Domingo, 4 de enero de 2009 | Hoy
BARRIOS PORTEÑOS > LA BOCA
El pasado conjuga como piezas de un rompecabezas la identidad de La Boca. Tallado por la corriente inmigratoria y sus sueños de prosperidad, sus manzanas poblaron las cercanías del puerto. Allí el arte, el deporte y la cultura edificaron un barrio tan mítico como real.
Por Pablo Donadio
La Boca conduce irremediablemente a la nostalgia: sus calles de colores y adoquines, las ventanas por donde se cuela algún tanguito, y hasta el viejo envase de soda esperando en un zaguán al sodero, son un vivo recuerdo de eso que el barrio aún es, a fugaces minutos de la excitada Buenos Aires. Si bien ese sobrevolar artístico-cultural hace que los boliches milongueros, museos y reductos conocidos luzcan atestados de turistas en algunas épocas, el barrio conserva su ritmo, inmutable al cambio. Sin renegar por haberse convertido en una meca del turismo porteño, exhibe orgulloso sus matices portuarios y una humildad que se extiende más allá del centro, el Paseo Caminito y el estadio de Boca Juniors. Caminar adentro de sus conventillos implica llegar al hondo eco de la historia.
COLORES HACEN HISTORIA Abrazados a la necesidad y a la ilusión, numerosos inmigrantes provenientes de Europa arribaron desde fines del siglo XIX a lo que hoy es La Boca. Este lugar, que recibe su nombre por ser “boca” en la cual el Riachuelo vuelca sus aguas al Río de la Plata, les ofrecía en su puerto posibilidades de trabajo y vivienda, algo más que suficiente para quienes dejaban su tierra en busca de algún destino. Allí se instalaron, y sobre pilotes de quebracho que daban batalla a las permanentes crecidas del río, comenzaron a unirse maderas con chapas y colorearse paredes con pequeños sobrantes de pintura de los barcos. Así fue como nació el multicolor encanto de sus casitas, calles, paredes de baldíos y hasta cestos de basura. Al reflejo del sol rioplatense comenzó a esbozarse un mundo cosmopolita y multitono, que constituiría la particular estética que hoy lleva el barrio, una identidad que quedaría sellada por siempre desde el genial pincel de Benito Quinquela Martín.
Muchos historiadores dan vuelta un par de hojas más atrás y coinciden en señalar a La Boca como una suerte de punto de partida de la misma Buenos Aires. Se dice que sobre sus terrenos Pedro de Mendoza fundó la ciudad de Santa María de los Buenos Aires, allá por 1536, semilla germinal de la actual Ciudad Autónoma. Lo cierto es que a mediados del siglo XIX La Boca era un arrabal poblado de ranchos que empezaba a consolidarse, y sus pulperías brindaban refugio a trabajadores, viajantes y marineros de paso. La actividad del puerto crecía y con él surgía un verdadero barrio marino; el Puerto de los Tachos, conocido hoy como Vuelta de Rocha, fue por aquellos tiempos el centro de la escena. Sobre ambas márgenes del Riachuelo se instalaron talleres metalúrgicos, astilleros, saladeros, curtiembres, depósitos de carbón, silos y demás establecimientos que engrandecieron su nombre. Los nuevos habitantes fueron dando lugar a los famosos conventillos, donde las distintas nacionalidades podían reconocerse en una misma vereda simplemente por el idioma: una fiesta de tradiciones y usanzas. Allí se forjaría finalmente un barrio esencialmente obrero, enfundado en el sueño del “propietario”, y cuyo espíritu gremial trascendería a mediados del siglo XX.
CAMINO DE PROSPERIDAD El barrio crecía sin pausa. En 1887 el Censo Municipal arrojó una cifra de 24.498 personas distribuidas en 124 manzanas y nucleadas mayormente en la Vuelta de Rocha. Diez años después, La Boca era la segunda sección de la capital, con una población de 38.000 habitantes de los cuales 17.000 eran argentinos, 14.000 italianos, 2500 españoles y el resto pertenecientes a otras colectividades. Pero fue la llegada del ferrocarril (que unía La Boca con Plaza Once) y el tranvía, lo que modernizó un barrio que se llenó de grúas, artilleros y chimeneas, bajo una concepción verdaderamente apasionada del trabajo. Portuarios y ferroviarios terminarían por moldear aquello que ya tenía forma. Poco a poco se pobló de personajes bohemios que dedicaban sus horas a la pintura, la escultura y la música, transformando La Boca en un barrio donde todo aquello se fusionó con otro sentimiento arraigado a fuego en el dialecto xeneixe (el de los genoveses), con la fundación de Club Atlético Boca Juniors, eso que da en llamarse el indescriptible sentimiento azul y oro. Sobre la plaza Solís, aún late la rivalidad futbolística que vio nacer y mudarse al otro grande de la Argentina: River Plate. Cerca de allí se encuentra la iglesia San Juan Evangelista, a la que se ha dedicado algún fragmento de tango. De estilo románico y construida a fines del siglo XIX, es sin dudas una de las atracciones del lugar para los visitantes. En la misma zona se emplazan sobre el Riachuelo (que aunque cueste creerlo estuvo limpio y fue un importante balneario de aquellos tiempos), los dos legendarios puentes. Su trasbordador unía la ciudad con la provincia de Buenos Aires a través del Riachuelo, reemplazado luego por el puente vial construido en 1940. Sobre la avenida Brown puede apreciase la Casa Amarilla, réplica de la residencia del almirante Brown, prócer de la Guerra de la Independencia.
PERSONAJES Los escritos históricos del lugar califican a sus habitantes como “divertidos, ruidosos y melancólicos”. Ese espíritu se mezclaba en los viejos cafetines con las penas de amor cantadas a los cuatro vientos, donde se recordará por siempre al músico y poeta Juan de Dios Filiberto, oriundo del barrio, que transformaría el particular “Caminito” por donde hoy desfilan mimos, artistas plásticos, malabaristas, músicos y bailarines, en un tango inmortal. Su aporte fue fundamental para la consolidación de este género musical y su posterior fama mundial. Ritmo, color y sonido fueron (y son) la principal característica que cada fin de semana deleita a los visitantes de estos pagos, enmudecidos por un fuelle y la guitarra, y atónitos ante los pasos que muchas parejitas enseñan a dar a quien se atreva al encanto de la milonga.
Y fue Benito Quinquela Martín quien difundió por el mundo el sentir boquense en una obra. Su estilo neoimpresionista, sumado a grabados y murales, refleja la rudeza de la vida portuaria de forma excepcional, como en “Tormenta en el astillero”, “Puente de la Boca” o “Crepúsculo en el astillero”. Su museo (Bellas Artes de la Boca de Artistas Argentinos), que supo de cierres y reaperturas, es el tesoro del magnífico patrimonio del autor.
Alfredo Palacios, abogado y primer diputado por el Partido Socialista en el continente, será otro nombre destacado que La Boca aportará al país, esta vez para la escena política. De los buenos ejemplos en la materia e inspirado en lecturas marxistas, el hombre de inconfundible bigote influirá en la época y aportará su percepción de lo argentino y latinoamericano.
Por todo esto (apenas un atisbo de la realidad) nadie debe dejar de conocer La Boca. Y hoy, si algo debe destacarse, es que el lugar supo conservar los usos y costumbres que muestran a propios y ajenos una personalidad muy definida. Aquel pasado renace en cada atardecer con la puesta del sol, y en aquellas lejanas cantinas, donde los comensales se reunían en interminables noches a puro baile y pastachutta. Arte, política, deporte, música y literatura han construido a La Boca, como peldaños, en un sitio intenso e inconfundible.
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