turismo

Domingo, 8 de febrero de 2009

SALVADOR > LA FIESTA DE IEMANJá

La Reina del Mar

Cada 2 de febrero, las playas de Rio Vermelho, en Salvador de Bahía, se visten de fiesta. Allí se congregan miles de bahianos y otros tantos forasteros y curiosos a celebrar el
día de Iemanjá, diosa del mar y madre de casi todos los Dioses del panteón yoruba.

 Por Guido Piotrkowski

Iemanjá, Janaina, Reina de los Mares, Diosa de la Concepción. Todos éstos, y muchos más, son los nombres que le caben a la madre de cuasi todos los dioses del colorido panteón yoruba. Es 2 de febrero en San Salvador de Bahía, una de las “capitales negras” de Latinoamérica, el lugar de Brasil que más africanidad respira.

La Reina del Mar viste de suaves azules, celestes y blancos. Tiene grandes pechos, como símbolo de la maternidad, y su nombre significa “gran madre cuyos hijos son los peces”. Le gusta el maíz blanco, el aceite de dendê, la cebolla y el camarón. Ella es dueña de todos los frutos y riquezas del fondo del océano. Rige las aguas, decide sobre la vida de pescadores y navegantes. Todos buscan su ayuda, todos le piden favores, todos le obedecen.

Las mujeres de los hombres de mar le llevan cartas solicitando protección para sus maridos, otros le ruegan por el amor perdido o la salud de un ser querido; pero si las cartas vuelven a la costa significa que la diosa las rechazó. Los marineros le temen y la desean, y dicen que los valientes que perecen en el océano se van a dormir a su lado, para siempre, allí en el fondo del mar.

IMAGENES PAGANAS Postales místicas, bellas y dramáticas, extrañas e inolvidables, se suceden a lo largo de la extensa jornada en estas costas de arenas de fuego que queman las plantas de los pies. Los rituales comienzan antes del amanecer en la playa semidesierta. Se encienden velas y se rezan viejos cantos en yoruba, antigua lengua proveniente del Africa.

Mientras las bahianas se pasean enfundadas en sus típicos vestidos blancos y cocinan acarajé –pasta de garbanzos rellena de camarones– los niños juegan a orillas del mar y los saveiros –embarcaciones típicas– esperan anclados cerca de la orilla para partir, antes del atardecer, a dejar las ofrendas mar adentro. Sobre un gran palco con la imagen de Iemanjá, más de un centenar de canastos aguardan repletos de flores que serán arrojadas al agua.

La mayoría de los sacerdotes de la ciudad se congregan aquí para realizar todo tipo de rituales en honor a la diosa. El candomblé es una de las vertientes de las religiones afrobrasileñas y cuenta, solamente en Salvador, con más de 2 mil terreiros, los templos donde se realizan las ceremonias rituales.

En una de las tantas ruedas que se arman a lo largo y ancho de la playa, un hombre vestido de pantalón blanco y camisa con motivos búlgaros al tono, botas y sombrero tejano, invoca a los dioses arrodillado frente a los tambores. Los fieles bailan, gritan, lloran, y ríen, algunos hasta el desmayo. El incesante redoblar de la percusión ayuda a llegar al estado de trance, y encender un habano, al parecer, también. De pronto el extravagante hombre se para y una paloma blanca aparece entre sus manos, que inmediatamente saldrá volando en dirección celestial. Magia para la reina.

A escasos metros de allí, un devoto de camisa floreada introduce una cerveza en su oído –dice ser “filho de Oxum”, quien al parecer gusta mucho de la malta–, mientras el contenido espumante se vacía rápidamente. El hombre se estremece: “Le entró el santo”, revela entusiasmado un bahiano. Es el mismísimo Oxum, quien tomó posesión de su cuerpo y alma, todo lo que este hombre haga será santa decisión.

En la orilla, una mujer de riguroso vestido blanco se arrodilla, vocifera y se revuelca en la arena suplicando, mientras las olas empapan su cuerpo poseído. Nada ni nadie parece existir a su alrededor, está en el más allá, en el universo de Iemanjá.

Sobre unas rocas, un sacerdote ataviado en un extraño traje dorado lleva puesta una corona al tono con estrellas coloridas, un frasco de perfume en una mano y un espejo en la otra. Varios fieles lo sostienen y otros intentan acercarse hasta él, que parece debatirse entre dos mundos: el más allá de los orixás, y el más acá donde las piedras mojadas dificultan su paso y el de quienes lo acompañan.

Hacia el final de una explanada que conecta la playa con la calle, se levanta la Casa de Iemanjá. Cientos de personas hacen fila bajo el sol abrasador para ingresar y dejar sus ofrendas al pie de la estatua que durante el año entero descansa dentro del santuario. Entran en orden, y fugazmente dejan sus perfumes, jabones, flores, caramelos o bombones –la diosa es coqueta–; luego posan las manos sobre su figura, acariciándola en señal de respeto y devoción, y vuelven a salir para perderse entre la marea humana. Hacia el mediodía, la arena de Rio Vermelho es un hervidero de gente y las calles del barrio son testigos de millares de seres y diversas procesiones que desfilan con sus estatuillas y cestos de flores a cuestas para rendirle homenaje a una de las figuras más populares del panteón yoruba.

Sobre el asfalto a punto de ebullición, distintos grupos de capoeira desafían las leyes de gravedad y realizan sus piruetas al son del inconfundible berimbau y las palmas de fondo, mientras un grupo de pequeñas morenas interpreta una coreografía. Portan espejos –símbolo de la coquetería de la reina– y hermosas e inocentes sonrisas. Se contonean imitando el movimiento de las olas con sus manos y cuerpo, danza típica que se repite en cada una de las rondas que le rinden culto a Iemanjá.

Los vendedores ambulantes pululan por doquier, la cerveza corre tanto como el agua de coco, y se vende todo tipo de artículos alusivos a la Reina del Mar: pulseritas, collares, pequeños colgantes, imágenes de la diosa.

MITOS Y LEYENDAS Se transpira devoción en cada esquina, en cada casa, en cada uno de los tantos bares de esta urbe tropical con más de trescientas iglesias –una por cada día del año, según dicen sus habitantes– y otros tantos terreiros: es que el candomblé llegó desde Nigeria junto a los esclavos para quedarse, y así se estableció en Salvador uno de los lugares de culto más grandes de Latinoamérica. Y pese a que los conquistadores intentaron borrar todos y cada uno de los signos que conectaban a los esclavos con sus orígenes africanos, nunca pudieron lograrlo, ni siquiera mediante el uso de la fuerza.

El sincretismo religioso y la capoeira son consecuencias directas de la prohibición y opresión que ejercían los brutales colonizadores. Así, los orixás fueron disfrazados de las figuras cristianas, y Iemanjá fue encubierta como la Virgen de la Concepción. Bajo esas formas podrían adorarla. Con la capoeira ocurrió algo muy parecido: como los portugueses no los dejaban practicar ningún tipo de lucha, este arte marcial traído de Angola fue disimulado en una danza.

La bella sirena y los cautivos africanos no llegaron a estas costas en soledad: un manto de leyendas acompañó la desgarradora travesía. Muchas la señalan como la hija de Olokum, dios del mar, y la esposa de Olofin, el rey de Ilé Ifé, con quien tuvo una decena de hijos, todos, a su vez, también orixás. Ilé Ifé era la antigua ciudad sagrada del universo yoruba y cuna de todos los dioses. Los relatos cuentan que Iemanjá un día se sintió hastiada de aquel lugar y huyó hacia Abeokuta, en Nigeria. El rey, furioso al ser abandonado, lanzó un ejército tras ella, que sintió miedo y quebró una botella con un extraño líquido dentro que le había dado su padre en caso de que algún día fuera a sentir el peligro de cerca; así el líquido derramado se transformó en un río que la llevó hacia el mar y la reina se transformó en diosa, en princesa, en sirena, en madre de todos los dioses.

Otro de los mitos cuenta que Orungan, uno de sus tantos hijos, estaba perdidamente enamorado de ella. Cierto día, escondido tras un árbol mientras su madre se bañaba en el mar, el joven se abalanzó sobre ella sorpresivamente. Aterrada, huyó corriendo por los campos, y cuando su hijo estaba a punto de alcanzarla, Iemanjá finalmente cayó, su cuerpo comenzó a crecer y de sus senos emergieron dos grandes corrientes de agua. Luego su vientre se despedazó, convirtiéndose así en la madre de varias divinidades que rigen el mar, los ríos, los lagos, los vegetales, la guerra, el sol y la luna.

FLORES EN EL MAR Las olas rompen violentamente en la orilla. Se acerca el atardecer y es la hora de llevar los cestos hacia los saveiros. Algunos niños se ocupan de trasladarlas dentro de pequeños botes, sorteando el oleaje violento. Poco antes del crepúsculo, las embarcaciones zarpan mar adentro repletas de ofrendas y fieles que las lanzarán al océano. En la playa, la imagen de Iemanjá es llevada en andas entre una gran cantidad de gente que se amontona a su alrededor.

La estatua finalmente es trasladada a una de las barcazas, que inmediatamente sale a navegar liderada por una sacerdotisa y unos pocos acompañantes privilegiados. Todos navegan a la par hasta cierto punto indefinido en el mar, en tanto arrojan los obsequios de a poco. Una vez allí, los barcos hacen una gran ronda, y súbitamente el océano se convierte en un hermoso colchón de flores. El viento sopla con más fuerza y las aguas se revuelven balanceando los saveiros con violencia. Iemanjá está presente.

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Las ofrendas y pedidos son arrojados al mar desde las barcas de pescadores.

Oraciones, cantos y pedidos de los congregados, siempre vestidos de blanco.

Del terreiro a la playa, para festejar al día de la madre de los orixás.
 
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