Dom 13.10.2002
turismo

VENEZUELA VIAJE A LA SELVA GUAYANESA

En la Gran Sabana

Viaje en avión sobre los abismos verdes del Parque Nacional Canaima y una travesía en lancha por las entrañas de la selva guayanesa hasta el pie del Salto Angel, un río que cae desde mil metros de altura.

Por Julián Varsavsky

El andar del avión se vuelve vacilante. Los oídos nos advierten que descendemos, pero tras la ventanilla impera una blancura cegadora. De repente las nubes quedan arriba, y como resultado de una orden superior, el reflector solar se enciende de lleno sobre el Salto Angel, el más alto del mundo –dos veces y media el Empire State–. Desde la cumbre de una meseta de mil metros de altura, un río suicida se arroja al vacío y se desintegra en el aire hasta tornarse rocío; atraviesa un pequeño arco iris y renace como río otra vez al tocar tierra. Entonces, se pierde serpenteando en los confines de la selva.
Volamos por un gran cañón –casi a la altura de las paredes laterales– mientras el Salto Angel va ganando nitidez. El avión hace tres incursiones ladeando el salto para que todos puedan ver esa catarata alta y flaca –la antítesis de las del Iguazú– y sus hermanas menores que emanan a lo largo de los 10 kilómetros de la escarpada meseta Auyantepuy.
Desde el aire se vislumbra un laberinto verde donde impera un motivo vegetal multiplicado hasta el hartazgo; un reino fortificado por una muralla de árboles que se alinean tronco a tronco hasta el infinito.

POR LOS RIOS DE CANAIMA En el poblado de Canaima nos alojamos frente a una pequeña playa junto al río, en unas cabañas que respetan el modelo de la churuata indígena (base circular y techo cónico de hoja de palma). Adentro poseen las comodidades para que el turista tenga una estadía placentera rodeado de la selva. En Canaima se realizan varias excursiones, pero la más importante es la que llega hasta la base del Salto Angel, la caída de agua que nace en la cumbre de un tepuy de mil metros de altura. ¿Y qué son los tepuyes? El escritor Alejo Carpentier los describió así: “Imaginad un haz de tubos de órgano, de unos cuatrocientos metros de alto, que hubieran sido atados, soldados y plantados verticalmente, como un monumento aislado, una fortaleza lunar, en el centro de la primera planicie que aparece al cabo de tanta selva”. Estas mesetas de arenisca rosada se erigen solitarias en la llanura, con paredes perpendiculares, culminando en afilados ángulos rectos. Están coronadas por una planicie de varios kilómetros sin accidentes, limitada por dos abismos. Su simetría perfecta haría pensar que fueron tallados por la mano del hombre. Tienen algo de torre y de fortaleza abandonada, pero son los restos erosionados del gran “Escudo Guayanés” que cubría la superficie de este territorio hace 2 mil millones de años.
Hacia allí vamos navegando en curiara por el ancho río Carrao, en medio de una maraña de árboles con sus raíces entrando en el agua que se abre paso por la selva con la fuerza de los 200 ríos que la atraviesan. Ante turbulentos remolinos debemos abandonar la canoa y recorrer sencillos tramos a pie. Al caminar por los senderos de la selva, sobre un colchón de hojarasca, debemos correr las gruesas lianas con la mano y sortear troncos podridos cubiertos de líquenes y musgo. La luz del sol se convierte en un suave resplandor esmeralda.
Al regresar a la curiara, se adivina la presencia de la fauna selvática. Jamás sabríamos que están allí, a pocos metros, si no los delatara una sonoridad constante que se funde con la selva y la transforma en un gran cuerpo viviente. El encuentro con el Salto Angel corona uno de los viajes más asombrosos que ofrece el continente americano. Dejamos la embarcación para caminar hasta el pie del salto. Desde lo alto de una pared perfectamente recta de mil metros de altura brota un río que se nos viene encima convertido en llovizna. Ahora sí: transitamos el corazón mismo de la selva.

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