Domingo, 31 de mayo de 2009 | Hoy
CATAMARCA > CRóNICA DE UNA EXCURSIóN A LA PUNA
En la Puna catamarqueña, a más de 3000 metros de altura, se revela la belleza de una tierra tan fascinante como desconocida. Lagunas con flamencos, vicuñas y volcanes rodean el oasis de El Peñón, punto de partida de esta aventura.
Por Graciela Cutuli
Es temprano, muy temprano por la mañana: Hualfin recién se está despertando, con calma catamarqueña, cuando dejamos el hotel Cacique Juan Chelemín rumbo al pueblito de El Peñón. Nuestro destino es la Puna, ese mundo remoto y misterioso donde el tiempo parece suspendido y el paisaje se diría modelado por las manos invisibles de un artista de dimensiones celestiales. Para llegar hasta aquí el trayecto es largo: partimos desde San Fernando del Valle de Catamarca, recorrimos la Quebrada de la Sébila bajo el ojo atento de los cardones, los campos de olivos de Aimogasta –la ruta misma nos lleva a entrar en el norte de La Rioja– y luego tomamos la Ruta 40, a lo largo de 90 kilómetros, hasta llegar a Londres, muy cerca de Belén. Un último tramo de 60 kilómetros nos dejó en Hualfin, donde pasamos la noche organizando este día que comienza auspicioso, con el sol brillante bien alto en un cielo claro y los vehículos 4x4 –los únicos preparados para el terreno que vamos a atravesar, equipados con GPS y teléfonos satelitales– listos para salir. Nuestro guía es Fabrizio Ghilardi, un italiano de Milán que hace algunos años se enamoró de la Puna y hoy organiza viajes por la región, impulsado por la voluntad de abrir turísticamente y en forma responsable un mundo aún en gran parte inaccesible. Gracias a que hace algo más de un año fue asfaltado el camino entre Belén y El Peñón –un trayecto que antes era dificultoso y lento–, bastarán ahora dos horas y media para recorrer este tramo, una ayuda importante en una región de rutas largas y parajes remotos.
Salimos de Hualfin por un camino sinuoso y árido. A nuestra izquierda queda el Bajo de la Alumbrera, rico en oro y cobre, y a la derecha un cordón de cerros que datan del Terciario y encierran numerosos pucarás, testimonio de los pueblos originarios del Noroeste. Como dibujado geométricamente, de un lado del camino se abre un oasis verde de viñedos, mientras del otro dominan las formaciones arcillosas declinadas en todos los tonos del ocre al rojizo, entrecortadas por líneas blancas de ceniza o cal. Hace millones de años, este relieve era una planicie húmeda, que del lado chileno estaba cubierta por el mar: por eso no es raro encontrar restos fósiles de tortugas, peces y mamíferos marinos. Pero todo aquello parece ser sólo fruto de un sueño ante esta ruta que serpentea entre los cerros, algunos cubiertos por capas de arena que a la distancia se confunden con nieve, y casitas de pobladores que viven de sus viñas y sus cabras.
LAGUNA BLANCA Los vehículos del grupo avanzan por la Quebrada de Indalecio –es la RP 34, de ripio–, divisando los primeros cardones, pequeñas casas de adobe y, de vez en cuando, algún burro que espera paciente en medio de la ruta que las camionetas se las ingenien para pasar a un costado. Cuenta Fabrizio que, entre las muchas teorías que intentan explicar los distintos grados de desarrollo de las civilizaciones del Noroeste, algunas creen que la carencia de animales de carga (los indígenas sólo contaban con llamas, que pueden llevar unos 35 kilos, mucho menos que un burro) limitó el transporte de materiales y las posibilidades constructoras de los pueblos aborígenes. Hoy, en cambio, los burros son frecuentes aliados de los pobladores, que pasan siempre saludando tímida pero cortésmente los vehículos de los viajeros en la región.
Mientras tanto, pasamos la Cuesta de Randolfo, distintiva por una enorme duna de arena blanca, tan inesperada como bella, que se encuentra insólitamente a la vuelta de una curva. Estamos a 145 kilómetros de Antofagasta de la Sierra, la “capital” de la Puna catamarqueña: un poco más adelante ingresamos en la Reserva de Laguna Blanca, uno de los sitios Ramsar que protegen los humedales del planeta. A lo lejos, vigila la Puna la cara sur del Volcán Galán, un gigante que supera los 5900 metros de altura, coronado por un cráter de 42 kilómetros, el más grande del mundo. Aquí y allá las vicuñas nos siguen atentamente, encabezadas por los machos de la manada. Ellas, que viven por encima de los 3000 metros, junto a la ausencia definitiva de los cardones que nos acompañaron en el primer tramo y que sólo se encuentran hasta esa altura, indican tan claramente como el altímetro que estamos a unos 3400 metros sobre el nivel del mar. También lo sentimos en la respiración, aunque nos vamos aclimatando de a poco, evitando los movimientos bruscos y absorbiendo la energía que brota del paisaje.
Poco desconfiadas, porque están en una reserva, las vicuñas nos miran acercarse y parecen posar para las fotos, hasta que un solo paso de más las lleva a escapar ágilmente, saltando hasta que sus siluetas se confunden con el color de los cerros. A lo lejos, las aves de la Laguna Blanca –flamencos, patos y guares– se recortan contra el horizonte. Quedarán siempre a la distancia, ya que la humedad del suelo, cubierto de un salitre denso que antiguamente se usaba para hacer jabón y como ingrediente de la mazamorra, impide acercarse. Es este salitre abundante el que, a lo lejos, tiñe de blanco el valle y las aguas de la laguna, distinguiéndola del entorno ocre de la Puna.
Laguna Blanca es conocida en particular por una fiesta anual que los pobladores realizan en noviembre, la Chaka, un encierro no violento de vicuñas que les permite así conseguir el preciado pelo del animal. Vale recordar que la vicuña está protegida: las prendas confeccionadas con su pelo alcanzan precios astronómicos, y no se pueden comprar si no está certificado el origen del animal. Algunas prendas se pueden conseguir en la cooperativa de los pobladores de Laguna Blanca, donde se encuentran ponchos y mantas de vicuña y llama, además de guantes, medias y “peleras”, mantas tejidas usadas generalmente bajo la montura del caballo, pero también como alfombras en las casas. El último alto en Laguna Blanca es para compartir un rato con los pobladores del pequeñísimo caserío situado junto al espejo de agua: mientras escuchamos con curiosidad el precio de una llama –que puede oscilar según edad y tamaño entre 300 y 600 pesos–, probamos el pan casero hecho a la parrilla, elaborado con harina de trigo y grasa de llama, acompañándolo con un té de rica rica, una hierba típica de la Puna, como la muña muña y la pupusa, que se usa precisamente para combatir el “soroche” o mal de la altura.
DUNAS EN EL ALTIPLANO Casi al mediodía, las camionetas de Fabrizio Ghilardi hacen un alto en la Hostería municipal La Pómez, en El Peñón, donde tenemos previsto alojarnos por la noche. Un almuerzo a base de quinoa nos permite recuperar las energías y emprender la expedición hacia el lugar más asombroso y espectacular de la Puna catamarqueña, en las primeras horas de la tarde. Aún es una incógnita: los primeros kilómetros en las afueras del pueblo, un pequeño oasis formado por un puñado de casitas de adobe cercadas de álamos y pequeños corrales, no permiten adivinar lo que nos espera. La primera vista la tenemos después de pasar una vega de pastoreo común y la Loma del Panteón, donde se encuentra el minúsculo cementerio local y, más abajo, una cancha de fútbol (¿qué puede importar la altura de la Puna cuando se trata de la pasión nacional?); bien a lo lejos, una extensa mancha blanca se pierde en el horizonte. Y hacia allá vamos.
Pasada la vega, el paisaje se hace más seco: predomina la paja brava o ichu, el principal alimento de la vicuña, que forma en la lejanía extensos campos amarillos. Pasada una curva, nos detenemos un momento sobre un espléndido mirador junto a una pacheta, uno de los muchos lugares espontáneos de culto que se encuentran en la Puna: simplemente un cúmulo de piedras, donde cada uno que pasa se para un momento para agregar la suya, en un silencioso homenaje a la Pacha Mama. Seguimos camino, y seguimos subiendo: queda al costado un salar muerto, ahogado por la falta de lluvias que le impidió regenerarse, y el suelo se vuelve pura arena, basalto y cuarzo. Hasta aquí llegamos gracias a una huella abierta por Fabrizio, venciendo gracias a la doble tracción las dificultades del desierto. Es la soledad total: a pesar de la altura, unos 3300 metros, el sol quema, y al bajar de los vehículos el suelo se hunde bajo cada pisada, dejando una huella que nos hace sentir a cada paso que herimos la tierra. Frente a nuestros ojos atónitos, inmensas dunas se levantan sobre el desierto, solitarias y blancas, como en un Sahara insólitamente trasladado al Altiplano catamarqueño. Cada huella de nuestros pies parece la primera: es que el viento pronto barrerá las señales de nuestro paso, como borró las anteriores, fundiendo nuevamente el paisaje en el sinfín de ondulaciones arenosas que forma las laderas de las dunas.
MUNDO MINERAL Nuevamente a bordo, seguimos una huella trazada sobre el suelo frágil, navegamos como planeando sobre un auténtico mar de arena y finalmente “entramos en otro mundo”. Son las palabras de Fabrizio, y parece que se le enciende la mirada detrás los cristales oscuros con que protege sus ojos claros del sol intenso de la Puna. Súbitamente, el paisaje ha cambiado alrededor nuestro: todo lo que abarca nuestra vista es un campo infinito de piedra pómez, una luna en la tierra donde bloques de piedra altos como edificios se suceden hasta perderse en el horizonte. Contra el cielo azul cobalto se dibuja un país de sombras alargadas, donde nos parece caminar hacia el fin del mundo conocido. Hay algo desconcertante, sobrecogedor, en esto que Fabrizio llama “una ciudad de almas” y que se asemeja también a una ciudad de fantasmas, de espectros de color talco, el color de la piedra pómez que alguna vez arrojaron los volcanes de la región desde kilómetros de distancia. En esta inmensidad, los rayos del sol van bajando sobre las formaciones como si jugaran a las escondidas sobre un mar de piedra inmóvil: es que el capricho natural quiso formar ondulaciones naturales por donde caminamos, subiendo y bajando, como si fuéramos rozando olas petrificadas. Donde el suelo es de arena, nuestras huellas quedan marcadas y causan la misma extrañeza que las pisadas del hombre sobre la superficie lunar. En este mundo mineral surcado por finas rajaduras casi geométricas, causadas por la brutal amplitud térmica, sólo hay silencio y casi se podrían oír girar las esferas celestes...
Finalmente, el sol cae, como bajando el telón sobre una visión fugaz de este otro mundo. Con los últimos rayos se impone el frío de la altura, y los colores negro-rojizos de los cerros circundantes se desdibujan hasta fundirse en un solo cordón grisáceo. Ponemos entonces rumbo a El Peñón: es la hora del regreso, el momento crepuscular en que baja la energía, mientras en nuestros sentidos la realidad y la irrealidad del Campo de Piedra Pómez se entremezclan en una sola y flotante sensación de recuerdo, sueño y ensueño.
“Yo estoy totalmente enamorado de esta tierra, que es única en el mundo, no solamente en la Argentina. No hay una tierra, un desierto o un lugar tan ancho, tan bello, con tantos animales, con tanta naturaleza, con gente fantástica, como la Puna argentina, y en particular la región de Antofagasta”, asegura Fabrizio Ghilardi. “La Puna catamarqueña tiene una particularidad: son los volcanes más altos del planeta, que están en la provincia de Catamarca, la zona con mayor densidad de volcanes del mundo. Son unos 250 sólo en torno de El Peñón y Antofagasta. Una de las excursiones principales aquí, y en toda la Argentina, es la que va al Campo de Piedra Pómez, un depósito gigante formado hace millones de años por la erupción de un volcán, con un ancho visible de 25 por 40 kilómetros. Está ubicado a 3200 metros de altura, y tenemos la oportunidad de caminar sobre él, no sólo de acercarnos en 4x4. Un extranjero que va a visitar la Patagonia va a ver el Perito Moreno; aquí, el Perito Moreno es el Campo de Piedra Pómez.”
Se puede llegar a San Fernando del Valle de Catamarca en avión desde Buenos Aires (a partir de $ 780 ida y vuelta). Desde allí se sube a la Puna pasando por Londres, Belén, Hualfin, El Peñón y la cercana Antofagasta de la Sierra.
En Hualfin se puede pasar la noche en el Hotel Cacique Juan Chelemín, que pertenece a la familia Yampa, dueña de una mina de rodocrosita en la región de Capillitas. Tel.: 03835423263/4 - E-mail: [email protected]
En El Peñón, la Hostería La Pómez está construida en su totalidad con materiales biotérmicos, con paredes de adobe y piedra, y techo de caña, capaces de atenuar el impacto de las bajas temperaturas. Informes al tel.: 1552548762 - E-mail: [email protected] - [email protected]
La altura mínima de estos circuitos son los 3000 metros, y se asciende hasta más de 4000, por lo que resulta imprescindible manejarse en vehículos apropiados (se puede llegar hasta El Peñón en vehículos comunes, pero luego es preciso contratar excursiones y guías experimentados con camionetas 4x4).
Para combatir el mal de la altura y la sequedad extrema del clima es preciso tomar mucha agua, no hacer esfuerzos excesivos y tomar algún té de hierbas de la zona, como la pupusa, que ayudan a aclimatarse mejor.
El ecosistema de la Puna, tanto en Laguna Blanca como en las dunas y el Campo de Piedra Pómez, es extremadamente vulnerable. Si bien Laguna Blanca es una reserva, el resto de los lugares no cuenta con este estatuto oficial de protección, y hace falta la máxima precaución para evitar erosionar un terreno extremadamente frágil.
Para las excursiones por la región es imprescindible llevar ropa de abrigo y zapatos de trekking, además de protector solar, gorros y guantes. Lo ideal es abrigarse al estilo “capas de cebolla”, para adecuar la vestimenta al sol intenso del día o el frío nocturno.
Socompa Expediciones, de Fabrizio Ghilardi, organiza excursiones partiendo de su sede en El Peñón. Tel.: 0387-4169130. E-mail: [email protected]. En Internet: www.socompa.com
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