turismo

Domingo, 28 de septiembre de 2008

JUJUY > CABALGATA DE TILCARA A CALILEGUA

A caballo sobre las nubes

Desde la ciudad de Tilcara, una espectacular cabalgata de cuatro días por antiguos senderos preincaicos, entre milenarios andenes de cultivo y caseríos perdidos en la montaña. Una travesía por los filos de los cerros hasta la tupida selva de Las Yungas.

 Por Julián Varsavsky

A todo lo largo de Argentina hay alternativas de cabalgatas tan variadas que se puede, por ejemplo, llegar al extremo austral de la costa de Tierra del Fuego, cruzar la cordillera por los pasos mendocinos como el General San Martín, o internarse en la selva misionera desde Puerto Iguazú. Una de las más singulares se realiza en Jujuy, desde la ciudad de Tilcara, cabalgando por el filo de los cerros a través de los increíbles paisajes de la Puna hasta desembocar en la tupida selva del Parque Nacional Calilegua. A continuación, una crónica de esa excursión por las nubes.

A LA MONTAÑA Partimos en la mañana temprano desde Tilcara con un vehículo que en 20 minutos nos dejó donde se termina la ruta, al pie de la quebrada de Alfarcito. Atrás quedaron las últimas casas de adobe desperdigadas en los suburbios de Tilcara y nos internamos en las resecas montañas de las quebradas tilcareñas, siguiendo el cauce del río Huasamayo. Los senderos son los mismos que antiguamente unían la zona de Humahuaca con la selva de Las Yungas. Existían desde mucho antes de la llegada de los incas, que los mejoraron ya que por ellos se arreaban las llamas cargadas de mercaderías para el trueque.

La “caravana” en este caso la conforman cuatro viajeros, el guía Adrián García del Río y su comadre Carmen Poclavas, que también a caballo conduce otra caravana de burritos que llevan la comida, la bebida, las carpas y los abrigos.

La subida comienza por pendientes bastante suaves de las montañas donde proliferan los dedos acusadores de los cardones, que en ciertos lugares forman fila como soldados. Son millares de cactus totalmente distintos uno del otro, que aportan una cuota de vida mínima a un paisaje árido y de ascética belleza, cuyo interés está en los colores intensos de las laderas y en los cielos azulísimos. Pero lo más impactante son los andenes de cultivos abandonados en las laderas hace más de 500 años, con sus cercas de piedra llamadas pircas semiderrumbadas.

Al seguir ascendiendo desaparecen los cardones y la vegetación se reduce al pasto puna y la tola. Algún cóndor se distingue como un puntito negro en el cielo y por las montañas corretean libremente las vicuñas y los guanacos. En cuatro horas de cabalgata alcanzamos los 4100 metros en el Abra de Campo Laguna –donde masticar coca es una necesidad para evitar el apunamiento–, pero rápidamente descendemos hasta Corral Ventura.

Al final de la primera jornada –luego de siete horas de cabalgata–, llegamos a un idílico puesto de campo llamado Huaira Huasi (Casa del Viento), emplazado sobre una meseta a 3200 metros de altura con una vista espectacular a un gran valle. En estas casas de campo, de más está decirlo, no hay duchas y se duerme en camas cuchetas, entre paredes de adobe y sobre piso de cemento (también se puede optar por dormir en carpa). Los baños están fuera de las casas pero tienen inodoro. La cena transcurrió bajo la luz de un farol e incluyó unos suculentos capeletis con salsa de champiñón, sopa de crema y manzanas.

EN LA NUBOSELVA A la mañana siguiente partimos rumbo a otro puesto llamado Sepultura. A lo largo de la travesía se sube y se baja constantemente siguiendo los caprichos del terreno. Y en medio de ese trajinar nos cubrió un cielo bajo y encapotado que nos rociaba con una suave llovizna. Pero los vaivenes del terreno llevaron el camino hacia arriba y nos envolvió una nube densa y fría que no permitía ver mucho más allá de dos metros, lo cual no es problema porque la senda para los caballos está bien marcada. Hasta que en cierto momento subimos todavía más y se abrió de repente un cielo radiante de color azul perfecto, mientras abajo gran colchón de nubes que brillaban con el sol y parecían bullir cubrían todo un valle. El espectáculo de la nuboselva –con su cielo debajo del cielo– fue formidable y duró pocos minutos, pero se repitió dos veces más a lo largo de la travesía.

Más tarde, cuando se disiparon las nubes, aparecieron en el horizonte el Valle Grande y el cerro Alto Calilegua. Con esa vista espectacular saboreamos una picada de jamón crudo, paleta y queso en la zona de Lagunita.

Al reanudar la cabalgata ingresamos en una zona de transición de la Puna a la selva, con los primeros montes de alisos y una vegetación que se hacía cada vez más frondosa con el descenso. A lo lejos se veían cada tanto las casas de agricultores como si estuvieran colgadas de peñascos en la ladera de la montaña.

DE RANCHO EN RANCHO La segunda noche dormimos en Molulo, en el rancho de la señora Carmen Poclavas, comadre de nuestro guía, que nos esperaba con una cena de guiso carrero con fideos, arvejas, charqui, papines andinos y zanahorias.

El tercer día de viaje fue una jornada de siete horas donde el paisaje fue cambiando de a poco, a medida que nos acercábamos a la selva. La tierra se tornaba rojiza, el verde era cada vez más intenso y el aire más pesado por la humedad. Al atardecer llegamos a San Lucas, un poblado con un centenar de habitantes que viven en casas de adobe y chapa. Está en un valle encajonado, justo encima de Las Yungas. Allí nos instalamos en el rancho de doña Ramona y quedó medio día libre para pasear por el pueblo y conocer su pequeña capilla.

En la noche, mate de por medio, el guía nos contó una de las vivencias más curiosas que tuvo en ese pueblo, donde como en todos los otros, no hay luz eléctrica. “Hace unos ocho años, llegué con un grupo de turistas y el único maestro del pueblo me invitó a ver el partido de fútbol de Argentina contra Colombia. ‘¿A dónde? –pregunté–; si aquí no hay señal’.” Pero el maestro lo llevó al patio de la escuela y le señaló la punta del cerro adonde llegaron después de caminar unas dos horas. Allí ya estaban desde temprano otros lugareños con una televisión alimentada a batería de auto. “Y ahí nos quedamos nomás, sentados en una piedra, sufriendo la goleada y cubiertos con frazadas porque el partido comenzó a las nueve de la noche.”

A CALILEGUA El cuarto día –la jornada final–, cabalgamos unas cuatro horas hasta la localidad de Peña Alta, entre senderos de la yunga jujeña, donde cada tanto se cruzan pavas de monte, loros y algún tucán. La cabalgata termina en el Parque Nacional Calilegua, que se creó en 1979 para proteger Las Yungas, ubicado en el sudeste de la provincia de Jujuy. El proyecto surgió de una donación de tierras privadas pertenecientes al Ingenio Ledesma. De esa forma, el ingenio transfirió al Estado el costo económico de preservar una selva que le garantiza las fuentes de agua indispensables para regar las kilométricas plantaciones de cañas de azúcar. Cabe señalar que esas plantaciones arrasaron en poco más de un siglo con la parte inferior de esta selva de montaña. En cambio, los estratos más altos se han mantenido en un estado aceptable gracias a que su inaccesibilidad hacen improductiva el área. En este último sector están básicamente las 76.306 hectáreas donadas por el virtual “feudo” de la familia Blaquier.

Ya sobre el final de la cabalgata nos dimos un baño refrescante en el río Valle Grande y llegamos a San Francisco, un poblado sobre la Ruta 83 en los faldeos de la montaña, en medio de una hoyada, con 500 habitantes en su mayoría pastores y agricultores que trabajan en pequeñas huertas donde producen maíz, papa, habas y porotos. Un gran asado coronó allí la travesía, luego de 100 kilómetros de cabalgata.

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La lenta subida del jinete y su caballo por los filos de los cerros.

El magnífico espectáculo de un mar de nubes bajo las montañas.

Una travesía por senderos preincaicos que caracolean por las laderas.
Imagen: Franco Bargbaio
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