Domingo, 23 de noviembre de 2008 | Hoy
MARRUECOS > EN LA COSTA AFRICANA SOBRE EL ATLáNTICO
Tras los altos muros de piedra desgastada de sus murallas, eternos vigilantes del océano, se extiende una villa mestiza y tranquila, cuyas calles parecen trazadas con escuadra, algo extraño en una medina marroquí. Para muchos, Essaouira es una de las ciudades más hermosas de la costa atlántica.
Por Maribel Herruzo
Hay ciudades que parecen ubicadas en un lugar de la memoria más que en los mapas, que sólo con oír su nombre regalan sensaciones. Essaouira pertenece a esta categoría. Tal vez por eso al viajero le resultan familiares sus calles, aunque nunca antes las haya pisado. En ellas se respira cordialidad, frescura y un cierto aire mediterráneo.
Los muros de sus casas y sus murallas atrajeron a Orson Welles quien decidió rodar aquí en 1950 algunas de las escenas de su película Othello, entre ellas la impresionante panorámica de las murallas que abre este film. Essaouira, agradecida por una elección que le proporcionó fama y prestigio, dedicó al director una plaza y una estatua fabricada con uno de los elementos más característicos de la zona: la madera de tuya.
No fue Welles el único embajador involuntario de la antigua perla del Atlántico. En los años 60 llegaron a Essaouira músicos tan famosos como Jimmy Hendrix o Cat Stevens, del que se dice que fue aquí donde abrazó su nueva fe musulmana. Y tras los músicos llegaron los pintores, los escritores, los actores de teatro, los escultores y todos aquellos que sentían que Essaouira era, más que un lugar terrenal, una inspiración para el espíritu. Un espíritu que nació mucho antes, cuando Essaouira era Mogador y estaba en manos de los portugueses, que hicieron de ella el primer puerto comercial y militar de la costa atlántica africana, allá por el siglo XV.
EL SUEÑO DEL SULTAN Tras perder los lusos el control de la ciudad, en 1765 el sultán Sidi Muhamed Ben Abdallah decidió que aquel lugar en decadencia se convirtiera de nuevo en el orgullo de la costa. Contrató a un arquitecto francés, Thèodore Cornut, para que rehabilitara las calles de una ciudad desordenada como tantas. Cornut diseñó un trazado único en Marruecos, lógico y racional como una mente gala. Las calles de la medina de Essaouira no se parecen a los laberínticos zocos de otras ciudades marroquíes, sino más bien a un ensanche barcelonés, eso sí, sin tráfico automotor, con edificios de escasa altura, pequeñas plazas salpicando su estructura y un deslumbrante color blanco con destellos de azul añil en sus puertas y ventanas.
Fue este mismo sultán el que abrió la puerta a comerciantes de todos los credos y lugares, y así fue como judíos y cristianos se asentaron en una ciudad en la que, durante un tiempo, convivieron en armonía distintas religiones, culturas y tradiciones, tal vez la base de ese respeto actual que no deja indiferente a quien la visita. Para hablar de su importancia como puerto comercial están los ocho consulados europeos que se abrieron en aquellos tiempos y que sólo abandonaron Essaouira cuando Casablanca empezó a robarle el puesto, entrado ya el siglo XX.
COLORES Y SONIDOS A falta de grandes monumentos, la medina, declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco en el 2001, es un calidoscopio de colores, olores y sonidos que apenas ha cambiado con el transcurrir del tiempo. Las pequeñas barcas que inundan el bullicioso puerto mantienen su intenso color azul, y los cañones de metal macizo que guardan la Skala siguen apuntando a un más que improbable enemigo que llegue desde el mar. El olor a pescado impregna la Puerta de la Marina, desde la que pueden observarse en todo su esplendor las murallas que rodean la villa, y los cientos de gaviotas se siguen arremolinando alrededor de los restos de pescado que los marineros olvidan en las rocas tras una tarde de venta.
Las calles, con su trazado ordenado, permiten al recién llegado iniciar caminatas sin rumbo preciso y sin el temor angustioso de perderse, porque siempre llevan a algún lugar con colores y sonidos: el mercado del grano, el de las especias, la pequeña plaza Chefchaoni, el zoco Jedid con sus diminutas tiendas de artesanía encaramadas sobre escaleras de piedras y escondidas tras sus arcos... incluso aquellas calles de aspecto más sencillo, las que recorren en paralelo la muralla, descubren un mundo tranquilo donde sastres, tintoreros, herreros, carpinteros y pintores conviven puerta con puerta. La estrechez de los talleres y tiendas saca a la gente a la calle, y es ahí donde la vida fluye sin prisas. No conviene aceptar todas las invitaciones a un té a la menta si queremos hacer un recorrido completo por la ciudad pero sí aceptar algunas, charlar sin apuro y esperar, como todos, al atardecer para pasear hasta la plaza Moulay Hassan y desde allí ver cómo el sol se esconde tras las islas Mogador. Esta misma plaza, repleta de terrazas y gentes que pasean, es el escenario del “Festival Gnaoua y músicas del mundo” que se celebra cada verano y que reúne a algunos de los mejores músicos africanos.
GENTIL HOSPITALIDAD Hay mucho más en esta pequeña ciudad casi sin monumentos, pero hay que descubrir las cosas poco a poco, dejarse llevar, algo que aquí es sencillo y nada arriesgado. Y aunque suene a tópico manido, la gente de esta villa, sus habitantes, son uno de sus mayores valores, y vale la pena compartir algo de nuestro tiempo con ellos. Para que el intercambio que empezó hace siglos siga funcionando. He aquí un ejemplo:
Aziz, un comerciante que posee una pequeña tienda de artesanía bereber en la plaza de las especias, solicita, al ver mi cámara al cuello, una foto de su hijo para colgarla en su tienda. Cedo a su petición y Aziz me agradece lo que él entiende como un gran favor invitándome a comer y ejerciendo de guía durante casi un día entero por las calles más alejadas del circuito central. Charlamos en una media lengua que mezcla el francés, el árabe y el castellano, y su hijo y mi compañero de viaje participan de la reunión. Al cabo de unos meses envío las fotos de Zacarías, su hijo, con unos amigos que visitan la ciudad. Y el milagro de la hospitalidad y el intercambio vuelve a producirse: los mensajeros se convierten en invitados a los que se agasaja como muestra de agradecimiento indirecto hacia aquella viajera que un día se detuvo aquí a compartir unas horas. Eso es Essaouira, es parte de su carácter, de su idiosincrasia, de su historia. Y aunque sea bueno mantener ciertas dosis de escepticismo o desconfianza, en ocasiones no hay nada mejor que dejarse llevar por el instinto y disfrutar de lo que nos ofrece el viaje.
–Situada al sur de la costa atlántica, Essaouira tiene una población estimada de 80.000 habitantes, repartidos entre la antigua medina y la Nouvelle Ville o Ciudad Nueva.
–No hay que perderse las variadas plazas y mercados de la medina, las distintas puertas de entrada a la ciudad, la plaza Orson Welles (para los cinéfilos) ni el puerto, sobre todo al caer la tarde. Para quienes prefieran las playas, la mejor está a sólo 27 kilómetros hacia el sur, Sidi Kaouki, paraíso de surfistas. Se pueden alquilar dromedarios para pasear por las dunas.
–El atardecer es un buen momento para visitar alguno de los numerosos hammanes, donde se ofrecen también masajes. A pocos kilómetros de Essaouira, en dirección a Agadir, abundan las cooperativas de mujeres que fabrican el aceite de argán, y algunas pueden visitarse.
Gastronomía: En el mercado del pescado hay dos únicos restaurantes donde se cocina lo que el cliente ha comprado previamente en la plaza, ofreciendo la guarnición, la ensalada, pan y bebidas.
Alojamiento: Essaouira ofrece opciones para todos los presupuestos. Desde lujosos hoteles hasta camping y sencillas casas alquiladas por días. Entre los primeros, se puede recomendar el hotel Des Iles, donde cuentan que se alojaba habitualmente O. Welles (+212 (0) 44 78 36 36). El Villa Bagdad es uno de los más bellos hoteles de la ciudad (tel. +212 (0) 44 47 20 23 Web: www.essaouira.org). El camping está junto a la playa de Sidi Kaouki. Para las casas particulares, lo mejor es preguntar en algún negocio o en la oficina de turismo.
Más información: [email protected]
Informe: Julián Varsavsky.
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