TUCUMAN > UN MERCADO COLONIAL
En el histórico mercado, cuyo origen se remonta al tiempo de la colonia, se venden desde fustas y monturas confeccionadas in situ hasta motos por catálogo. Un caótico mundo impregnado de olores, colores y sabores, con centenares de sulkis por los alrededores.
› Por Julián Varsavsky
–¿Estas hamacas son como las paraguayas?
–Sí, igualitas
–Ah, entonces son hamacas paraguayas...
–No, son tucumanas porque las hago yo.
El mercado del pueblo de Simoca –53 kilómetros al sudeste de San Miguel de Tucumán– es quizás el más antiguo del país. Su origen se remonta al tiempo de la colonia, cuando en el siglo XVII en ese mismo lugar había no sólo una posta de caballos, sino también una feria semanal donde se comerciaba con trueque (método que en algunos casos se usa todavía entre amigos). Es así que este mercado a cielo abierto funciona todos los sábados desde hace varios siglos. Y gran parte de las personas que vienen a hacer las compras para la semana llegan en coloridos sulkis que a veces suman más de un centenar.
En la feria de Simoca históricamente se han vendido productos de y para el campo –y así sigue ocurriendo–, aunque con los años se ha ampliado mucho la oferta: desde monturas, fustas, estribos y botas de cuero hasta ponchos, alpargatas, cintos, mates y cigarros en chala a un peso el manojo. En otros puestos –entremezclados sin ningún orden muy coherente–, se venden comestibles, entre ellos, toda clase de cortes de chancho –incluyendo la cabeza entera, que se exhibe sobre una mesa–, y especias como orégano, comino y azafrán. Además hay variedad de verduras que van desde zapallos gigantes de más de siete kilos hasta ajíes, pimentones, repollos y frutas.
Los puestos de talabartería, alimentos y ponchos ocupan en general una especie de corredor central que, con excepciones, parece reservado a la feria más autóctona y artesanal. A su derecha están los quinchos con restaurancitos al paso y a la izquierda hay un segundo corredor donde están los puestos del “nuevo” mercado, con precarios techos de lona plástica. A este sector del mercado se lo conoce como “feria boliviana”, una denominación que no necesariamente tiene connotaciones despectivas. En estos puestos –no muy aceptados por los antiguos puesteros, más tradicionalistas–, se vende literalmente de todo: bombachas, estuches para celulares, barriletes, ungüentos curalotodo, pelotas y toda clase de juguetes y baratijas de plástico fabricadas por trabajadores semi esclavos en el oriente asiático, y que aquí los comercializa un paisano tranquilo con sombrero de paño y casi los mismos ojos rasgados que esos hombres que están en la otra punta de la cadena y también del planeta.
A la feria no se viene solamente a comprar sino también a almorzar y a pasar la tarde del sábado en una suerte de evento social bastante animado. Allí se entremezclan el humo de las parrillas, el olor a bosta de caballo, el aroma de las especias acumuladas en montañitas cónicas, y músicas diversas que van del cuarteto cordobés a una zamba tucumana.
En Simoca uno puede cometer la ingenuidad de venir a ver una feria pura. Y por supuesto se defraudará. Sin embargo, la de Simoca es una feria auténtica con pocos turistas, donde se viene a comprar mercancías de utilidad práctica antes que adornos o souvenires. Por eso sigue cambiando y ofrece lo que la gente necesita en el día a día, aunque eso implique perder algunos rasgos de “autenticidad”. Si fuese sólo para turistas vendería solamente lo que al turista le gusta encontrar –”lo auténtico”–, cuando en verdad la feria en ese caso hubiese perdido la auténtica esencia de toda feria.
No solamente cambia la feria sino también los medios de llegar a ella. Los sulkis están lejos todavía de desaparecer, pero actualmente el número de motos estacionadas supera levemente a esos hermosos carruajes livianos de un solo caballo, los únicos que pueden transitar sin problema las embarradas calles de tierra del pueblo en días de lluvia.
A dos cuadras del mercado hay todavía un herrero que fabrica sulkis, quien vive más de la reparación que de los pocos que hace por encargo, en general para el exterior (por ejemplo, Australia). Un sulki cuesta alrededor de siete mil pesos, así que los jóvenes optan por alternativas más practicas y económicas como las motos. Andar en sulki es considerado cosa de viejos. Y en verdad lo es, porque quienes los manejan son por lo general gente mayor que superan a veces los 80 años. Es el caso de don Prudencio, 86 años, cliente de la feria desde hace al menos 80 años, a quien no le gustan las fotos ni conversar mucho con extraños.
Muy de vez en cuando, en la feria ocurren todavía las “reyertas gauchas”, que estallan en los bares aledaños por los excesos de vino. Muchas décadas atrás la feria era famosa por sus cuchilleros. Y hoy, cuando suceden esos enfrentamientos, también son a cuchillo. Por lo general la gente no se mete ni la policía tampoco, y dejan que los contrincantes salden sus cuentas, aunque las peleas ya no son a muerte. Vale aclararlo, por las dudas, que la feria es un lugar muy seguro.
Los cuchillos, y de los muy grandes y afilados, son una herramienta permanente de trabajo en la feria. Sirven para cortar una torta, abrir un sábalo en canal, separar la cabeza de un cerdo, dividir en dos un zapallo de un solo golpe, o pelar una manzana.
El olor del mercado también es un caos donde se entremezclan la bosta, el choripán, el pollo asado, las especias, el cuero y la verdura fresca. Como todo mercado en el mundo, el de Simoca es un reflejo fiel de la complejidad cultural de un país. Allí conviven una gitana enropada con una larga tela y un niño en brazos, dos negros de Senegal ofreciendo pulseras y anillos doradísimos, rubias teñidas, rubias de verdad, un joven bajo una sombrilla que vende motos por catálogo, una petisa culigrande y cincuentona con calzas rojas, campera roja, anteojos negros, botas brillosas hasta la rodilla, tacos aguja y rasgos autóctonos en el rostro. Y por un costado de la feria pasa un tren. En ese pequeño y caótico microuniverso, de dos mil a cuatro mil personas comen y compran todos los sábados, desde hace más o menos 300 años.
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