Domingo, 23 de noviembre de 2008 | Hoy
TRANSPORTE > TRENES TURíSTICOS
Algunas vías que en el pasado unieron tierras inhóspitas son hoy atracciones turísticas que invitan a sumergirse en increíbles paisajes. Un viaje virtual a bordo del Transiberiano ruso, el Rocky Mountaineer canadiense, el Orient Express europeo y el Tren a las Nubes de Salta.
Por Pablo Donadio
Nada es igual a un viaje en tren. Tal vez sea por el suave y rítmico traqueteo del andar, por esa fuerza que aunque llueva o truene nunca detiene su camino, por el mágico legado de unir y unir destinos, pueblos, costumbres, afectos. Quién sabe. Pero es así.
Y entre los miles y millones de metros de rieles que llegan a los suelos más diversos y alejados, cuatro colosos supieron dejar una huella indeleble: se trata del Transiberiano ruso, el Rocky Mountaineer canadiense, el Orient Express europeo y el Tren a las Nubes de Salta.
ROMPER EL HIELO Además de comer, dormir y caminar (algo nada secundario cuando de largas travesías se trata), el tren ha permitido recorrer distancias inmensas llevando la modernidad, las noticias y hasta la propia vida humana a regiones donde casi nada existía. De esas épocas se conservan sobre todo las historias, pero también algunos viejos recorridos y locomotoras y vagones, algunas de las cuales siguen dando que hablar.
Un buen ejemplo ocurre en la fría Siberia, uno de esos lugares que sólo con nombrarlo suena a lejos, a extraño y desconocido. Por allí, sobre relieves y paisajes fantásticos, circula el famoso Transiberiano, el ferrocarril con el recorrido más largo del mundo. Transporte mítico si los hay, el tren ruso tarda siete días en llegar a Vladivostok, en el Pacífico ruso (muy cerca del límite con Corea del Norte) tras su salida desde Moscú. Son 9288 kilómetros de distancia, que comenzaron su servicio en 1904, en plena e histórica época del zarismo, meses antes del primer intento de la Revolución Rusa alcanzada finalmente en 1917. Hoy este tren constituye una auténtica muestra de grandeza: puede llegar a tener 30 vagones de formación, que más allá de sus características antiguas son una marca registrada con más de 100 años de existencia. Así unen distancias y territorios alejadísimos, cruzando más de siete zonas horarias.
Los montes Urales, que marcan el límite entre Europa y Asia, constituyen quizá la vista más deslumbrante del viaje, aunque el arribo a la ciudad de Novosibirsk (la tercera en extensión después de Moscú y San Petersburgo), poseedora de la estación más grande del ferrocarril, ofrece una vista conmovedora, y algo extraña para los hombres de Occidente. Este coloso sobre rieles puede combinarse con el Transmanchuriano y el Transmongoliano, que atraviesan Manchuria y Mongolia respectivamente hasta llegar a Beijing, en China, como destino final para ambos ramales.
HACIA EL ORIENTE Georges Nagelmackers, creador de la francesa Compagnie Internationale des Wagon-Lits, tuvo la humilde idea de crear un servicio de trenes que uniese la Europa occidental con el Sudoeste asiático, dando vida a uno de los hitos de la historia de los ferrocarriles mundiales.
Emblema del confort y la extravagancia, el Orient Express fue inaugurado oficialmente en 1883, con un servicio que entonces unía París con Giurgiu, en Rumania, y recorría Munich, Viena, Budapest y Bucarest, para llegar finalmente a Estambul, capital turca. En 1885 el Expreso de Oriente ya contaba con salidas diarias de París a Viena, desde donde (además de las dos salidas semanales a Giurgiu), se amplió el itinerario con una alternativa que partía de Viena hacia Nis (antes Yugoslavia y actualmente en territorio serbio), pasando por Belgrado. Durante la Primera Guerra Mundial el servicio fue interrumpido, pero su postergación permitió trabajar en el servicio y volver aún más renovado unos años después. En 1919 se inauguró el túnel Simplon, que atraviesa nada menos que los Alpes suizos hasta llegar a Italia, lo cual permitió que el tren pasara hacia Venecia, una nueva ruta que se convirtió en la más requerida por la nobleza y la aristocracia del Viejo Continente. Los años posteriores hasta 1930 fueron los más glamorosos para el Orient, elegido incluso por Agatha Christie como escenario de una de sus novelas más famosas: Asesinato en el Orient Express, publicada en 1934. Poco después se inauguraría el circuito que cruzaba el canal De la Mancha, y se agregaría un ramal hasta Atenas. Pero la Segunda Guerra Mundial detuvo la marcha de las formaciones y el tren perdió aquel lugar de privilegio. El último viaje París-Estambul de carácter oficial fue en 1977, aunque hoy tiene rutas de París-Viena (administrada por la original Wagon-Lits) y otro ramal regenteado por la Venice Simplon Orient Express, surgida en 1982 cuando un empresario restauró los vagones más antiguos y reanudó el recorrido entre Londres y Venecia, con combinaciones que llegan hasta Estambul.
ATRAVESANDO LAS ROCALLOSAS Cualquier manual de historia americana puede explicar la importancia que ha tenido el ferrocarril de este lado del océano de cara a la construcción de cientos de pueblos. Los trenes fueron desde su llegada un motor que originó y luego dinamizó las actuales ciudades americanas desde fines del siglo XIX hasta mediados del XX. Hacia el Norte canadiense, tras declarar las provincias del Este su independencia de Gran Bretaña, fue la promesa de construir un ferrocarril transcontinental lo que determinó que por ejemplo British Columbia se uniera a la nueva nación y no a Estados Unidos. Es el actual Rocky Mountaineer, que atraviesa las Rocallosas en un viaje de dos días, y comienza en Calgary un viaje delicioso hacia Vancouver. En su paso muestra las ciudades de Banff y Lake Louise, en el corazón de la cordillera que divide las aguas en América del Norte. Sus formaciones cuentan con un diseño especial, con amplios ventanales panorámicos (todo vidrio, en vez de paredes) para poder apreciar todo el entorno montañoso. A esta gran oferta natural, el recorrido le suma la belleza de las capitales de ambas cabeceras, con un servicio distinguido en el año 2005 y 2006 como uno de los más placenteros del mundo.
POR LAS NUBES DE SALTA Kilómetros abajo, ya en suelo argentino (tierra con historia en cuestión de ferrocarriles), el actor por excelencia es el salteño Tren a las Nubes. Su servicio fue concebido desde el vamos como un emprendimiento ferroturístico, y poco después ya había adquirido gran renombre mundial. Nació por iniciativa de las autoridades del Ferrocarril General Belgrano en 1971, realizando su primer viaje al año siguiente con periodistas y autoridades. El Tren a las Nubes marchó hasta 2005, tras tambalear en los ‘90 con las privatizaciones y quedar fuera de servicio diez años después. En agosto de este año el gobierno salteño decidió dar vida nuevamente a su recorrido, después de tres años de inactividad. Su recorrido es fascinante: asciende a 4200 metros sobre el nivel del mar, y atraviesa la vertiginosa Cordillera de los Andes. Arranca en la estación General Belgrano, en la ciudad de Salta, y surca el valle de Lerma, la Quebrada del Toro, ruinas aborígenes de Santa Rosa de Tastil e Incahuasi, con destino final en el famoso viaducto de La Polvorilla, cerca de San Antonio de los Cobres, en medio de la Puna, sumando 434 kilómetros (ida y vuelta), que se disfrutan en casi quince horas. En ese andar, el tren se encuentra con 29 puentes, 21 túneles, 13 viaductos, 2 rulos y 2 zigzags, como parte de una obra maestra del ingeniero estadounidense Richard Maury, quien trabajó teniendo en cuenta un principio de adherencia de las ruedas a las vías por leyes de la física, desechando el sistema mecánico de cremallera comúnmente usado para que las formaciones ferroviarias puedan trepar con solvencia las alturas. Es casi increíble que este tren no utilice ruedas dentadas, ni siquiera para las partes más empinadas de la subida, gracias a que las vías están dispuestas de modo circular, por un sistema de zigzags y espirales.
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