Dom 12.04.2009
turismo

ITALIA > ARTE Y MEMORIA

Bernini en Roma

Italia vive hoy la tragedia causada por el terremoto que asoló la región de Abruzzo. Cuna de arte y civilización, ningún sismo podrá borrar en la península la memoria de quienes, a lo largo de los siglos, marcaron la identidad de sus ciudades. Y en Roma, Gian Lorenzo Bernini, emblema del Barroco, tiene su propio itinerario. Un rumbo a seguir entre la columnata que abraza el Vaticano hasta Piazza Navona y la Fontana di Trevi.

› Por Graciela Cutuli

En la nave derecha de Santa Maria Maggiore, una de las cuatro grandes basílicas de Roma, una placa de mármol desnudo, sin estatuas ni ornamentos, informa escuetamente: “Aquí reposa Gian Lorenzo Bernini”. Las paradojas de la historia quisieron que el más grande escultor del Barroco, el maestro de las líneas tensas y ondulantes que pueden descubrirse desde el Baldaquino del Vaticano hasta la Piazza Navona, esté sepultado en total discreción a la sombra del espectacular techo dorado de la basílica, realizado con el oro americano que los Reyes Católicos donaron al papa Alejandro VI Borgia. Roma, la ciudad eterna, la también caótica, multiforme y sonora Roma, permite cientos de años después seguir las obras de uno de los artistas que mejor la soñaron y embellecieron: Gian Lorenzo Bernini, el perfeccionista a ultranza, el escultor de los papas y el gran rival de Borromini.

UN HOMBRE DEL BARROCO Gian Lorenzo había nacido en Nápoles en 1598 en el hogar de Pietro Bernini, de origen florentino, y Angelica Galante, napolitana. Pocos años después la familia regresó a Roma, donde Pietro comenzó a trabajar para el cardenal Scipione Borghese. El mismo mecenas que tiempo después encargaría al joven Gian Lorenzo el busto que motivó una de las más conocidas anécdotas sobre la rapidez y maestría de su cincel: se cuenta que durante el trabajo el mármol reveló un defecto y, sin que Borghese lo supiera Bernini, le pidió interrumpir el trabajo por unos pocos días. Esos pocos le alcanzaron para esculpir un nuevo busto, totalmente idéntico, esta vez en un trozo de mármol sin defectos.

Aunque las obras de Bernini son numerosas en la Ciudad Eterna, algunas se asocian rápidamente con su nombre y otras son menos conocidas o sólo recibieron influencias más o menos lejanas de su arte. Quien entre en la grandiosa nave central de San Pedro, símbolo de un poder terrenal de la Iglesia decidido a competir con su poder en los cielos, se encuentra con una de las primeras: es el imponente Baldaquino que corona el altar central de la basílica, encargado por Urbano VIII Barberini, que le llevó a Bernini nueve años de trabajo y 6200 kilos de bronce. Tanta magnificencia le valió admiración, pero no faltaron las críticas sobre los métodos empleados para obtener el metal: cuando se agotaron otras fuentes, parte del bronce fue conseguido quitando algunas vigas del Pantheon. No hizo falta más para inspirar una famosa frase de Pasquino, la “estatua parlante” de Roma que servía de vehículo al ingenio anónimo de los habitantes: “Quod no fecerunt Barbari, fecerunt Barberini” (lo que no hicieron los bárbaros lo hicieron los Barberini). Para compensar el despojo del Pantheon, ese antiguo monumento fue embellecido con dos torres, que también cayeron víctimas de la ironía popular: para los romanos, fueron de inmediato “las orejas de burro de Bernini”. Para reposo definitivo del artista, las torres fueron demolidas en 1883 y el Pantheon recuperó su discreta silueta original, aunque naturalmente no el bronce del Baldaquino.

Si Bernini fue escultor y arquitecto de obras grandiosas, también supo serlo de pequeñas obras maestras. En la recóndita Piazza Mattei, muy cerca del antiguo ghetto judío, se encuentra una fuente considerada entre las grandes joyas del Renacimiento tardío: diseñada por Giacomo Della Porta y sostenida por cuatro efebos de bronce, sobre la cuenca superior de la fuente trepan cuatro tortugas de bronce que se atribuyen a Bernini. Como Roma es santa, pero también tiene algunos “non sanctos” amigos de lo ajeno, las tortugas sufrieron varios robos a lo largo de los siglos: felizmente, siempre fueron recuperadas y repuestas en su lugar. Sólo en 1981 una de las tortugas desapareció definitivamente. Desde entonces, las cuatro que quedan fueron reemplazadas por copias y las originales pasaron a una segura ubicación en los Museos Capitolinos, donde Roma custodia sus tesoros.

LOS CUATRO RIOS Como haber sido un gran artista no salva a nadie de ser utilizado siglos después en disparatadas tramas de novelas imbuidas de suspenso religioso, antes de Leonardo y el Código Da Vinci, también a Bernini le tocó ser personaje de Dan Brown en Angeles y demonios, donde aparece como miembro de la siniestra secta de los Illuminati. Tampoco se salvan sus obras: varias de ellas, supuestos “altares de la ciencia” para la desbordante y no demasiado exacta creatividad de Brown, se transforman en escenario de imaginativos asesinatos. Felizmente, el turista que pasee por Roma no corre riesgo alguno al visitar estas capillas y fuentes de Bernini. Menos aún si es en la céntrica Piazza Navona, una de las más bellas de Roma, cuya forma oblonga revela que fue construida sobre un estadio de la época de Domiciano. En una de las esquinas, está todavía la locuaz estatua de Pasquino, aunque algo afectada por el paso de los años... también se ha perdido la costumbre de realizar las carreras de caballos que fueron habituales a principios del siglo XIX, o de inundar la plaza –bloqueando el desagote de sus tres fuentes– en los días de intenso calor.

Piazza Navona, siempre animada, siempre con algún posteggiatore entonando clásicos italianos a voz en cuello para los turistas que toman café al aire libre, está dominada por la impresionante Fuente de los Cuatro Ríos, que representa en forma monumental al Nilo, el Danubio, el Río de la Plata y el Ganges (todos realizados por sus mejores discípulos). Las malas lenguas de la historia cuentan que Bernini “influyó” para conseguir el encargo de parte del papa Inocencio X regalando un modelo en plata de la obra, de un metro y medio de altura, a la egregia cuñada papal Olimpia Maidalchini. Así desplazó a su rival Borromini... aunque no tanto como para impedirle la construcción de la iglesia de Sant’Agnese in Agone, justo enfrente de la fuente. La cercanía de ambas obras dio lugar a otros comentarios malintencionados: se dice que el Nilo tiene una venda sobre la cabeza para evitar la visión de la iglesia, mientras el Río de la Plata tiende la mano hacia delante en un gesto dirigido a protegerse de un derrumbe. “Se non è vero, è ben trovato”, como dice el refrán, y en realidad... “non è vero”, ya que la fuente de Bernini estaba terminada cuando comenzó la construcción de la iglesia. Por otra parte, el Nilo tiene los ojos tapados porque en aquel entonces no se conocían sus fuentes. Sin embargo, las disculpas que se le deben a Bernini tal vez no se le deban tanto a Borromini, dada la expresión de cierto desconcierto que le dio a la figura de Sant’Agnese, con la mano en el pecho, colocada justo mirando hacia la fuente.

Detallista a ultranza, Bernini había querido tener presente el significado de los símbolos inscriptos en el obelisco que corona las estatuas de los ríos, y para ello contó con la colaboración del humanista Athanasius Kircher, por aquellos años presente en Roma. Lo cierto es que, más allá de la erudición, bastaron la belleza y detalle de la obra –donde Bernini refleja incluso el movimiento del viento que mueve una palmera, que a su vez pega contra una roca y mueve las crines de un caballo– para impresionar a Inocencio X, que aseguró haber recibido... diez años más de vida... al contemplar la Fuente de los Cuatro Ríos.

ESCULTOR DE ESCENOGRAFIAS A lo largo de su extensa vida, que abarca prácticamente todo el siglo de apogeo barroco, Bernini dejó su huella en otras fuentes romanas: entre ellas no se puede dejar de lado la Fontana di Trevi, porque si bien su proyecto no fue elegido, fue él quien le dio su orientación definitiva, y en la gran figura del Océano que la domina es innegable la influencia de su estilo. Otra de las más célebres es la Fontana del Tritone, en Piazza Barberini, que antiguamente los romanos llamaban del “Tritone sonante”, por el ruido que hacía el chorro de la fuente. Aunque hoy día es difícil para los oídos distraídos distinguir este sonido en medio de la rumorosa Roma: la fuente está bien céntrica, rodeada de un tráfico incesante, sin que naturalmente la mayoría de los romanos se acuerden en medio de la prisa cotidiana de que están frente a frente con una de las obras maestras del Barroco.

Más allá de las fuentes, Bernini tenía un particular talento como creador de auténticas escenografías finamente talladas en mármol. Uno de los ejemplos más brillantes se encuentra en la iglesia Santa Maria della Vittoria, de la que recibió en 1647 de parte del cardenal Federico Cornaro el encargo de realizar la capilla funeraria de su familia. Decidido a reconquistar el favor pontificio, frente a un Inocencio X que no se muestra tan entusiasta ante su obra como sus predecesores, Bernini logra superarse a sí mismo y crear una de las más bellas, conmovedoras puestas en escena de su época, de intensa teatralidad: es el Extasis de Santa Teresa, donde la figura de la santa se eleva sobre una nube con el rostro vuelto hacia el cielo y coronada de un haz de rayos de bronce. En la penumbra de la iglesia, la luz que se filtra por una ventana de vidrios amarillos le otorga una rara sugestión, la misma que aprecian precisamente los miembros de la familia Cornaro desde los dos palcos situados a ambos lados de la escena. Así, por un raro juego de espejos, el espectador de hoy mira a su vez a los espectadores de mármol, captados en un momento tan vívido y natural como si hubieran estado realmente frente a una escena de teatro.

Si a muchos esta iglesia discreta se les escapa entre la profusión de monumentos y basílicas de Roma, hay al menos un monumento de Bernini que resulta insoslayable y conocido universalmente aun cuando se desconozca el nombre del creador: es la columnata de la Plaza San Pedro, que la abraza en una sucesión simétrica de columnas frente al cuerpo principal de la basílica papal. La columnata tiene cuatro hileras de columnas –en total 296– que desde un punto especial de la plaza pueden verse perfectamente alineadas, tanto que sólo se ve la primera de las cuatro. Simbólicamente, son los brazos de la Iglesia que rodean a los fieles, como se distingue claramente en las fotos aéreas que dan cabal dimensión de su extensión y grandeza. Este domingo, como todos los años en Pascua, la imagen de la columnata y el Baldaquino de Bernini estarán presentes en el centro de las celebraciones, acortando misteriosamente la distancia de los siglos gracias a la fuerza de la televisión, pero sobre todo del arte.

Bernini vs. Borromini

La legendaria enemistad entre ambos arquitectos y escultores puebla de anécdotas la historia de sus monumentos. Se cuenta que Borromini, orgulloso de haber arrebatado a su rival la construcción del edificio de Propaganda Fide, se esmeró en adornar el ángulo que daba sobre la casa de Bernini, muy próxima, con dos vistosas orejas de burro, símbolo de la incapacidad artística del célebre favorito de los papas. Bernini, que no pudo evitar ver semejantes orejas desde la ventana de su casa (en el número 11 de Via della Mercede, aunque una placa lo recuerde en el número 12), meditó su venganza: al anochecer, subió al techo de la obra y modeló el marco de la ventana dándole inequívoca forma fálica. La “decencia” quiso que de la obra sólo quedara la mención de la tradición, pero nada visible para los siglos posteriores.

La Barcaccia

Al pie de la escalinata de Piazza di Spagna, bajo la iglesia de Trinitá dei Monti, se encuentra una celebre fuente romana conocida como La Barcaccia. La prisa hace mencionarla simplemente como “de Bernini”, pero no se trata de una obra de Gian Lorenzo sino de Pietro, su padre. Encargada por el papa Urbano VIII, tiene una particular forma de embarcación a punto de hundirse y, al parecer, su forma se inspira en un episodio de 1598, cuando una barca apareció en medio de la plaza arrastrada por un desborde del Tíber. La falta de cascadas y chorros revela una dificultad propia del lugar: la escasa presión del agua, que Bernini resolvió gracias a la forma de embarcación semihundida, y ubicada levemente por debajo del plano de la calle.

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