MISIONES > PRIMER Y SEGUNDO VIAJE A MISIONES, DE JUAN B. AMBROSETTI
En el año 1892, el naturalista Juan Bautista Ambrosetti formó parte de una expedición a las Cataratas del Iguazú. De esa experiencia dejó un vibrante testimonio en sus relatos de viaje por la tierra misionera. A continuación, un fragmento de su texto sobre la esforzada caminata al Gran Salto.
› Por Juan Bautista Ambrosetti *
Cuando empezó a aclarar ya estábamos de pie, rodeando un gran fuego que habíamos hecho sobre las piedras y saboreando un sabroso mate amargo, al mismo tiempo que la olla hervía preparando el desayuno. Como nunca se sabe lo que puede ocurrir en un viaje de esta naturaleza, siempre es conveniente tener por lo menos un almuerzo adelantado, tanto más que el estómago lo pide, estimulado por los madrugones, el aire fresco y puro, los mates y la necesaria y continua reposición de materia que tanto gasta el cuerpo en esa vida de actividad. (...)
Cargando Don Santos y los peones con sus respectivas bolsas y cada uno de nosotros con algo liviano, menos el Sr. Beaufils que se ofreció para llevar no sólo la escopeta sino también una canasta pesada con muchos objetos necesarios, emprendimos la marcha por el pedregal de la costa.
Al principio todo anduvo bien, pero poco a poco aquel ejercicio alpinístico sin botas especiales, ni alpinstoc, por entre ese infierno de piedras de todo tamaño, trepando aquí, bajando allá, deslizándonos sobre los grandes trozos caídos, apilados, amontonados, dispuestos en una confusión de las peores; sedientos bajo un sol que nos quemaba, al mismo tiempo que calentaba las piedras, cubiertos de un sudor copioso, sin recibir siquiera la caricia de un poco de aire fresco, cayéndonos a cada momento con peligro de rompernos algo entre las aristas filosas de las rocas, todo se hizo insoportable. (...)
El calor seguía sofocante en aquel río estrecho, tortuoso y encajonado entre sus altos paredones. El sol cayendo a plomo, reflejando en el agua y en las rocas desnudas sus rayos de fuego, sin brisa alguna, hacía desesperante y por demás lenta nuestra situación nada envidiable.
Allí, en el remanso, pudimos descansar un rato a la sombra, pero en cambio tuvimos que sufrir estoicamente para librarnos del sol y del ataque furioso de innumerables jejenes que no nos dejaban en paz.
Cuando junto con los peones concluimos de tomar el mate bienhechor, volvimos a emprender la marcha, siempre por entre las piedras, ya subiendo, ya bajando, hasta que llegamos frente a la Roca del Diablo, situada en el medio del río, desde donde divisamos a lo lejos los primeros saltos de la gran catarata.
Sobre las rocas, contemplando el magnífico espectáculo, tuvimos un gran momento: toda descripción es pálida e insuficiente para pintar aquellas aguas enfurecidas que venían río abajo bramando, rebotando en una avalancha vertiginosa, para rodear del modo más espantoso aquel peñón de piedra colocado allí en el medio, como cerrando el paso.
La Roca del Diablo y el Canal del Infierno son nombres muy bien aplicados. En este último, las aguas, en su carrera desenfrenada, forman olas de todas las formas imaginables que, sin seguir dirección, se atropellan, estallan, revientan, para chocar furiosas contra la negra piedra, entonando un himno grandioso de rugidos; y allá a lo lejos, dentro del marco salvaje de las altas barrancas, los primeros saltos blancos despeñándose entre el verde brillante de la vegetación.
Un grito de júbilo, un hosanna glorioso a esa naturaleza misteriosa, y un éxtasis contemplativo y fascinador nos produjo la vista de ese conjunto tan bello y terrible.
El sol, la fatiga, nuestra marcha jadeante, todo lo olvidamos; aquel preludio nos arrobaba por completo, no podíamos, no debíamos seguir más adelante, era necesario permanecer allí, saciarnos de emoción, embriagarnos de contento, aturdirnos con sus ruidos atronadores.
Del otro lado abandonamos la costa y entramos en el monte. Otro via crucis nos esperaba; con la lluvia aquello estaba imposible, todo vertía agua, las hojas, ramas, árboles, etc., y para peor tuvimos que marchar subiendo el cerro que lo cubría por sendas cerradas, resbalando en el barro, cayendo, agarrándonos de las plantas rastreras, arañándonos con las espinosas y haciendo mil reverencias involuntarias al fastidioso tacuarembó que se nos atravesaba por delante. (...)
Un fenómeno curioso de adaptación observé esa vez. Todos temíamos las víboras, pero nadie se preocupó de ellas y seguramente debajo de toda aquella malla vegetal debía haber muchas. El monte tiene la propiedad, a mi modo de ver, de imponerse tanto, que elimina completamente todas las ideas preconcebidas que puedan llevarse. Aquella majestad, la claridad difusa y melancólica que lo inunda, sus perfumes y su atmósfera predisponen a un estado de depresión moral, y de indiferencia tal por todo lo que sea peligro que hacen al desear sólo una cosa: salir lo más pronto de allí para poder respirar mejor. (...)
Después de que cesó la lluvia y antes de abandonar el campamento, coloqué debajo de la inscripción que habíamos grabado en el árbol, dentro de un cartucho vacío de carne Kemmerich, una hoja de mi libreta en la que escribí lo siguiente: “La Comisión Nord Este del Museo de La Plata, compuesta de los Sres. Juan B. Ambrosetti, Adolfo Methfessel y Emilio Beaufils y acompañados de los Sres. Santos Escobar, Juan Aquino y Joaquín Gonçalvez, llegó a este punto el 21 de septiembre de 1892 y siguió el 22 para el Salto. La Comisión saluda a los futuros viajeros”.
A las 10 de la mañana salió el sol y emprendimos la marcha hacia el Salto. Bajamos el cerro donde estábamos, un poco a la izquierda del Salto Alsina, hasta llegar a la costa del torrente por donde desembocan también sus aguas. (...)
El cuadro no podía ser más interesante y bello: desde una altura de 30 metros, más o menos, aquellos dos chorros gruesos, separados por una preciosa islita central, cubierta de una magnífica vegetación mostrando en primer término un grupo artístico de palmeras, se despeñaban formando un arco elegante, y resaltando su blancura de leche sobre el paredón negro. A veces las aguas tomaban tintes amarillentos rojizos, que los tornaban más bellos aún, contrastando con la masa de espumas albas, que producían al caer, mientras se elevaban con intermitencias grandes nubes de vapor.
Pegadas a las rocas del paredón, al lado del primer chorro, un enjambre de golondrinas con las alas extendidas se bañaban refrescándose entre aquel polvo de agua (...)
El estupor, la admiración, el terror y la alegría indescriptible pasan sucediéndose por uno que mira, admira, observa y contempla aquella masa enorme de agua que se precipita en ese inmenso y alto anfiteatro de piedra, coronado por una vegetación lujuriosa dispuesta espléndidamente, mientras se escucha aterrado el formidable ruido de las caídas, en medio de aquel éxtasis fascinador que no termina.
Un religioso pavor infunde la contemplación de esa espantosa caldera formada por un desgarramiento inmenso de aquella masa de rocas eruptivas al enfriarse, cuyos contornos el trabajo incesante del agua se encargó de modificar, y aquel cúmulo de peñas amontonadas y descompuestas por ella en la continua lucha de los elementos.
El nivel del Iguazú, colocado a sesenta metros de altura, tiene un ancho calculado en más de tres mil metros y la colosal napa de agua que contiene, es la que se precipita hacia abajo por entre el grandioso archipiélago de islas, que cubiertas de risueña vegetación separan las distintas caídas de todo tamaño, pequeñas, grandes y enormes, despeñándose íntegras o rebotando en un segundo plano inferior para volver a caer hasta el lecho del río, arrastrando con ellas troncos, ramas y piedras que se quiebran, rompen y estallan.
A lo lejos, a la izquierda, los saltos brasileños atronando el aire con su ruido formidable se despeñan en una especie de inmenso embudo, levantando densas columnas de vapor, y mostrando la amplia línea de su gran extensión.
Del embudo, formado en parte por una gran meseta montuosa cubierta de radiante bosque del que se destacan graciosas palmeras, sale un brazo del Iguazú por donde el agua furiosa vuela en una carrera desenfrenada.
La meseta termina a la derecha por una parte lisa, casi plana, por donde corre el agua que cae del plano superior, envolviendo con sus agitadas espumas grandes fragmentos de rocas negras suspendidas en el abismo por una fuerza misteriosa, pero prontas al parecer a despeñarse con horrible estrépito.
En el fondo, detrás de todo, en forma de arco se despeña una inmensa cortina de agua que cae incesante, dividiéndose en algunas partes y mostrando entre ellas trozos negros del paredón de piedra.
Adelante y en el centro del Salto, a la derecha de la meseta donde forma un semicírculo, el movimiento de las aguas es espantoso; los chorros caen todos en formas diversas, produciendo una confusión terrorífica y presentando de todas partes una doble caída en dos planos y de todos lados.
Los colores de aquella agua toman tintes variados hasta el infinito, según si las ilumina el sol que sale y se oculta entre las masas colosales de vapor que se levantan, el hervor de las espumas al chocar contra las piedras o según la mayor o menor cantidad de arena que arrastren, mientras que, como prenda de paz ante aquel rugido sin cesar, grandes arco iris surcan el ambiente con sus líneas multicolores. (...) z
* Autor de Primer y segundo viaje a Misiones. Editorial Albatros.
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