurridiza comadreja que corre sobre el pasamanos y se trepa a un árbol. En los días húmedos surgen las intermitentes luciérnagas con una luz muy potente, y cuando eclosionan las crisálidas millares de maripositas nocturnas revolotean rozando a veces la mejilla del caminante.
En el silencio nocturno el crujido de una rama rasga la noche, el chistido de una lechuza ordena silencio, un tero da una señal de alerta, y el croar de las ranas conforma un coro sin ton ni son. Y a lo lejos, el rumor a fauces de dragón está cada vez más cerca.
Al llegar a la Garganta del Diablo con luna llena parece de día. La luminosidad permite ver el vuelo grupal y alocado de los vencejos capturando microorganismos con el pico en las gotas de rocío, y también las gotas de rocío mismas que mojan la cara de los visitantes. Algunos lloran, otros bostezan, hay quienes se agarran con fuerza a la baranda, y a la mayoría se les para los pelos por la energía estática de las aguas reventando contra las piedras.
En la Garganta del Diablo desemboca gran parte del torrente de aguas de las cataratas. Y todos la observan con gesto pasmado, desde un abrupto balcón de hierro donde apenas un metro a la derecha el río suicida se arroja al abismo. Cuando comienzan a caer, las aguas parecen quedar suspendidas en el aire por un instante junto a la cornisa de piedra. Y después –fruto del mismo efecto visual– se desploman como en cámara lenta hacia un cataclismo descomunal. Abajo las espera el caos, las fauces sedientas de un gigante oculto entre aguas espumantes que bullen como el aceite. En el balcón no hay mucho para hacer, y ni siquiera demasiado espacio para moverse. Sin embargo, nadie se quiere ir, preso de su endiablado influjo.
A RAS DEL AGUA Para sentir de otra manera las entrañas acuáticas de la selva se puede tomar la lancha que se interna a toda velocidad por los rápidos del río Iguazú inferior, entre dos paredes selváticas al pie de las caídas de agua. No se ingresa en la temida garganta, por supuesto, pero como consuelo se recibe una “ducha a presión” bajo el salto Los Tres Mosqueteros. Los pasajeros gritan como si llegara el fin del mundo. Y un atronador torbellino indica que se ha alcanzado el epicentro de una calamidad. Inmersos en una densa nube de rocío, los turistas ven que a pocos metros de la embarcación la catarata explota en ráfagas de agua que los azotan sin cesar. Los que más disfrutan son los niños, y cuando parece que todo ha terminado, la lancha da una larga vuelta en “U” alrededor de la isla San Martín en busca de un salto del mismo nombre, uno de los más furibundos del parque. Cuando la embarcación encara a toda marcha hacia el centro del salto, algunos gritan de alegría y otros de pavor. Y sin tiempo para pensarlo ya están adentro de una densa nube de agua. De repente es como si un cuerpo de bomberos abriera sus mangueras al unísono para atacarlos a chorros. La situación es desconcertante porque llegado cierto punto ya no se ve nada, salvo el rocío blanquecino. Muchos piensan que algo ha fallado y se han perdido en la catarata. Pero no, por supuesto. Las medidas de seguridad son muy rigurosas y se trata sólo de un juego erizante como seguramente no habrá otro, siquiera parecido, en cualquiera de las sucursales de Disneyworld.
MULTIAVENTURA EN LA SELVA En un sector de la selva que limita con el Parque Nacional –en el kilómetro 5 de la Ruta 12–, se realiza un circuito multiaventura que combina senderismo, tirolesa, rappel, escalada y un agradable paseo en lancha por el río Iguazú. La excursión comienza con una caminata sencilla por las profundidades de la selva, acompañados por un guía que explica los diferentes estratos de la vegetación. A diferencia de lo que ocurre en el Parque Nacional, aquí los grupos son pequeños –hasta 15 personas por turno– y se puede disfrutar del paseo con otro nivel de intimidad.
Entre los árboles, se pueden ver trampas de caza guaraníes. Entre ellas, la llamada aripuca, una pirámide trunca de madera con un cebo en su interior, que se sostiene levantada con un palito. También hay un mondé, una especie de corralito con un palo encima: cuando entra un tapir o un roedor como el agutí, inevitablemente toca una liana muy fina que libera el palo y cae en la cabeza del animal.
Más adelante está el canopy o tirolesa, la aventura más original de esta excursión. Consiste en subir a un árbol de 30 metros por una escalerilla colgante, asegurados con una soga. Allí arriba, en el punto más alto de la selva, donde nacen las lianas, hay una plataforma de madera. El panorama desde esa altura es totalmente distinto a cualquier otro que se pueda obtener de la selva, ya sea desde tierra o desde el cielo. En ese nivel –que los biólogos denominan el estrato superior– la espesura vegetal se asemeja a un burbujeo de color esmeralda. Después de detenerse un rato a “degustar” la novedosa visión, llega el momento de dar el salto hasta otro gran árbol situado a 100 metros de distancia. Aunque en ese instante de vértigo casi todos lanzan un alarido, no se salta colgado de una liana como Tarzán sino de un arnés muy seguro.
El canopy tiene un segundo salto casi tan largo como el anterior, y después llega el momento de la escalada y el descenso en rappel, que se practican en una pared de roca de 25 metros. Por último, el circuito se completa con una navegación muy relajada de 9 kilómetros y medio por las aguas calmas del río Iguazú. La lancha llega hasta la confluencia del Iguazú con el Paraná, donde están los famosos hitos de la triple frontera.
RAFTING PRA VOCE En el lado brasileño de las Cataratas se puede realizar un descenso de rafting por los rápidos del río Iguazú. Se trata de un rafting sencillo –en rápidos de nivel II y III, en la escala de I al VI–, que no por eso carecen de vertiginosa emoción. Se parte desde el muelle Macuco, río arriba con una lancha fuera de borda que primero se acerca al salto Los Tres Mosqueteros, donde un baño de agua a chorros empapa al grupo. Luego, junto a la isla San Martín, hay que trasbordar a un gomón inflable de rafting. Con el casco y los salvavidas bien ajustados, el guía explica las voces de mando que aseguran la coordinación, enseñan cómo tomar el remo, las técnicas para girar, y qué hacer ante un posible vuelco.
Después de una práctica en aguas calmas comienza la aventura. Se va primero por rápidos simples hasta que empieza el traqueteo, el río enloquece un poco, se apacigua en los remansos, y vuelve a la carga otra vez. En los rápidos más complicados el gomón se inclina hacia arriba, rebota en una piedra, parece a punto de zozobrar y recupera el equilibrio. Los guías son cuidadosos para no correr el riesgo de un vuelco, pero si se produjera tampoco sería grave, por los chalecos salvavidas y la lancha de seguridad que viene atrás. El descenso recorre 4,5 kilómetros en 30 minutos y cuesta $ 170 por persona.
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